Este texto es un fragmento de

La perfección del silencio

Antonio Jesús Gras

1. El presente
Domingo 20 Agosto 1989

El primer sonido del teléfono rasgó el viscoso ambiente que reinaba en la habitación. El tiempo seguía ralentizado en las inoportunas cortinas de lana que impedían a la madrugada ocupar la habitación 223 como ya lo había hecho abrumando de realidad la bahía, iluminando las nubes con carisma violáceo.

Con la segunda llamada la mano tartamudeante trató de alcanzar el objeto de pesada baquelita negra que emitía inoportunos gruñidos. Su dueño no hacía demasiados esfuerzos por llegar a una orilla de la que aún se encontraba alejado pese a las insistencias y quejas del bicho.

Ni en un principio, ni en dos ni en tres, consiguió reconocer la voz que le anunciaba que habían encontrado un cuerpo sin vida de quien podría pertenecer a su jefe: Ángel Cuevas. Al menos llevaba las mismas ropas que había usado en la fiesta celebrada anoche. Lo habían hallado cerca de unas escalinatas en la plaza 9 de Abril. Con el rostro desfigurado, tal vez por golpes, presuntamente propiciados con algún tipo de objeto muy pesado, aunque no se había encontrado nada junto al cuerpo, con lo que la identificación no era del todo clara hasta ese instante.

Cuanta información empeñada en no querer respetar la linealidad necesaria para la comprensión, le susurraba una impertinente y lejana voz desde el fondo de su cabeza, envuelta en los vapores del vino blanco tomado ayer y la dulce pesadez del manjum.

 Sólo cuando la voz que se abría paso desde la resina plástica pronunció su nombre por cuarta o quinta vez se dio cuenta de que no se encontraba en un sueño. Acaso en una pesadilla o algo similar, por la premura con que le urgía a acercarse hasta la plaza, donde la sed imperaba con tolerancia cero y no había donde cobijarse ni reposar tanta desorientación.

Pensó que abría los ojos y miraba el techo. O creyó hacerlo. Porque la habitación estaba tan oscura como su memoria y lo sucedido en las últimas horas. Y su visión no lograba diferenciar si la oscuridad era real o mantenía aún los parpados cerrados.

Consiguió apretar el interruptor de la lámpara que sobresalía en una pequeña mesilla de noche repleta de objetos que ahora evidenciaban inutilidad y trataban de simular desordenados. La luz se hizo sitio a empujones. El despertador de manecillas reflectantes señalaba sin incomodidad las cinco y media. Su heredado reloj Festina de muñeca también. Las coincidencias nunca son buenas compañeras.

-¿Puedes repetir todo desde el principio?

Sentado como podía, con la espalda apoyada en la pared, iba asimilando las palabras que le llegaban desde el aparato que lo había traído a la vida.

Si hubiera podido habría desaparecido en ese momento. O echado a correr. Pero las calles de la ciudad, en un constante subir y bajar, lo habrían agotado aún más. Y ahora mismo lo que necesitaba era saber cómo salir y concluir con esa situación. De todas maneras no había muchos sitios donde ir, ni si quiera tenía previsto salir el Ferry. Y menos a esas horas. Así que se vistió, a trompicones, saltando de un pie a otro, hasta ponerse el pantalón, los calcetines y finalmente la camisa, sin saber si esa era la ropa que debía de utilizar, si podría volver al hotel en un rato para continuar con el calendario previsto para acabar las celebraciones del 70 cumpleaños del empresario americano Malcolm Forbes. Parecía que ahora tendría que ser él el encargado de coordinar el largo día que quedaba por delante en la recepción final de la fiesta que se celebraría en el Club de Campo, donde tendría lugar la Fantasía pagada por la Casa Real alauita, contratada directamente en Marrakech a Chez Alí, con casi 600 hombres y más de un centenar de caballos. Como último día de las celebraciones antes de que comenzara el éxodo de personajes.

A quien había venido a vigilar desde hace algo menos de un año podría haber aparecido muerto. Entonces se dio cuenta, mirando hacia su cama, que debería estar acompañado, pero en el cuarto no había nadie más que él con cara de estúpido asombro. Ni rastro del cuerpo del que había disfrutado y con el que había compartido supuestamente las últimas horas. Para comenzar el domingo empezaban a quedar demasiados frentes abiertos.

Se acercó de nuevo al teléfono. Pidió que le pusieran con un número de Madrid.

Al cabo de unos minutos tuvo contestación.

-Perdona la hora, pero tenemos una sorpresa inesperada.

Bajó las escaleras desde el segundo piso. En la recepción apenas iluminada dormitaba con la cabeza sobre las manos apoyadas en la mesa quien se solía encargar del turno de noche. Salió a la terraza y alcanzó las puertas de metal, ahora cerradas, que servían de entrada del hotel e impedían el paso de cualquier entrometido.

A esa hora las estrechas calles parecían más amplias, debido sin duda a que no se había producido la invasión por los diversos tenderetes y puestos que ocupaban normalmente las aceras. La luz limpia que comenzaba a dejar el día sobre la calzada hablaba del calor que ocuparía la ciudad ese tercer domingo de agosto.

Mientras sube a buen ritmo la cuesta que pasaba por la puerta de la gran mezquita, el zoco chico y la rue Siaghione, le invade una sed que no le abandonará en toda la mañana y que creía haber dejado al borde del lavabo gracias a ingerir tres vasos de agua.

Al llegar a la plaza vio cerca de la torre con el reloj dorado un corro de personas contenido por varios policías. Se acercó. Urgente, desorientado. Cuando llegó hasta el grupo de hombres que miraban lo sucedido una voz a su espalda le llamó.

-Monsieur Maturana. El Comisario quisiera hablar con usted. Le espera. Acompáñeme por favor.

Unos metros más allá, sobre las escaleras que llegan a la plaza desde la Avenida de Inglaterra y que sirven de terraza al café Filali, un grupo de oficiales le observan desde la altura que proporciona unos cuantos metros sobre el nivel del suelo y el saberse en la posición de los que están capacitados para acusar y decidir quién queda más allá o más acá de la justicia, aunque esa justicia tenga un precio que muchos no pueden ni soñar y a otros les sobre para dirigirla.

En el centro de ese corrillo un hombre de tez cetrina y bigote negro, ancho, bien poblado, con el gorro de plato apretado por el brazo izquierdo hasta su fibroso cuerpo, oye las informaciones que le está dando un agente. Mira la llegada del quien viene con cara de desconcierto y sueño. No hace un gesto. O si hace un gesto es tan sutil que el recién llegado no lo reconoce. Sus ojos esconden un tablero de ajedrez donde el equilibrio de las jugadas resuelven la manera cotidiana de conservar el inexpugnable gobierno del poder.

-Espere un momento aquí.

El cuerpo del hombre al que todos miran desde el corro tiene el rostro desfigurado y el cuerpo blando como un paquete que hubiera estado mucho tiempo en el mar. Pese a ello no hay rastros de sangre a su alrededor ni en el traje de fiesta arrugado que contiene. Tirado en el suelo parece dejado allí como un aviso, como una señal que se quiere que sea visible. Como un desperdicio que han traído las olas.

Con las manos en los bolsillos, contemplando la escena hipnotizado por un presente que lo convierte en espectador indeseado, Maturana siente de golpe que la realidad siempre supera a la ficción, sobre todo a una ficción de fiesta de cumpleaños desmedida. Es el único extranjero observando la macabra escena. Alguien por fin ha tapado con una manta el cuerpo y ahora éste parece un desecho que solo espera la recogida para formar parte del olvido.

-Quiere hacer el favor de acompañarme

Le indican con gestos nada cordiales que suba las escaleras y se detenga donde le indica el agente.

-El comisario quiere hablar con usted. Un momento.

La escena parece que se repite, y se repite. Un encadenado de imágenes que tienen como fin su presencia esperando una conversación que no llega, mientras abajo, en un ángulo de la plaza, el circulo de observadores cada vez es mayor conforme la luz se va haciendo absoluta, y comienza a hacerse más presente el sonido de una sirena que se acerca, despertando del letargo del sueño a la ciudad de las mentiras. La ambulancia llegará para recoger el cuerpo y se irá. Y la vida, o lo que queda de ella, se sucederá sin demasiadas molestias, con un desparpajo barato y para nada estridente.

Cuando finalmente le acompañan hasta donde se encuentra el hombre de bigote poblado, con pantalones con raya muy marcada, zapatos impolutos que podrían brillar si no fuera por la cantidad de años que tienen, al que todo el mundo parece mirar y escuchar, que acaba de dar órdenes a sus agentes en árabe, Maturana no sabe qué hacer con sus manos. Trata de saludar pero nadie responde a sus gestos.

-Por aquí.

El hombre delgado al que el bigote poblado le acentúa el gesto grave , cuerpo fibroso, rostro cetrino y ojos brillantes e inquisidores, lo toma del brazo y lo aleja del quien lo rodea. Le habla en un castellano grave, sin mover los labios, sin mirarle, como si sus palabras no fueran para con él o no quisiera que fueran escuchadas por nadie más.

-Actúa como si nos conociéramos y nunca nos hubiéramos visito.

Se gira hacia alguno de los agentes que van detrás de ellos dos y con voz autoritaria y nuevamente en árabe le ordena que esperen allí.

-Quiero hablar con el Señor Maturana y hacerle unas preguntas. A solas.

Han caminado hasta una diminuta placita donde a diario, en unos pequeños habitáculos de ladrillo y cal hundidos en el sueño, los zapateros reparan calzado, cinturones, mochilas o cualquier cosa que pueda ser vuelta a usar a base de puntadas, trozos de cuero o de materiales que ayuden a recomponer los objetos que se traen hasta aquí para que puedan seguir usándose.

-Escúchame Ignacio. Agradezco la rapidez con que has venido. Imagino que estás aquí porque te ha llamado Serna hace un rato. Se lo he pedido yo. Ha sido más fácil ponerse en contacto con él que directamente contigo. La muerte de Cuevas, si es que es Cuevas quien estaba allí tendido, nos ha pillado a todos por sorpresa. Más en un día como este, con la ciudad copada por la celebración del americano y teniendo a tanta prensa hambrienta de cualquier espectáculo exótico. Por si fuera poco, están los políticos nacionales y locales, y el séquito del hijo del rey y toda su patulea de guardaespaldas bien vestidos. Los visibles y los invisibles. No voy a poder contener en silencio lo sucedido por mucho tiempo. En esta ciudad las palabras corren como ratas hambrientas. Así que tendremos que ponernos manos a la obra con urgencia para tratar de dar una explicación coherente a este crimen que en nada se parece a los que pueden suceder aquí. Voy a necesitar toda la ayuda posible, la de los tuyos y las informaciones que ellos puedan tener y hasta el momento no han querido hacernos llegar, o la de quien sea y que haya pasado las últimas horas con el fallecido, da igual de quien se trate, y que debía de conocer algo que ni tú ni yo, ni nuestros informadores más cercanos, hemos estado atentos a percibir.

-Comisario, si tiene la bondad, podría hacerme una cronología de los hechos. Lo que me dijo el abogado Serna esta mañana es que había aparecido un muerto en la plaza, que tal vez fuese el cuerpo de Cuevas, con el rostro desfigurado, no estaba seguro, aunque parece que aún no se le ha identificado del todo, tal vez golpeado por un objeto pesado, que no he visto junto al cuerpo a no ser que ustedes ya lo tengan controlado. Y en esos momentos yo no estaba demasiado despierto. El cuerpo sí he podido verlo ahí debajo en la plaza hasta que lo han tapado por una manta, y desde luego el traje que llevaba sí era el que llevaba ayer mi jefe. Ahora si no le importa soy todo oído. Así podré hablar con mis superiores, pasarles la información que usted me ofrezca para que ellos puedan darme lo que conozcan de las últimas horas del fallecido y tratar entre todos de clarificar esta muerte violenta y buscar alguna solución a este crimen que me ha dejado descolocado y sin capacidad de reacción.

El comisario mira donde puede dejar su gorra de plato. La apoya en algo que una vez fue una silla. Se pasa las manos por el rostro buscando aún más concentración que la que normalmente le acompaña y comienza a narrar los hechos. Maturana asiente, aprieta los labios y mantiene las manos en los bolsillos por un frío que no es causado por la temperatura. De vez en cuando el Comisario gira su cabeza a un lado y a otro para comprobar que nadie se ha acercado y que no puedan escuchar sus palabras.

Pero las palabras también son ratas que huyen y se esconden en cualquier lugar, capaces de escabullirse por los más minúsculos rincones donde le cueste a la luz dejarse caer. Pese a las muchas trampas que queremos ponerles o los muchos gatos que se dejan ver por las esquinas de la ciudad dispuestos a ejercer como esperaríamos que lo hicieran.



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