En el día elegido por Salvador para llevar a buen fin la primera decisión de su vida olía a castañas asadas y a la alegría de las primeras aguas. Era un día de otoño cercano ya a noviembre, uno de esos en que las mujeres van al cementerio para encalar las tumbas de sus muertos. Al fin el viento del norte se había ocultado entre los recodos del número cuarenta y siete de la calle Boteros, porque el verano había sido largo en Ribera del Viar. Demasiado. Y aún estando en aquellas fechas no hacía los hielos de la niñez, aquellos que cuarteaban la piel de la cara y traían sabañones a las orejas, pero al menos habían caído las primeras lluvias y el campo empezaba a reverdecer después de tanta sequía. Salvador Gutiérrez y Nati, su mujer pelirroja, eran los propietarios del pisito ático del edificio allí situado. También de la pescadería que se asentaba en el local del bajo desde hacía ya diez años, porque Salvador era pescadero, y había decidido morir aquel día.
Hacía cosa de un mes se le habían acabado las ganas de vivir, al saber que su Nati lo engañaba con otro. Y es que los descubrió escondidos del mundo y de él, enredados, besándose febriles mientras cada uno rebuscaba el más recóndito lugar del amante. Aquella mañana del desencanto él había pensado abrir la pescadería un poco más tarde para ir al mercado central, ella lo sabía. Para el aniversario del negocio el pescadero quería género gallego que ofrecería en una rifa a la clientela.
— Habrá que ir viendo el precio del marisco, que las fiestas están al caer – había comentado la noche anterior a Nati mientras acariciaba su pelo rojo y la boca se le hacía agua.
— Sí, amor. Mañana. Ahora déjame dormir
Nati pasaba de los cincuenta pero parecía más joven. Salvador se preguntaba si sería por las cremas que se untaba cada noche, o por la manía de no comer. O quizá por no haber tenido hijos, nunca quiso, —ya hay demasiados niños tristes en el mundo— solía decir.
Por la mañana, funesto juego del destino, la camioneta blanca con letrero de “Pescadería Gutiérrez” no arrancó.
— Es el chiclé —el mecánico lo tenía claro.
— No me vengas con cosas raras, Joselito, y aligera que me quedo sin marisco y a ver qué comes tú en Nochebuena.
A pesar de todo Salvador estaba contento, en realidad siempre lo estaba y, ya que tenía que esperar decidió probar suerte con Nati. Subiría de nuevo a la casa, le pediría que lo acompañara. Remontó la escalera despacio, sin ruidos, fantaseando con darle un susto y reír un rato. Los tres pisos le pesaban en las piernas y la respiración se le alteró. Utilizó la llave con sigilo, su risa y los pasos sobre el parquet rechinaron sólo lo imprescindible avanzando por el pasillo hacia la luz del dormitorio. Al fondo la puerta estaba un poco abierta y le pareció escuchar la radio encendida.
— ¡Uah! —soltó alegre agarrado a la manilla de la puerta mientras la empujaba de sopetón.
Los cuerpos sobre la cama se volvieron como de piedra, tan rígidos, congelados en un nudo como un fotograma. La cabeza pelirroja de Nati se inclinaba hacia atrás y una fuerza indefinible le deformaba el pelo rizándolo en bucles que parecían olas. Sus ojos verdes no eran suyos y sus dedos se aferraban a aquella otra piel como nunca lo habían hecho a la de su marido.
Salvador no quiso saber. Con la respiración agitada y las manos temblorosas cerró la puerta, recorrió inseguro el pasillo y la escalera, dejó atrás el pisito, la pescadería, caminó hasta el taller y subió a la camioneta que arrancó a la primera, no escuchó a Josele gritarle desde lejos, no lloró, no pensó, y llegó al mercado central queriendo creer que todo había sido un mal sueño.
Después de lo ocurrido Nati no volvió a mirar los ojos de su marido. Ni siquiera cuando él llegó de vuelta a casa con las manos aún trémulas, con el pedido navideño formalizado y la clientela satisfecha. La comida estaba lista como cada día, la mesa del saloncito puesta y sopa humeando en los platos.
— ¿Sopa? —preguntó él.
— De pollo.
— ¿Y luego?
— Albóndigas de mi madre.
— ¿No podían ser fritas? Sabes que ese aguachirri no me gusta.
— Se acabó el aceite. He guardado unas pocas para freír mañana.
Salvador sorbía la sopa y observaba a Nati que seguía siendo otra. Sentada junto a él era más alta, ocultaba la mirada en los fideos y las manos en su falda. Un jersey verde de cuello alto la engullía casi por completo, pero la piel brillante un poco rojiza de su cara atraía los sentidos del hombre como un faro. Parecía esperar que Salvador dijera algo, pero no lo hizo y ella poco a poco fue recuperando la confianza.
El pescadero había cumplido el diecinueve de marzo, día de San José, cincuenta y tres años y desde los quince quería a Nati. Por eso creyó entonces que en nada ni nadie podría volver a emplear sus sentires. Como si la capacidad de amar se atrofiara de no cuestionarla, y la costumbre y el amor se confundieran tanto que al final no fuera amor, sólo costumbre. Y aunque tras lo ocurrido Nati estaba más atenta, como arrepentida, y le ofrecía servil arrumacos y caricias, Salvador no sentía. Miraba los ojos verdes ahora huidizos que tanto lo habían iluminado antes y ya no sentía. Pasada una semana besó a Nati como cada mañana antes de bajar a la tienda y percibió, nítido como una revelación, el vacío.
Como un destello, revivió su vida igual que un moribundo en su último suspiro. La infancia en el campo cerca de Llerena donde su padre era pastor de ovejas, y esquilador, y médico de bichos, que para todo servía el hombre. Luego la emigración al norte cuando aquello no daba para más y los cinco hijos necesitaron botas nuevas. Conoció a Nati recién llegados a Reus donde el pastor por mediación del tío Ramón había encontrado trabajo en una fábrica de piensos y abonos. Recordó el desaliento tras la peregrinación en tren correo desde Llerena hasta Madrid, desde Madrid hasta Zaragoza, desde Zaragoza hasta Reus. Recordó las maletas atadas con soga y las cajas de cartón, que hasta los pucheros pegados de hollín había cargado Gabina. Y recordó el vuelco que le dio el alma al mirar los ojos verdes de una niña peliroja que jugaba al elástico en el zaguán de su tía.
— ¡Salvador, trae pa cá los bultos! —la madre no tenía descanso— ¡Gabino, ayuda a tu hermano y deja de letrear, que no es momento!
La niña se rió de ellos, de su ropa de pana raída, las botas gastadas, el olor a chacina caliente y a oveja, de su manera de hablar, sí, y a pesar de todo Salvador la quiso sin remedio. Porque el muchacho siempre fue de carácter llevadero, obediente hasta el tuétano, conformado con todo lo que le traía la vida sin cuestionarse ningún porqué.
Y desde entonces vivió por ella y para ella. Primero trabajó de recadero, luego de peón albañil, de ayudante de tendero y, más tarde, apretando tornillos en la concesionaria de Citröen. Se casaron jóvenes, Nati quería alejarse de su casa y del dominio paterno. Al principio convivieron con la familia de Salvador, el pastor había muerto y Gabina les cedió su dormitorio de casada, ella no precisaba más que una cama mueble en la salita de estar. Pero Nati quería alejarse, alejarse de todo, por eso Salvador aceptó un trabajo extra, como guarda nocturno en la obra que regentaba un maestro albañil conocido de su padre. Así pudieron alquilar un par de habitaciones cerca de la Citröen.
— Total cariño ¡Con el trabajo tan tonto que tienes! Antes de irte a la obra te preparo un baño calentito y te echas una siesta, verás como así puedes —Nati lo engatusaba con su mirada de mar muy profundo, pareciendo calcular con cada gesto cómo de lejos estaría aquel futuro mejor que perseguía sin descanso.
Cuando lo ascendieron a oficial de primera y el sueldo aumentó algún duro, ella sólo pensaba en juntar unos ahorros y tener negocio propio en pocos años. Así, por medio de un cuñado, consiguió para el marido unas guardias mejor pagadas en la Feria de Muestras.
— ¡Hijo, de tan bueno, tonto! Deja ya al contratita que él no pensaría tanto en ti —a Nati no le costó vencer los escrúpulos del marido acariciando su espalda con las uñas rojas.
Así, después de años sin dormir y de mil carantoñas de la guapa pelirroja, pudieron comprar un negocio que se había quedado libre en su pueblo extremeño. Nati quería escapar, siempre quería, y Salvador no dudó en hacerse pescadero por ella.
Por todo aquello cuando Salvador supo que Nati ya no era suya, y dudando al fin que alguna vez lo hubiera sido, sintió aquel vacío y quiso morir. Le vino al salir del pisito, allí, en la entrada que tan bien había decorado ella con el cuadro de punto de cruz de una niña jugando al aro y la consola de caobina. Allí sintió el vértigo. Cuando creyó desfallecer, dio la vuelta y volvió al salón apoyándose en las paredes. Y se vio inmerso en una negritud de pizarra en la que destacaban con bordes brillantes todos los sucedidos de su vida. Le vinieron entonces todos los porqués enterrados desde aquella infancia lejana bajo una confianza ciega ¿Por qué no habían tenido nunca camilla si a él le gustaba sentir el calorcito del brasero en las piernas? El salón era una habitación bien distribuida, pero sin camilla, decía Nati que era más refinada una mesa baja delante del sofá frente al televisor. Recuperado, caminó hasta el dormitorio después de recorrer el pasillo de parquet que no le traía buenos recuerdos, la puerta estaba abierta y todo en orden. La cama de matrimonio, cabecero de raíz y colcha de raso salmón a juego con las cortinas, el tocador donde se alineaban los botes de Nati, el espejo, el ropero empotrado con puertas de cuarterones oscuros. En el baño se respiraba aún el vaho de su ducha caliente y la humedad le empañó la mirada. Nati estaba en la cocina con la radio encendida y canturreando al compás de “Cinco farolas”.
— ¡Qué susto me has dado! ¿Quieres algo? Creí que te habías ido —se entretenía en trajinar con la cafetera para así no mirar a su marido.
— ¿Por qué no tenemos camilla, Nati? Sabes que me gusta el calor del brasero —el pescadero tenía un aire diferente.
— ¡Mira que con lo que me vienes ahora! Si quieres camilla compramos una, vida mía, tu sabes que yo por ti…
Él salió de la cocina sin despedirse. Advirtió entonces, como si fuera nuevo, que tampoco había más dormitorios, ella no había querido incluirlos en la obra que hicieron al piso, prefirió mesa y aparador en la cocina y un comedor en el salón.
— Mira Salvador, cuantas más camas, más aprovechados se instalarán con nosotros. Y yo te quiero sólo para mí.
— Pero mi madre puede venir alguna vez a vernos.
— Pues ya le buscamos una cama mueble. A ella no le importa. De todos modos no creo que venga tan lejos, allí está muy bien con tu hermana Puri, que para una madre como una hija, nada.
Mientras Salvador cerraba tras él la puerta del piso pensaba en su madre, con su traje negro y el moño canoso. Seguía en Reus con sus hermanos y no había vuelto a verla desde que se instalaron en Ribera. Algunas cartas le envió al principio que Puri le leía, porque Gabina no sabía de letras, pero desde que su hermana puso teléfono se conformaba con llamarla a veces, al principio más, después sólo en Navidad y en el día de los difuntos.
Cuando la puerta se cerró tras él la vida había dejado de interesarle. Moriría. Tenía que buscar el mejor modo. Sólo le apenaba dejar aquel pisito que tantos sacrificios le había costado, así que tendría que terminar entre sus paredes. Tal cosa al menos decía Encarnación, una clienta estrafalaria que echaba las cartas y decía que era medium.
— Que sí Salvador, que a mí me despiertan cada mañana —le contó un día después de pedir un rape y medio kilo de chirlas.
— No diga usted eso, Encarna, por lo que más quiera. Mire que esta noche no duermo.
— ¿Y qué miedo pueden dar? ¿Pues no son como nosotros?
— Las ánimas benditas no son como nosotros, Encarnita. Que yo me toco, y me veo en el espejo —decía el pescadero refregando la sangre y las tripas del guante por los pelos de su antebrazo.
— ¡Ande usted, alma de cántaro! Sólo quieren que recemos por ellos, para irse cuanto antes.
— ¿Irse?
— Arriba.
— ¿Y si no?
— Se quedan donde terminan. Esperando que alguien les rece.
Así las cosas, lo haría en el pisito, no se imaginaba a Nati rezando jaculatorias y avemarías por su alma. Seguirían juntos en silencio, la observaría cada mañana al levantarse con los pelos revueltos y la boca seca, cada tarde vistiéndose para salir al paseo, y cada noche. Sí, moriría en su pisito.
El día amaneció soleado y frío, olía a castañas asadas y a la alegría de las primeras aguas. Era un día de otoño cercano ya a noviembre, de esos en que las mujeres van a los cementerios para encalar las tumbas de sus muertos. Salvador se levantó temprano, no quería prisas de última hora. Nati no estaba, se había ido el fin de semana a Toledo en un viaje de la asociación de mujeres y no llegaría hasta la noche.
Sacó el traje oscuro y lo planchó con esmero para tener buen aspecto cuando fuera sombra. Ya la tarde antes, al cerrar la pescadería, había ido al peluquero a que le diera un buen corte y le compró una colonia Varon Dandy para ver si así disimulaba el fuerte olor a pescado que lo acompañaba desde hacía años. Preparó el baño caliente y se sumergió en el agua espumosa con la conciencia tranquila.
— No le he hecho mal a nadie en toda mi vida y no creo que esta Nati mía sufra mucho la ausencia —se decía sacando los pies del agua y apoyándolos en los azulejos fríos. Le gustaba volver a sentir luego el calor húmedo cubriéndolos de nuevo.
Cuando el agua estuvo tibia salió de la bañera y se secó con atención. El pelo, las orejas, entre los dedos de los pies y las manos, el sexo del que lamentó, al verlo tan triste, que ya no le fuera a servir para mucho. Frente al espejo se afeitó procurando no hacerse cortes, un fantasma con heridas no tendría buena apariencia. Se lavó los dientes comprobando enseguida la blancura de su sonrisa y, después de vestirse, escribió:
“Querida Nati:
No te culpes por esto. Sabes cuánto te he querido y sin ti nada tiene sentido, por eso me voy. Sé que estaré bien, no te preocupes por mí. Te acompañaré siempre, aunque no puedas verme debes saber que estaré cerca velando por tu felicidad.
Hasta que Dios quiera. Siempre tuyo
Salvador
P. d. El recibo del hombre de los entierros lo tienes con los otros papeles.”
Colocando la carta sobre el televisor, junto a la muñeca charra que Nati había comprado en uno de los viajes de la asociación, respiró satisfecho. Luego fue a la cocina para preparar el banquete. Había elegido aquel domingo que le llegó como por obra divina, con su mujer fuera y la pescadería de fiesta. No recordaba haberse sentido así de seguro en años. Nunca antes quizá. Por primera vez tomaba decisiones propias y eso le hacía sentirse fuerte, como crecido. A pesar de todo un resto de duda lo acosaba, sería el miedo a lo desconocido, a lo que tenía que venir.
— No estará de más una ayudita hoy que es tu día —dijo algo asustado mirando al techo de la cocina mientras se ataba la cinta de un delantal de flores. Al levantar la vista observó complacido que los azulejos blancos brillaban limpios, que los platos de cerámica recuerdo de Talavera colgaban ordenados como debían y el almanaque de Explosivos Riotinto con la morena de Romero de Torres, la del brasero, estaba abierto por el mes de octubre.
Colocó dos cacerolas de buen tamaño en la hornilla. Las llenó a medias de agua y esperó con paciencia que ésta hirviera antes de añadir un puñado de sal. Luego sacó de la nevera medio kilo de gambas blancas de Huelva, otro medio de langostinos sanluqueños, cigalas de buen tamaño y almejas de Carril. Mientras se cocía el marisco, y sólo era esperar a que volviera el hervor, picó unos ajitos y los refrió con buen aceite de oliva, una guindilla, luego las almejas y un chorrito de limón. Poco tiempo, nada más abiertas las quitó del fuego y las volcó en una fuente honda para que la salsa no se perdiera. Enfrió el marisco que iba saliendo por tandas en agua con hielo y lo fue colocando, dándole una bonita forma, en las mejores fuentes.
Dobló con mimo el tapete de ganchillo y puso un mantel del ajuar de boda sobre la camilla reciente. Encendió el brasero eléctrico. Colocó las fuentes, platos, una copa fina y algo de pan para la salsa. Servilletas de tela y dos botellas de buen vino elegidas para la ocasión. También la foto de estudio que se hizo aquella vez Nati, y otra de sus padres tiesos como velas. Acercó una silla del comedor y se sentó cubriéndose las rodillas con la falda de velvetón sintético. Cuando notó el calor en las piernas se sintió reconfortado y mojó un pedazo de pan en la salsa de las almejas.
— ¡Mmm! Espero aguantar un poquillo porque esto está de muerte —se dijo relamiéndose las comisuras.
Antes de empezar rezó un padrenuestro y se encomendó al Altísimo. Enseguida peló dos cigalas y tres langostinos iniciándose pronto el picor en los dedos y el sofoco en la cara. Las gambas se las comía con piel, sólo arrancaba la cabeza que chupaba con apetito, según él estaban así más sabrosas. Para retrasar el ahogo que iba llegando bebió seguidas dos copas de vino blanco, frío, que aliviaron algo la cerrazón de la glotis y le produjeron un adormecimiento del ánimo que le ayudaría en lo que tenía que venir. Y continuó pelando, con los dedos hinchados como globos rojos, langostinos y cigalas. La respiración atravesaba su garganta como un silbido. Por fin, tragando con esfuerzo sobrehumano la última almeja, se llevó las manos deformes al pecho y espirando dijo adiós a la vida.
Hacía cosa de un mes se le habían acabado las ganas de vivir, al saber que su Nati lo engañaba con otro. Y es que los descubrió escondidos del mundo y de él, enredados, besándose febriles mientras cada uno rebuscaba el más recóndito lugar del amante. Aquella mañana del desencanto él había pensado abrir la pescadería un poco más tarde para ir al mercado central, ella lo sabía. Para el aniversario del negocio el pescadero quería género gallego que ofrecería en una rifa a la clientela.
— Habrá que ir viendo el precio del marisco, que las fiestas están al caer – había comentado la noche anterior a Nati mientras acariciaba su pelo rojo y la boca se le hacía agua.
— Sí, amor. Mañana. Ahora déjame dormir
Nati pasaba de los cincuenta pero parecía más joven. Salvador se preguntaba si sería por las cremas que se untaba cada noche, o por la manía de no comer. O quizá por no haber tenido hijos, nunca quiso, —ya hay demasiados niños tristes en el mundo— solía decir.
Por la mañana, funesto juego del destino, la camioneta blanca con letrero de “Pescadería Gutiérrez” no arrancó.
— Es el chiclé —el mecánico lo tenía claro.
— No me vengas con cosas raras, Joselito, y aligera que me quedo sin marisco y a ver qué comes tú en Nochebuena.
A pesar de todo Salvador estaba contento, en realidad siempre lo estaba y, ya que tenía que esperar decidió probar suerte con Nati. Subiría de nuevo a la casa, le pediría que lo acompañara. Remontó la escalera despacio, sin ruidos, fantaseando con darle un susto y reír un rato. Los tres pisos le pesaban en las piernas y la respiración se le alteró. Utilizó la llave con sigilo, su risa y los pasos sobre el parquet rechinaron sólo lo imprescindible avanzando por el pasillo hacia la luz del dormitorio. Al fondo la puerta estaba un poco abierta y le pareció escuchar la radio encendida.
— ¡Uah! —soltó alegre agarrado a la manilla de la puerta mientras la empujaba de sopetón.
Los cuerpos sobre la cama se volvieron como de piedra, tan rígidos, congelados en un nudo como un fotograma. La cabeza pelirroja de Nati se inclinaba hacia atrás y una fuerza indefinible le deformaba el pelo rizándolo en bucles que parecían olas. Sus ojos verdes no eran suyos y sus dedos se aferraban a aquella otra piel como nunca lo habían hecho a la de su marido.
Salvador no quiso saber. Con la respiración agitada y las manos temblorosas cerró la puerta, recorrió inseguro el pasillo y la escalera, dejó atrás el pisito, la pescadería, caminó hasta el taller y subió a la camioneta que arrancó a la primera, no escuchó a Josele gritarle desde lejos, no lloró, no pensó, y llegó al mercado central queriendo creer que todo había sido un mal sueño.
Después de lo ocurrido Nati no volvió a mirar los ojos de su marido. Ni siquiera cuando él llegó de vuelta a casa con las manos aún trémulas, con el pedido navideño formalizado y la clientela satisfecha. La comida estaba lista como cada día, la mesa del saloncito puesta y sopa humeando en los platos.
— ¿Sopa? —preguntó él.
— De pollo.
— ¿Y luego?
— Albóndigas de mi madre.
— ¿No podían ser fritas? Sabes que ese aguachirri no me gusta.
— Se acabó el aceite. He guardado unas pocas para freír mañana.
Salvador sorbía la sopa y observaba a Nati que seguía siendo otra. Sentada junto a él era más alta, ocultaba la mirada en los fideos y las manos en su falda. Un jersey verde de cuello alto la engullía casi por completo, pero la piel brillante un poco rojiza de su cara atraía los sentidos del hombre como un faro. Parecía esperar que Salvador dijera algo, pero no lo hizo y ella poco a poco fue recuperando la confianza.
El pescadero había cumplido el diecinueve de marzo, día de San José, cincuenta y tres años y desde los quince quería a Nati. Por eso creyó entonces que en nada ni nadie podría volver a emplear sus sentires. Como si la capacidad de amar se atrofiara de no cuestionarla, y la costumbre y el amor se confundieran tanto que al final no fuera amor, sólo costumbre. Y aunque tras lo ocurrido Nati estaba más atenta, como arrepentida, y le ofrecía servil arrumacos y caricias, Salvador no sentía. Miraba los ojos verdes ahora huidizos que tanto lo habían iluminado antes y ya no sentía. Pasada una semana besó a Nati como cada mañana antes de bajar a la tienda y percibió, nítido como una revelación, el vacío.
Como un destello, revivió su vida igual que un moribundo en su último suspiro. La infancia en el campo cerca de Llerena donde su padre era pastor de ovejas, y esquilador, y médico de bichos, que para todo servía el hombre. Luego la emigración al norte cuando aquello no daba para más y los cinco hijos necesitaron botas nuevas. Conoció a Nati recién llegados a Reus donde el pastor por mediación del tío Ramón había encontrado trabajo en una fábrica de piensos y abonos. Recordó el desaliento tras la peregrinación en tren correo desde Llerena hasta Madrid, desde Madrid hasta Zaragoza, desde Zaragoza hasta Reus. Recordó las maletas atadas con soga y las cajas de cartón, que hasta los pucheros pegados de hollín había cargado Gabina. Y recordó el vuelco que le dio el alma al mirar los ojos verdes de una niña peliroja que jugaba al elástico en el zaguán de su tía.
— ¡Salvador, trae pa cá los bultos! —la madre no tenía descanso— ¡Gabino, ayuda a tu hermano y deja de letrear, que no es momento!
La niña se rió de ellos, de su ropa de pana raída, las botas gastadas, el olor a chacina caliente y a oveja, de su manera de hablar, sí, y a pesar de todo Salvador la quiso sin remedio. Porque el muchacho siempre fue de carácter llevadero, obediente hasta el tuétano, conformado con todo lo que le traía la vida sin cuestionarse ningún porqué.
Y desde entonces vivió por ella y para ella. Primero trabajó de recadero, luego de peón albañil, de ayudante de tendero y, más tarde, apretando tornillos en la concesionaria de Citröen. Se casaron jóvenes, Nati quería alejarse de su casa y del dominio paterno. Al principio convivieron con la familia de Salvador, el pastor había muerto y Gabina les cedió su dormitorio de casada, ella no precisaba más que una cama mueble en la salita de estar. Pero Nati quería alejarse, alejarse de todo, por eso Salvador aceptó un trabajo extra, como guarda nocturno en la obra que regentaba un maestro albañil conocido de su padre. Así pudieron alquilar un par de habitaciones cerca de la Citröen.
— Total cariño ¡Con el trabajo tan tonto que tienes! Antes de irte a la obra te preparo un baño calentito y te echas una siesta, verás como así puedes —Nati lo engatusaba con su mirada de mar muy profundo, pareciendo calcular con cada gesto cómo de lejos estaría aquel futuro mejor que perseguía sin descanso.
Cuando lo ascendieron a oficial de primera y el sueldo aumentó algún duro, ella sólo pensaba en juntar unos ahorros y tener negocio propio en pocos años. Así, por medio de un cuñado, consiguió para el marido unas guardias mejor pagadas en la Feria de Muestras.
— ¡Hijo, de tan bueno, tonto! Deja ya al contratita que él no pensaría tanto en ti —a Nati no le costó vencer los escrúpulos del marido acariciando su espalda con las uñas rojas.
Así, después de años sin dormir y de mil carantoñas de la guapa pelirroja, pudieron comprar un negocio que se había quedado libre en su pueblo extremeño. Nati quería escapar, siempre quería, y Salvador no dudó en hacerse pescadero por ella.
Por todo aquello cuando Salvador supo que Nati ya no era suya, y dudando al fin que alguna vez lo hubiera sido, sintió aquel vacío y quiso morir. Le vino al salir del pisito, allí, en la entrada que tan bien había decorado ella con el cuadro de punto de cruz de una niña jugando al aro y la consola de caobina. Allí sintió el vértigo. Cuando creyó desfallecer, dio la vuelta y volvió al salón apoyándose en las paredes. Y se vio inmerso en una negritud de pizarra en la que destacaban con bordes brillantes todos los sucedidos de su vida. Le vinieron entonces todos los porqués enterrados desde aquella infancia lejana bajo una confianza ciega ¿Por qué no habían tenido nunca camilla si a él le gustaba sentir el calorcito del brasero en las piernas? El salón era una habitación bien distribuida, pero sin camilla, decía Nati que era más refinada una mesa baja delante del sofá frente al televisor. Recuperado, caminó hasta el dormitorio después de recorrer el pasillo de parquet que no le traía buenos recuerdos, la puerta estaba abierta y todo en orden. La cama de matrimonio, cabecero de raíz y colcha de raso salmón a juego con las cortinas, el tocador donde se alineaban los botes de Nati, el espejo, el ropero empotrado con puertas de cuarterones oscuros. En el baño se respiraba aún el vaho de su ducha caliente y la humedad le empañó la mirada. Nati estaba en la cocina con la radio encendida y canturreando al compás de “Cinco farolas”.
— ¡Qué susto me has dado! ¿Quieres algo? Creí que te habías ido —se entretenía en trajinar con la cafetera para así no mirar a su marido.
— ¿Por qué no tenemos camilla, Nati? Sabes que me gusta el calor del brasero —el pescadero tenía un aire diferente.
— ¡Mira que con lo que me vienes ahora! Si quieres camilla compramos una, vida mía, tu sabes que yo por ti…
Él salió de la cocina sin despedirse. Advirtió entonces, como si fuera nuevo, que tampoco había más dormitorios, ella no había querido incluirlos en la obra que hicieron al piso, prefirió mesa y aparador en la cocina y un comedor en el salón.
— Mira Salvador, cuantas más camas, más aprovechados se instalarán con nosotros. Y yo te quiero sólo para mí.
— Pero mi madre puede venir alguna vez a vernos.
— Pues ya le buscamos una cama mueble. A ella no le importa. De todos modos no creo que venga tan lejos, allí está muy bien con tu hermana Puri, que para una madre como una hija, nada.
Mientras Salvador cerraba tras él la puerta del piso pensaba en su madre, con su traje negro y el moño canoso. Seguía en Reus con sus hermanos y no había vuelto a verla desde que se instalaron en Ribera. Algunas cartas le envió al principio que Puri le leía, porque Gabina no sabía de letras, pero desde que su hermana puso teléfono se conformaba con llamarla a veces, al principio más, después sólo en Navidad y en el día de los difuntos.
Cuando la puerta se cerró tras él la vida había dejado de interesarle. Moriría. Tenía que buscar el mejor modo. Sólo le apenaba dejar aquel pisito que tantos sacrificios le había costado, así que tendría que terminar entre sus paredes. Tal cosa al menos decía Encarnación, una clienta estrafalaria que echaba las cartas y decía que era medium.
— Que sí Salvador, que a mí me despiertan cada mañana —le contó un día después de pedir un rape y medio kilo de chirlas.
— No diga usted eso, Encarna, por lo que más quiera. Mire que esta noche no duermo.
— ¿Y qué miedo pueden dar? ¿Pues no son como nosotros?
— Las ánimas benditas no son como nosotros, Encarnita. Que yo me toco, y me veo en el espejo —decía el pescadero refregando la sangre y las tripas del guante por los pelos de su antebrazo.
— ¡Ande usted, alma de cántaro! Sólo quieren que recemos por ellos, para irse cuanto antes.
— ¿Irse?
— Arriba.
— ¿Y si no?
— Se quedan donde terminan. Esperando que alguien les rece.
Así las cosas, lo haría en el pisito, no se imaginaba a Nati rezando jaculatorias y avemarías por su alma. Seguirían juntos en silencio, la observaría cada mañana al levantarse con los pelos revueltos y la boca seca, cada tarde vistiéndose para salir al paseo, y cada noche. Sí, moriría en su pisito.
El día amaneció soleado y frío, olía a castañas asadas y a la alegría de las primeras aguas. Era un día de otoño cercano ya a noviembre, de esos en que las mujeres van a los cementerios para encalar las tumbas de sus muertos. Salvador se levantó temprano, no quería prisas de última hora. Nati no estaba, se había ido el fin de semana a Toledo en un viaje de la asociación de mujeres y no llegaría hasta la noche.
Sacó el traje oscuro y lo planchó con esmero para tener buen aspecto cuando fuera sombra. Ya la tarde antes, al cerrar la pescadería, había ido al peluquero a que le diera un buen corte y le compró una colonia Varon Dandy para ver si así disimulaba el fuerte olor a pescado que lo acompañaba desde hacía años. Preparó el baño caliente y se sumergió en el agua espumosa con la conciencia tranquila.
— No le he hecho mal a nadie en toda mi vida y no creo que esta Nati mía sufra mucho la ausencia —se decía sacando los pies del agua y apoyándolos en los azulejos fríos. Le gustaba volver a sentir luego el calor húmedo cubriéndolos de nuevo.
Cuando el agua estuvo tibia salió de la bañera y se secó con atención. El pelo, las orejas, entre los dedos de los pies y las manos, el sexo del que lamentó, al verlo tan triste, que ya no le fuera a servir para mucho. Frente al espejo se afeitó procurando no hacerse cortes, un fantasma con heridas no tendría buena apariencia. Se lavó los dientes comprobando enseguida la blancura de su sonrisa y, después de vestirse, escribió:
“Querida Nati:
No te culpes por esto. Sabes cuánto te he querido y sin ti nada tiene sentido, por eso me voy. Sé que estaré bien, no te preocupes por mí. Te acompañaré siempre, aunque no puedas verme debes saber que estaré cerca velando por tu felicidad.
Hasta que Dios quiera. Siempre tuyo
Salvador
P. d. El recibo del hombre de los entierros lo tienes con los otros papeles.”
Colocando la carta sobre el televisor, junto a la muñeca charra que Nati había comprado en uno de los viajes de la asociación, respiró satisfecho. Luego fue a la cocina para preparar el banquete. Había elegido aquel domingo que le llegó como por obra divina, con su mujer fuera y la pescadería de fiesta. No recordaba haberse sentido así de seguro en años. Nunca antes quizá. Por primera vez tomaba decisiones propias y eso le hacía sentirse fuerte, como crecido. A pesar de todo un resto de duda lo acosaba, sería el miedo a lo desconocido, a lo que tenía que venir.
— No estará de más una ayudita hoy que es tu día —dijo algo asustado mirando al techo de la cocina mientras se ataba la cinta de un delantal de flores. Al levantar la vista observó complacido que los azulejos blancos brillaban limpios, que los platos de cerámica recuerdo de Talavera colgaban ordenados como debían y el almanaque de Explosivos Riotinto con la morena de Romero de Torres, la del brasero, estaba abierto por el mes de octubre.
Colocó dos cacerolas de buen tamaño en la hornilla. Las llenó a medias de agua y esperó con paciencia que ésta hirviera antes de añadir un puñado de sal. Luego sacó de la nevera medio kilo de gambas blancas de Huelva, otro medio de langostinos sanluqueños, cigalas de buen tamaño y almejas de Carril. Mientras se cocía el marisco, y sólo era esperar a que volviera el hervor, picó unos ajitos y los refrió con buen aceite de oliva, una guindilla, luego las almejas y un chorrito de limón. Poco tiempo, nada más abiertas las quitó del fuego y las volcó en una fuente honda para que la salsa no se perdiera. Enfrió el marisco que iba saliendo por tandas en agua con hielo y lo fue colocando, dándole una bonita forma, en las mejores fuentes.
Dobló con mimo el tapete de ganchillo y puso un mantel del ajuar de boda sobre la camilla reciente. Encendió el brasero eléctrico. Colocó las fuentes, platos, una copa fina y algo de pan para la salsa. Servilletas de tela y dos botellas de buen vino elegidas para la ocasión. También la foto de estudio que se hizo aquella vez Nati, y otra de sus padres tiesos como velas. Acercó una silla del comedor y se sentó cubriéndose las rodillas con la falda de velvetón sintético. Cuando notó el calor en las piernas se sintió reconfortado y mojó un pedazo de pan en la salsa de las almejas.
— ¡Mmm! Espero aguantar un poquillo porque esto está de muerte —se dijo relamiéndose las comisuras.
Antes de empezar rezó un padrenuestro y se encomendó al Altísimo. Enseguida peló dos cigalas y tres langostinos iniciándose pronto el picor en los dedos y el sofoco en la cara. Las gambas se las comía con piel, sólo arrancaba la cabeza que chupaba con apetito, según él estaban así más sabrosas. Para retrasar el ahogo que iba llegando bebió seguidas dos copas de vino blanco, frío, que aliviaron algo la cerrazón de la glotis y le produjeron un adormecimiento del ánimo que le ayudaría en lo que tenía que venir. Y continuó pelando, con los dedos hinchados como globos rojos, langostinos y cigalas. La respiración atravesaba su garganta como un silbido. Por fin, tragando con esfuerzo sobrehumano la última almeja, se llevó las manos deformes al pecho y espirando dijo adiós a la vida.