La prisión de Wandsworth, en el Sur de Londres era un establecimiento de alta seguridad que se ocupaba de atender a invitados de larga duración de Su Majestad la Reina. Mil trescientos presidiarios varones en una prisión de vanguardia, eso sí nos remitimos a la fecha de construcción en 1850. Apretujados en la parte trasera de la furgoneta Bedford de Dave el VD, nos encaminamos hacia el sur del río sin saber muy bien qué esperar. Nada más llegar nos topamos con una pequeña puerta solitaria en un enorme muro de piedra con torreones, que se alzaban sobre nosotros como las almenas del castillo de Macbeth. Un arrogante y despectivo oficial respondió a nuestra llamada al timbre con una no muy amigable expresión de bienvenida. Sí, estaban esperando una formación musical esa mañana, pero:
“Lo siento caballeros, definitivamente no se permiten ni perros ni mujeres dentro, muchas gracias”.
Jeannie y las Piranha Sisters, Paloma y Esperanza, tuvieron que darse media vuelta y llevar a Trouble a dar un largo paseo por el parque de Wandsworth Common. Las puertas, pesadamente, se abrieron con un gemido. Nos dirigieron a una entrada para la descarga y nos dispusimos a arrastrar el equipo bajo la muy atenta mirada de un par de guardias y su inquisitivo sabueso. Menos mal que negaron la entrada a Trouble, el perro policía tenía pinta de poder zampárselo de un bocado. Un par de presidiarios algo más mayores, con pelo cano y sonrisa ensayada, aparecieron de la nada y nos ayudaron con el equipo. Al poco reparamos, las bandas rojas en el brazo designaban a presos de confianza. Desde ese momento, todo nuestro contacto con lo oficial fue a través de ellos, incluyendo el continuo suministro de té aguado y galletas rancias.
Se nos condujo a una gran capilla abovedada de planta circular. Puedes apostar con seguridad que los victorianos habían dotado a su institución con un enorme espacio de culto, tan preocupados ellos por la salud espiritual de sus condenados. De modo que ésta iba a ser el espacio de nuestra ofrenda musical y, mira por dónde, qué mejor lugar para erigir el escenario que sobre el altar. La sacristía, donde el cura se ataviaba con sus vestimentas, era nuestro camerino. Y el cúmulo de ironías, paradojas y paralelismos empezaban a dibujar una inevitable sonrisa en mi rostro. A los diez años consideré seriamente abrazar la vocación del sacerdocio para dedicarme a una vida al servicio del Señor, y aquí estaba vistiéndome para formar parte de un tipo muy diferente de ritual. Habíamos preparado una liturgia especial para esta ceremonia en particular, y nuestra ofrenda expiatoria contenía tantas canciones relacionadas con la cárcel como podíamos: Jailhouse Rock, Out of Time, Junco Partner, y una especial ejecución de Riot in Cell Block Number 9. Lo cierto es que, conforme salíamos en fila al escenario, los nervios se apoderaron de nosotros más que nunca ante la incertidumbre de qué tipo de recepción nos esperaba.
“...Restablecido el orden, permanecían sentados, tensando sus imaginarios grilletes y echando miradas furtivas a sus vigilantes...”
Un completo y pétreo silencio nos dio la bienvenida conforme empuñábamos nuestros instrumentos y Joe presentaba la primera canción. Miré desde mi banqueta, y delante tenía una capilla llena hasta los topes, con un mar de rostros atentos, quinientos prisioneros, tal vez más, sentados en sus bancos de iglesia. La primera fila, ni a un metro y medio de nosotros, con un perímetro de guardias uniformados inclinándose sobre sus espaldas contra los muros laterales con indiferencia. Cierto era que nos dejábamos la piel siempre pero para este bolo íbamos dispuestos a dar el ciento uno por cien. Después de todo aquí estábamos un puñado de caras jóvenes, okupas, con toda la libertad que la vida podía ofrecer, tocando para un público entre el cual algunos tenían ante sí la dura realidad de veinte años o más tras las rejas. ¿Cómo compararlos con nuestro público habitual de clientes universitarios o los “tipos cool” del Club Speakeasy? Arrancamos con la primera canción como si no hubiera un mañana y os puedo asegurar que al terminarla el público estalló. Les encantó, pero había algo que no cuadraba del todo. Tan pronto como los aplausos y vítores empezaron, terminaron. Caí en la cuenta de que en esto también los presos estaban bajo órdenes muy estrictas. Los guardias alrededor del hall hacían sentir su presencia tras un minuto de aplausos y el silencio caía inquisidoramente una vez más sobre la capilla. Levantarse tampoco estaba permitido.
El set continuó. Joe estaba en plena forma y, sacando el máximo provecho de su continua lucha con un pie de micro inestable, rápidamente estableció una completa comunicación y entendimiento con el público. Nunca olvidaré las expresiones en las caras frente a nosotros. No estoy exagerando si digo que la mayoría de ellas parecían estar en trance. Imagínate enjaulado en ese gallinero día tras día durante años y de repente verte frente a un grupo de rock disparando toda su artillería por los cuatro costados. Conforme una canción seguía a la otra, algunos de los hombres se armaban de valor. No sé si era porque los seguidores más fanáticos del rock habían conseguido ponerse en las primeras filas o que se encontraban más alejados de los guardias, pero se empezaban a desmadrar, y podías verlos incapaces de permanecer sentados, colgados de cada palabra, sin perder punta de lo que estaba pasando. Hacia el final del set el pedal de mi bombo se rompió, lo que para Joe fue otra oportunidad para entablar conversación. Se había formado un ingenioso diálogo, y recuerdo gritos del tipo “¡sigue tomando esas pastillas!” y otras salidas en respuesta a las bromas de Joe. ¡Otra vez esa errónea suposición a la fuente de nuestra energía! En un momento dado un par de guardias bajaron y se quedaron cerca para recordar los límites. Restablecido el orden, permanecían sentados, restringidos por imaginarios grilletes, echando miradas furtivas a los guardias cuando, al final de la canción, recordaban dónde estaban. Un par de bises y eso fue todo. Hubiéramos seguido tocando todo el día si hubiera sido por nosotros, pero los tipos con bandas rojas en el brazo dejaron claro que se nos había acabado el tiempo. No estoy seguro en qué momento fue, pero una sospecha se fraguó gradualmente sobre los tipos de confianza. Aunque fueran prisioneros, quedaba claro que tenían privilegios especiales, ¡y empezabas a preguntarte qué habrían hecho para conseguirlos! Para cuando ya nos habíamos relajado y cambiado, acompañados de más litros de té, para bien o para mal, estos entusiastas ayudantes empezaron a verse bajo una luz distinta. Puede que una deducción injusta, ya que claramente no sabíamos nada del funcionamiento interno del lugar.
Cargamos la furgoneta, de nuevo bajo la minuciosa mirada de los guardias: tal vez pensaran que nos llevábamos a uno de los prisioneros escondido en el bombo, o quizás un par de candelabros en la funda de una guitarra, y salimos por la puerta principal para reencontrarnos con Paloma, Esperanza, Jeannie y Trouble. Como Clive observaría más tarde: "Nada como una audiencia cautiva”.
Sin duda, estaba en lo cierto. Para mí fue el bolo que más disfruté de todos.