Este texto es un fragmento de

Los Moya

Brais Cedeira

«Antes éramos los hermanos depravados. Luego, los que pretendían casarse. Pero nosotros solo nos queremos». Esta es una historia de amor a contracorriente, sin fronteras genéticas. Cuando llamé a Daniel y a Rosa María, ambos me dijeron que hacía muchísimos años que no desempolvaban los recuerdos más antiguos, los orígenes de una relación en apariencia imposible. Sin embargo, accedieron, y al día siguiente estábamos Mónica y yo en su casa de A Coruña. Nos recibieron con sus hijos, con los padrinos de la familia y vaciaron los recuerdos encima de la mesa. La frase de Daniel resume una relación tormentosa que ha hecho que muchos se separasen de su lado, que les lloviesen toda clase de burlas y de prejuicios. Todo eso les hizo más fuertes.

Daniel Moya Peña tiene 62 años. Rosa María Moya Peña, 58. Son hermanos y tienen dos hijos en común. Iván Moya Moya es el pequeño y tiene 23; Cristina Moya Moya es la mayor (31). Ella hizo abuelos a sus padres por partida doble en los últimos 10 años. Ahora un niño y una niña impregnan de alegría la casa.

Los hermanos Daniel y Rosa, han celebrado 40 años de amor sin legalizar, porque el Código Civil prohíbe la formalización de este tipo de relaciones. No se pueden casar. Es el único inconveniente que no han sorteado todavía. Nacidos como Adán y Eva, de la misma sangre, extraídos de la carne de una idéntica costilla, gritan al mundo el aniversario de su amor.

Hace años se les conocía como “Los hermanos de Cambre”, cuando vivían en esa aldea de la provincia de A Coruña, obnubilados el uno por el otro. Un lustro ha pasado desde que mudaron su residencia a un lugar más tranquilo y apartado, lejos de la atención mediática que les relacionaba directamente con aquella localidad. Allí, hace 25 años su vida era un estrés: les llamaban televisiones de todo el mundo y les invitaban a sus programas. Ya no quieren eso. Ahora su residencia se encuentra en Miño, a pocos minutos de Santiago de Compostela, una zona tranquila con playas formadas por pequeñas dunas. Viven en un piso sencillo, un bajo con cuatro habitaciones y una amplia cocina cuyas paredes están repletas de los retratos de ambos, de la época en la que el uno no sabía que existía el otro.

Celebran estos días que 40 años no son nada y que todavía les queda mucha vida juntos. Durante bastantes años no lo pasaron bien. Su amor les causó sensaciones agridulces y solo se tenían a sí mismos para apoyarse. Muy pocos llegaban a entender por qué dos hermanos se habían enamorado y habían decidido tener hijos. Es preciso remontarse más de cuarenta años atrás para comprender los entresijos de esta historia. Se trata de un amor, como el de los antiguos dioses griegos, que se sobrepone a los convencionalismos.



Así se enamoraron dos hermanos

Todo comenzó con el encuentro en una discoteca de Madrid. Años antes, Daniel se había marchado a hacer la mili a Marruecos. Cuando volvió ya era 1977, España iniciaba la democracia y se dirigió al que él recordaba que había sido siempre su hogar: Vallecas. Allí se crió solo, con su padre. “Él tenía muchos problemas con el alcohol; eso me hizo criarme en la calle y que aprendiese a cuidarme por mí mismo”.

Él tenía 22 años. Una de esas noches tras volver del servicio militar, Daniel salió de fiesta y conoció a una chica en la discoteca Xairo cuando la madrugada tocaba a su fin. Recuerda que sonaba la música de la Pantera Rosa. La pinchaban siempre que se encendían las luces y querían echar al personal. En esa primera ocasión no tuvo mucha suerte con aquella chica de 18 años, tez clara y pelo negro como el azabache a la que se dio a conocer. ¿Bailas? No, le dijo ella.

La semana siguiente salió de nuevo y el azar, caprichoso como él solo, hizo que se la volviera a encontrar, esta vez en Cerebro, un local ya desaparecido ubicado por aquel entonces en la calle Princesa. ¡Eh, qué tal!. ¿No me recuerdas? Soy el del otro día. Daniel tuvo más suerte esta vez. El amor ahí si floreció. “Nos tiramos cinco o seis meses juntos sin saber la verdad”, recuerda Daniel mientras ojea las fotos viejas de dos jóvenes enamorados.

Pasaron los meses y se siguieron viendo. Ella trabajaba limpiando en una casa del centro de Madrid. Un día, Daniel se ofreció a ir a buscarla para dar un paseo por la tarde.

-Bueno, voy a buscarte hoy a casa. ¿Por quién pregunto?

-Pregunta por Rosa María Moya Peña.

Daniel se quedó blanco.

-¡Pero si Moya Peña soy yo!

-No te creo.

Rosa bajó a la calle, todavía con la bata blanca con la que realizaba el servicio de limpieza y se llevó consigo su DNI. Los dos estaban nerviosos y asustados. Efectivamente, allí estaban: dos apellidos idénticos, el mismo lugar de nacimiento (Mieres, Asturias), dos rostros similares y dos hermanos perdidos que nunca se habían conocido, que no sabían que el otro existía hasta ese instante. “No pensé nada; me quedé frío”, recuerda Daniel. Sabía que tenía varios hermanos perdidos, según le había dicho su padre, pero nunca había imaginado que llegaría a conocerlos de ese modo.


Durante medio año no se volvieron a ver. Los dos tenían mucho sobre lo que reflexionar. Llegó un instante en el que decidieron arriesgarse. “Lo primero que piensas es que no puede ser y que aquello es un incesto. Pero en realidad, no te has criado con ella. Has tenido trato con ella como mujer. Llegó un momento que nos dijimos: aquí pasa esto”. Los dos reconocieron que el amor no podía detenerse. Pero no querían que nadie les conociera. Así que decidieron marcharse de Madrid. “Vivimos dos vidas. No queríamos que nadie nos reconociera. Ni en Madrid, ni en Galicia, donde estaba nuestra madre. Así que nos fuimos a Alicante”, explica Rosa.

Fue uno de los momentos más duros. Sin dinero, sin recursos, durante un año y medio se instalaron en la costa del Levante, trabajando en lo que buenamente podían. Allí nadie les podía identificar. Sin embargo, el calor de la zona le provocó a Rosa María unas agresivas migrañas que les hicieron replantearse lo de vivir allí. Decidieron mudarse a Galicia, una zona con un clima más suave y en donde, además, vivía la madre de ambos. Era el momento de no esconderse más y revelar su amor. En parte, era inevitable, recuerda Daniel. “Lo que sea, que sea. La puta verdad, con nombres y apellidos y para adelante. Ahí cayeron algunos amigos; que bueno, no serían tan amigos si se alejaron de nosotros”.






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