Este texto es un fragmento de

Más allá de las antípodas

Guillermo Lago Grau

Nada más llegar al backpacker, un inquietante escalofrío, provocado por la agradable sorpresa de lo que estaba viendo, se apoderó de mí. El complejo consistía en un edificio de tres plantas con forma de «L» que rodeaba a una piscina, que a su vez estaba rodeada por cómodas tumbonas y mesitas bajas. Para colmar definitivamente mi satisfacción descubrí en un rincón perdido del jardín una hamaca solitaria, que se balanceaba suavemente a la sombra de una de las dos grandes palmeras a las que estaba atada. Resultaba paradisíaco.

El edificio de la escuela en donde debía seguir mi curso de inglés se encontraba justo frente por frente del backpacker, algo que ya me habían explicado antes de venir, pero que me tranquilizó enormemente comprobar.

En torno a la piscina crecía un césped perfectamente cuidado, con pequeños parterres de exuberantes plantas exóticas y unas altísimas palmeras, ligeramente inclinadas a causa de los vientos dominantes que procedían del Océano Índico. El sitio no podía ser más idílico. No me costó ni un segundo imaginarme en aquella hamaca, fumándome plácidamente un porrito nepalí y con un zumo de mango en la otra mano.

Pero volvamos a mi llegada.

No es solo que el sitio fuese perfecto…, sino que además no menos de cien jóvenes de todas las nacionalidades imaginables bebían, corrían o hacían el tonto sobre aquel maravilloso césped. La escena era de lo más apetecible.

Pude distinguir a un grupo bastante numeroso de estudiantes con rasgos árabes que jugaban a un juego de mesa tipo Trivial. Todos reían estrepitosamente y parecía que se lo estaban pasando en grande. Asimismo pude ver unos cuantos jóvenes con rasgos asiáticos y, por supuesto, a una gran mayoría de estudiantes occidentales repartidos en diferentes grupos. Al acercarme un poco más también tuve la oportunidad de distinguir con claridad el idioma que hablaban: el francés. Oui, sin lugar a dudas el francés era el idioma predominante; había más estudiantes de Francia que de ningún otro país, estaban por todas partes.

Los árabes seguían riéndose a carcajadas, pero los franceses eran demasiados y estaban demasiado borrachos como para seguir hablando en inglés, y ya solo se dedicaban a gritarse los unos a los otros en su lengua materna. Un auténtico delirio. Así de entrada aquello me pareció un escándalo; divertido, pero un escándalo.

Cogí mi mochila y me dirigí hacia la recepción, despidiéndome antes del amable taxista que aún me esperaba en la entrada y que me había estado hablando durante todo el trayecto en este complicado dialecto del inglés que es el australiano. Sí, ya sé que el idioma es el mismo y que solo cambia el acento, pero preguntaros, ¿cuántas veces habéis hablado con un australiano? Hasta que llegué aquí eso era lo que yo pensaba, porque habiendo estado anteriormente en Irlanda y Canadá me sentía capaz de entender cualquier acento del inglés por muy cerrado que fuese. ¡Ja, eso creía!, tendríais que haberme visto la cara de imbécil que se me puso mientras hablaba con mi querido taxista australiano. Se me ocurrió preguntarle (después de un buen rato estudiando mentalmente cómo formularle la pregunta) que si Perth era una buena ciudad para vivir. ¡En qué momento! ¡El tipo estaba encantado de vivir en Perth! y, obviando por completo que la razón por la que yo estaba en Australia era precisamente para aprender inglés, cogió carrerilla y no paró de rajar en los treinta y cinco minutos de trayecto que separaban el aeropuerto del albergue.

Supongo que de vez en cuando el tío soltaría alguna broma, porque sin venir a cuento se echaba a reír mientras me observaba por el retrovisor. Yo intentaba seguirle la gracia y esbozaba una forzada sonrisa, pero cada vez que me volvía a mirar por el retrovisor, con esos ojos azules y pequeñitos que tenía, yo era más consciente de que el tipo estaría pensando que menudo gilipollas debía ser yo por reírme y seguirle la corriente, cuando en realidad no me estaba enterando de una mierda. Y tenía toda la razón.

El recepcionista del albergue resultó ser un hombre joven y alegre, de complexión atlética y un tanto nervioso. Creo que en los cinco minutos que estuve con él me enseñó los pulgares siete veces, todas ellas acompañadas de un efusivo sweet.

Por lo que tenía entendido sweet significaba dulce, así que de primeras el tipo me cayó bien –digo yo que porque me haría gracia que alguien dijera «dulce» enseñando los pulgares tantas veces seguidas.

Las paredes estaban decoradas con mapas y dibujos de colores que le daban un aire amigable al lugar. A la izquierda del mostrador de recepción había una pequeña sala con ordenadores y una mesa de billar. Cuatro jóvenes estaban echando una partida mientras bebían unas cervezas. Todo el espacio estaba bañado por la cálida luz del atardecer que se colaba por la ventana, y por un momento me vino a la cabeza una de esas escenas con jóvenes pandilleros de las películas americanas rodadas en Hawai (no sé bien por dónde me vino la asociación, porque realmente no tenía mucho que ver).

Yo estaba deseando encontrar por fin un momento tranquilo para poder sacar mi pequeño tesoro y fumarme el que seguramente fuese el mejor porro de mi vida. Mi habitación era la número diecisiete y la compartía con otros tres estudiantes. Me encontraba justo intentando entrar en ella, después de un buen rato en que no acertaba a meter la llave en la cerradura, cuando de repente se abrió la puerta de otra de las habitaciones y salió una chica bajita y de mirada divertida. Era atractiva de cara y muy morena, por lo que pensé que quizá podría ser italiana. Nos quedamos mirándonos unos segundos hasta que dijo:

  • —You are new here, right?

¡Ahora sí que sí! ¡Lo había comprendido todo! Después del episodio con el taxista ya me veía rollo autista, sin posibilidad de comunicarme con nadie.

  • —Yes, I have just arrived.

Creo que en ese momento los dos nos dimos cuenta del pedazo acento de la España profunda con el que la respondí. Elevando la voz un poco preguntó:

  • —Where are you from?
  • —I’m from Spain —contesté.

En ese momento la chica perdió todo ápice de cordura y se me tiró al cuello lanzando un grito ensordecedor. Al principio me asusté y todo… (uno nunca sabe cómo se van a tomar de dónde eres en un país tan alejado del tuyo), pero luego la entendí decir algo así como:

  • —¡Yo también, yo también!, ¿de dónde?
  • —De Madrid —respondí sorprendido.

Más gritos y más saltos y nuevamente más gritos. Agitaba los brazos sin cesar, como en un ataque de ansiedad. Estaba como loca. Me explicó que se llamaba María, que llevaba tres meses allí y que todavía no había coincidido con ningún español.

A mí me hubiera encantado quedarme un ratito más con ella para hacerla todas las preguntas que la quería hacer, pero de repente se volvió a poner histérica, me dijo que dejase mis cosas y que la acompañase porque quería presentarme a todo el mundo.

Con un gesto preciso y de puro virtuosismo me abrió en dos segundos la puerta que yo llevaba cinco minutos intentando abrir, y así es como conocí a dos de mis tres estupendos compañeros de habitación. Uno era japonés y no recuerdo cómo se llamaba, y el otro era un francés llamado Thomas, con el que entablaría muy buenas migas.

Pero en aquel momento nada podía detener a María. Se encargó ella misma de meter las maletas en la habitación y por poco no me deja ni darle la mano a mis nuevos compañeros. Tiró de mí con fuerza hacia afuera tan pronto como hubo metido mis cosas y tan solo logré pronunciar un tímido seeyoulater antes de desaparecer.

La distancia que separaba mi habitación del césped calculo que se podría haber recorrido en no más de diez segundos, pero a lo que se ve María tenía mucha gente por presentarme y a mí ese trayecto se me estaba haciendo eterno.

La primera que nos encontramos por el camino creo recordar que fue Charlotte, una inglesa de veintinueve años que trabajaba en el albergue a cambio de alojamiento. Era tan blanca como el yeso y yo no podía entender cómo después de cuatro meses alguien en Australia pudiese seguir así de pálido. Al principio no me inspiró mucha confianza (yo creo que debido precisamente a su blancura), pero más adelante terminaría convirtiéndose en un miembro indispensable del equipo fiestero habitual y una de las mejores amigas que hice en Australia.

Los siguientes en aparecer debieron ser mis queridos huevones mejicanos. ¡Qué cabrones! Recuerdo que nada más conocerles me invadió una sensación de bienestar, imposible de describir a alguien que nunca haya viajado solo por el extranjero. Yo quería aprender inglés y sabía que cuanto más me arrimase a los mejicanos (o a María) más difícil lo tendría, pero simplemente saber que hay alguien cerca que habla tu mismo idioma…, en fin, es algo que te reconforta más de lo que uno se imagina.

Mis queridos mejicanos se llamaban Luis y Martín y eran unos auténticos pendejos. Nada más presentarnos ya empezaron a advertirme, en español, claro está, sobre todos y cada uno de los presentes. Tenían un buen sentido del humor los muy hijos de puta; que si los japoneses del fondo eran todos gays porque nunca estaban con chicas… (decían que era algo que llevaban comprobando desde que llegaron), o que si quería follarme a alguien empezase por una de las suecas… (cosa que hice esa misma noche), y que de todos los franceses que estaban allí alojados solo merecían la pena dos o tres.

Fue entonces cuando María reapareció para proseguir nuestra ruta y aprovechó para decirme que no hiciese ningún caso a los mejicanos, que siempre estaban igual. Más adelante comprobaría que tenía toda la razón del mundo.

Después me presentó a un grupo de francesas más bien gorditas, sentadas alrededor de una mesa y trazando líneas imaginarias sobre un descomunal mapa plegable de Australia. La más regordeta de las tres, Leticia, era como la Cerdita Peggy, con unos enormes muslos y pequeños ojos marrones. La cara la tenía de un curioso color rosado y las manos pequeñitas, con dedillos con aspecto de morcillas. No debía medir más de un metro cincuenta. También estaban Chrystel y Mareen, dos chiquitas que siempre andaban juntas y a las que prácticamente no llegué a conocer. Chrystel llevaba gafas y una camiseta de Metallica y Mareen era como Leticia, solo que tímida y callada. Las tres me miraban con una sonrisa sincera y acogedora y formaban un curioso grupillo que normalmente no se mezclaba con los demás. Yo, mientras me despedía, las correspondí con la sonrisa más falsa que recuerdo haber puesto en mi vida.

Sería imposible recordar a toda la gente que María me presentó aquel día, pero es algo que nunca podré olvidar. Se portó conmigo como si fuese su amigo de toda la vida, no dejándome solo casi en ningún momento y preocupándose todo el rato por si yo no entendía algo o si me costaba seguir la conversación. Eso es algo que siempre la agradeceré.

No tardé mucho en darme cuenta de que en realidad sí era capaz de entender casi todas las conversaciones, e incluso alguna que otra broma. Mi problema era el vocabulario y esa dichosa manía de pensarlo todo en español. Cada frase que hacía me llevaba una vida formularla y en muchas ocasiones, cuando por fin sabía cómo decirla, el momento se había pasado y ya no tenía sentido. Eso me desquiciaba. Ir siempre por detrás; tener que mirar a María con un gesto de «no lo he pillado»; decir algo y tener que expresarlo con otros verbos, con otras palabras y, seguramente, con otro significado. De repente me arrepentía muchísimo de todas las pellas que había hecho durante las clases de inglés en el instituto. Envidiaba la manera en la que árabes, franceses, alemanes o italianos podían estar echándose unas risas y hablando tranquilamente entre ellos; sí, reconozco que me flipaba… ¡Y todo gracias al inglés!

Poco después me encontraría yo mismo formando parte de un corro de ocho personas de lo más internacional. Además de María y yo, estaban Nas, Maged y Jany, de Arabia Saudí; Jules y Claire, de Francia; y Paolo, de Italia. Estábamos jugando a un juego que llamaban one shot, y básicamente consistía en responder preguntas o realizar pruebas para poder librarte de tener que beber de un solo trago un vaso lleno del vino más barato y cabezón del Western Australia. O sea, si fallas, bebes. Las preguntas podían ser desde cuestiones de geografía a chorradas tipo: ¿a quién se folló Benjamín el miércoles pasado? La movida era que tú le hacías la pregunta a quien te la había formulado a ti, así que pronto comenzaron a surgir piques entre unos y otros. A medida que el juego avanzaba era evidente cómo disminuía alarmantemente el nivel intelectual de las preguntas y…, sobre todo, el de las respuestas. Las pruebas, por otro lado, solían ser más bien mezquinas. La primera que me tocó a mí consistió en acercarme a dos chicas —a las que ni siquiera conocía— y empezar a comerme sus patatas como si fuera la cosa más normal del mundo. Entre que yo quería encajar en el grupo y que ya llevaba un par de preguntas falladas (con sus respectivos vasos de vino), lo hice sin pensármelo dos veces; me levanté y me dirigí hacia ellas. Creo que las sonreí y todo mientras me comía tranquilamente sus patatas. A lo lejos se oían las carcajadas de mis nuevos siete amigos resonando por todo el jardín. Después de aquello, los árabes me empezaron a llamar the crazy spanish y se reían cada vez que me veían. En aquel momento no podía encontrarme más a gusto. Fue entonces cuando mire a María y le propuse lo que llevaba pensando desde hacía un buen rato:

  • —Oye…, ¿y si nos hacemos un porrito?

La tía flipó, claro, y le faltó tiempo para aceptar encantada. Yo no pude aguantarme por más tiempo y aproveché la ocasión para contarle la alucinante experiencia que el día anterior había vivido en el aeropuerto internacional de Malasia, haciendo escala hacía Perth.





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