Este texto es un fragmento de

Matérica

Antonio María


El hombre de la barba blanca

 

¿Qué había ocurrido? ¿Dónde se encontraba? Indefensión. Era la palabra perfecta para definir su estado de ánimo, independientemente de la palpable sensación de terror que le envolvía. La oscuridad era total. Sentía una gran presión en sus muñecas y tobillos y no se podía mover. Tenía algo puesto por la cabeza, como un saco o una bolsa que le impedía respirar correctamente y le hacía sentir más aterrorizado que deducir que estaba atado a una silla y se encontraba completamente indefenso. Le habían secuestrado, le habían privado de su libertad y no alcanzaba a comprender quién podría querer algo de él con tanta vehemencia como para colocarlo en una situación tan desalentadora. Todo había sucedido tan rápido que apenas había sido consciente del suceso. Había salido de trabajar un poco tarde. Tenía un puesto importante de mucha responsabilidad que a veces le robaba demasiado tiempo de su propia vida privada. Ahora, desgraciadamente, se arrepentía de no haber aprovechado más esos momentos y no haber estado haciendo otra cosa. Alguien se le había acercado por detrás al intentar entrar en su Audi A3 y le había golpeado con un objeto contundente. No quedó inconsciente, pero sí considerablemente aturdido. Notó como su atacante lo arrastraba por el suelo del aparcamiento subterráneo y lo metía en un vehículo cercano medianamente grande; posiblemente una furgoneta. Luego, su secuestrador se percató de que aún estaba despierto y volvió a golpearle dándole un puñetazo. Esta vez las tinieblas sí se apoderaron de su mente. Nunca había estado tan aterrorizado. Era la primera vez en toda su vida que sentía que había muchas posibilidades de que el fin de sus días se encontrara alarmantemente cerca. Pensó en su mujer y en sus hijos. En lo que iban a sufrir todos ellos con su desaparición. Se trituraba el cerebro intentando encontrar una razón para todo aquello, pero no alcanzaba a comprenderlo. Le parecía que todo carecía de sentido. Tenía un empleo estable y bien remunerado, cosa bastante difícil hoy en día, pero no era rico ni nada parecido. Así que el trabajo que le había encargado a sus agita- das neuronas no estaba sirviendo para gran cosa. Sentía cada una de las gotas de sudor que en ese momento recorrían su rostro. No sabía que una persona pudiese sentir tanto miedo. De pronto alguien apartó la bolsa que le impedía ver y un torrente de luz artificial sacudió sus encogidas pupilas como agua a borbotones. Un individuo se encontraba colocado a contraluz de una lámpara de pie que enfocaba su rostro sin ningún tipo de concesión.

–¿Quién eres?

Silencio.

–¿Por qué me has traído aquí? ¿Qu.. qué quieres de mí?

Silencio.

–¡Exijo que me dejes marchar ahora mismo! ¿Por qué haces esto?

Una enguantada mano sujetó su rostro con fuerza obligando al secuestrado a observar unos ojos azules de mirada malévola que se asomaban a través de una máscara de cuero negro.

–Lo hago porque es lo justo –dijo el enmascarado con voz de ultratumba.

Un hombre que podía estar cerca de los sesenta años contemplaba aquel lugar. La situación, y su condición de inspector de policía, hacía que, como siempre en estos casos, pensara de manera analítica. El pasaje era estrecho, oscuro. No podía ser de otra forma para un lugar tan siniestro. Cuatro tramos de escalera, de cinco escalones cada uno, descansaban sobre el empedrado del pavimento, arrastrándose lánguidamente a través de todo su recorrido. A aquellas horas la única luz que regaba el lugar provenía de una sola farola colgada de una pared y le confería un estatus aún más maligno si cabe. Casi podía palparse el hedor a orín en aquel sitio que otrora había sido testigo de la inmundicia humana y ahora se convertía en guardián silencioso de ciudadanos de ética dudosa y  personas amedrentadas caminando a toda prisa. No muy lejos, el sonido del viento entre los árboles y algunos trinos de pájaros anunciaban un pronto amanecer. Su nombre, El Callejón de la Inquisición, hacía vagar  la mente hacia territorios inexplorados de miseria, traición y crueldad. Había formado parte en la antigüedad del patio central del Castillo de San Jorge, situado a pocos metros, que fue baluarte de supuestos salvadores de la humanidad. Evocaba los oscuros fines para  los que sirvió aquel pasadizo que, actualmente, conecta la calle también llamada San Jorge con el hermoso Paseo de la O del famoso barrio de Triana en Sevilla.  Los condenados por herejes eran conducidos por allí hasta el río, donde una barca les esperaba para enviarlos a su fatal designio: las llamas purificadoras que acabarían con sus vidas en la zona hoy conocida como El Arenal. Por los pasillos del castillo, a finales del siglo XV, habían deambulado multitud de desgraciados que la iglesia inquisitorial había tenido a bien convertir en culpables de herejía, demonios del infierno. En 1554 hubo una crecida del río. El agua, como si de un castigo divino se tratase, dejó bastante maltrechas las cárceles y diversas partes del castillo y con el tiempo hubo que trasladar a los prisioneros a otro lugar por serios problemas de espacio. Toda esa parte de la historia de la ciudad parecía haber quedado cincelada en las paredes de aquel lugar.

 Colgado de la farola había un cadáver. Una leve corriente de aire que se arrastraba por el arco al final de la galería, proveniente del río, balanceaba el cuerpo suavemente, proyectando una sombra mortecina sobre los muros que delimitaban el callejón. Como un ruido ensordecedor en el silencio de la noche, el crujir de la soga al moverse parecía proclamar a los cuatro vientos que la ley de Lynch seguía vigente en pleno siglo XXI. El inspector Vinuesa examinaba al hombre de la barba blanca con el hastío que le producían sus más de veinte años de profesión. Éste a su vez observaba al policía, aunque el hecho de estar abierto en canal confería cierta falta de pasión a su mirada. La noche estaba siendo fría, sobre todo húmeda y en aquella ubicación, junto al Guadalquivir, aún más. A lo largo de su carrera muchas habían sido las veces que habían tenido que levantarle de la cama, pero eso no hacía que acabara de acostumbrarse a ello y además, cuanto más tiempo pasaba más duro le resultaba hacerlo. Lo peor de todo era que el descubrimiento de un cadáver colgando de una farola en aquel siniestro lugar, significaba que alguien había asesinado a ese pobre individuo y además había querido hacerlo de dominio público. La víctima era un hombre de unos cincuenta años, de complexión delgada aunque algo atlética. Debía medir unos 180 centímetros de altura y tenía el pelo y una poblada barba completamente blancos. Estaba colgado del cuello, desnudo, y había bastantes posibilidades de que hubiera muerto del severo traumatismo de su abdomen antes de llegar a alcanzar aquella posición. Le habían abierto como a un cerdo en un matadero y lo más increíble era que el asesino había decidido que sus tripas estarían mejor en algún otro lugar, a priori, no demasiado cercano, ya que ni estaban en el cuerpo, ni en las inmediaciones. A espera de la autopsia, todo esto daba a entender que probablemente no lo habían matado allí, porque si hubiese sido así, ingentes cantidades de hemoglobina deberían dibujar un macabro estampado en las paredes circundantes.

Aquellas reflexiones las hacía Vinuesa observando el cuerpo mientras esperaba a que llegara el juez para hacer el levantamiento del cadáver. Debía esperar las conclusiones del forense antes de llegar a las suyas propias, así que hasta ese momento todo eran conjeturas. Mientras tanto su ayudante, el subinspector Rogelio Narváez, se retrasaba y se preguntaba cuando le daría al buen hombre por aparecer por allí. Luego recordó que el día anterior, aquella misma noche realmente porque eran las cuatro de la mañana, había estado ayudando al agente Solís en el caso de la desaparición del fotógrafo tres días atrás y se había ido tarde a casa. Se trataba de Felipe Tor, director del Instituto Andaluz de la Fotografía. Era misterioso que alguien como él desapareciese. No era rico, por lo que difícilmente lo habrían secuestrado para pedir un rescate y nada hacía pensar que hubiera desaparecido por voluntad propia. Su familia estaba desquiciada. Habían contratado detectives privados en un intento desesperado por encontrarlo. Sin embargo, lo cierto era que hasta el momento no había servido de mucho. La policía estaba peinando la ciudad, pero era como encontrar aquella famosa aguja del pajar.

Hasta ese momento no se le había ocurrido que el cadáver pudiera pertenecer al fotógrafo. No había visto fotos del caso, así que si era él no podría reconocerlo. Sin embargo, su ayudante sí podría hacerlo. En ese instante, el sonido del Megane de Rogelio interrumpió sus pensamientos cuando aparcó en doble fila en la calle San Jorge irrumpiendo en el silencio de la noche.

–Buf, inspector –dijo Rogelio mientras se acercaba con paso parsimonioso –¿qué ha pasado aquí? Ni siquiera me ha dado tiempo de dormirme.

–Lo siento Roge –respondió Vinuesa– ya sabes cómo es esto. Cuando el deber nos llama no hay ningún tipo de concesiones.

–Joder, es cierto. Bueno, ¿y qué tenemos aquí?

–Pues ya lo ves. Alguien quiere que nos divirtamos haciendo de Sherlock Holmes. Lo cual me  recuerda que estoy demasiado viejo para esto. Necesito que reconozcas el cadáver y me digas si este pobre desgraciado es Felipe Tor. Sólo llevaba la cuerda del cuello puesta cuando lo encontraron.

El subinspector se acercó más y mirando hacia arriba examinó con detenimiento la situación.

–¡Dios mío. Es espeluznante! No es él, inspector. Esta víctima es otra persona.

–¿Estás seguro?

–Créame. He examinado las fotos que nos ha proporcionado su familia muchas veces y este hombre no es quien aparece en ellas. Menos mal que a estas horas no hay nadie por la calle. Habrá que reforzar el cordón policial. Está todo demasiado a la vista.

Quince minutos después, el cuerpo había sido descolgado y el juez había hecho su trabajo. Una ligera llovizna comenzó a caer sobre el suelo sevillano, fría como el hielo. El inspector se refugió en su abrigo y encendió un cigarrillo para entrar en calor, pero un escalofrío recorrió su espalda y pensó que de nada le iba a servir matarse un poquito más con el tabaco.

Con el cadáver en el suelo, pudo percatarse de algunos detalles que se le habían escapado antes. El muerto tenía las yemas de los dedos cortadas, rebanadas hasta casi enseñar el hueso. Era evidente que el asesino no tenía prisa porque identificaran a su víctima. Si nadie denunciaba su desaparición o si resultaba ser algún indigente, todo se complicaría de una forma demasiado cansina para su gusto. De todas formas, Vinuesa consideraba aquella opción como poco probable. Tomarse tantas molestias para asesinar a un pobre sin techo no tenía mucho sentido. Además, en principio y dejando a un lado las laceraciones a las que su cuerpo había sido sometido, un primer vistazo a aquel individuo le hacía intuir que no sería así. Estaba en un estado lamentable, pero su experiencia en estos casos le había hecho observar más allá de la sangre coagulada y los hematomas visibles. Aquel hombre tenía una piel cuidada. No parecía mostrar estragos causados por la luz del sol y las uñas de sus pies y de su manos, las pocas que le habían quedado tras la carnicería de sus dedos, no tenían tierra ni suciedad como solía ser normal en estos casos. En instantes, el olor a humedad que impregnaba el ambiente se intensificó de forma considerable y la lluvia comenzó a caer con más fuerza. No se encontraba con ánimos para pensar en ningún otro detalle relacionado con el caso en aquel momento, así que el policía se refugió bajo el arco en el que acababa el callejón y finalmente encendió su cigarrillo después de todo.

Un mes después, el sol venció su eterna batalla contra el ejército de nubes que había estado asediando la ciudad durante varias semanas y amaneció un día espléndido. El invierno comenzaba a retirar sus vientos grises y su sol triste y una incipiente primavera hacía su aparición por cada rincón de la ciudad, con sus colores vivos y su olor a calor tan característico. Las muchachas volvían, como cada año, a mostrar esos centímetros de piel que durante tantos meses habían permanecido ocultos, manteniéndose sólo al alcance de afortunados amantes y de fríos espejos incapaces de mostrar asombro ante belleza alguna. Las bicicletas parecían haber parido descendencia y los carriles bici de las zonas más concurridas estaban plagados de ellas, como si de calles de algún país asiático se tratasen. Los bares volvían a estar atestados y era imposible encontrar una terraza libre en un día de fiesta. La gente tenía ansias de calle, como siempre, y había abordado la urbe como si llevara enclaustrada dos mil años.

Aquel día, Bruno Díaz se encontraba en el Jazz, un local muy agradable situado en la calle Trajano, pegadito a la Alameda de Hércules, con una taza entre sus manos, refugiándose en el agradable olor del aroma del café. Leía el periódico tranquilamente, dando sorbos con parsimonia, mientras las briznas de humo que emanaban de su necesaria dosis de cafeína diaria se deshacían en las alturas. Como en la mayoría de los casos en los que un diario se ponía a su alcance, se indignó bastante al comprobar que las páginas dedicadas a la cultura eran pocas y, por contra, las de deportes casi ocupaban medio periódico. Al parecer al público le seguía interesando más que el Sevilla fuera por delante del Betis, o que el Barça fuera a ganar la liga, que una crítica de cine o un comentario sobre una exposición de pintura. Estaba acostumbrado a esas cosas, pero no podía evitar sentirse molesto con ello. Miró su reloj y comprobó que aún era pronto para que su cita llegara. Había quedado con su amigo Tony para ayudarle a colgar unas lámparas en su casa. Tony no era precisamente un manitas y constantemente le pedía ayuda en el bricolaje doméstico. Inesperadamente, el sonido de la puerta del establecimiento al abrirse llamó su atención y el sujeto de sus pensamientos apareció en ese momento en el umbral, con sus ojos escrutadores yendo al encuentro de alguien.

–Increíble –dijo Bruno– es la primera vez en los años que te conozco que llegas antes de tu hora.

–Sí –respondió Tony–, es que he salido antes para comprar lo que me dijiste.

–¿Has comprado los ganchos?

–Sí, pero nos va a costar trabajo ponerlos. El techo del salón parece de granito.

–No te preocupes.

Tony era un tipo simpático. Algo inseguro y muy amigo de sus amigos. A Bruno le caía bien y las escapadas que hacían ellos dos y sus respectivas parejas de vez en cuando, había terminado forjando una relación de amistad muy especial.

–¿Cómo está Nora? –preguntó Tony.

–Bien, esta noche no ha tenido fiebre. Vaya semanita que ha pasado la pobre. Menudo gripazo.

–Inma y yo queremos ir a verla.

–Cuando gustes.

–Bueno, vámonos quillo, que estoy deseando terminar con esto y tomarme unas cervecitas.

–No voy a poder acompañarte. En cuanto acabemos, tengo que pasarme a ver a Juanito. Me ha llamado y dice que tiene algo que me va a encantar.

–¿Pero, ahora tiene la galería abierta? Creía que sólo abría por la tarde.

–Para mí, sí.

–De acuerdo.

Juanito en realidad era Juan Cartaya, un contratista de arte muy amigo de Bruno, que poseía una galería en la calle Zaragoza, en el centro de la ciudad, con la que se estaba haciendo de oro. Llevaba mucho tiempo deseando hacerle un buen regalo por lo mucho que le había ayudado con sus contactos para poner el local en marcha. Al parecer había encontrado algo perfecto. Bruno era fotógrafo. La fotografía era su pasión. Probable- mente era de las personas que más sabían en el sur de España de técnicas fotográficas del siglo pasado. Pero, por encima de todo, era un artista inconformista con el desarrollo de la fotografía moderna y reivindicaba que hacer una foto era algo más que apretar un botón o comprarse una cámara digital. Estaba enfrentado a la mitad del gremio por sus ideas y sus trabajos eran de una originalidad tan fantástica, que en numerosas ocasiones sus obras no eran comprendidas por los supuestos entendidos del medio. Para él la fotografía tenía que ser química, como un trabajo alquímico, y decía que lo digital no era fotografía, que era otra cosa diferente, a la que, a falta de un nombre mejor, habían asignado la nomenclatura de su arte. Pero a pesar de todo, hasta el momento desarrollaba este arte intermitentemente, por lo que para ganarse la vida se dedicaba a la publicidad. Esta actividad muchas veces llegaba a ser frustrante por la absurda exigencia de su clientela pero, al fin y al cabo, tenía que comer y pagar sus facturas. Se levantó de su asiento y pagó su café.

Al salir del local vio en la pared de  la acera de enfrente un cartel que llamó su atención. En él figuraba en letras negras sobre fondo blanco:

EXPOSICIÓN FOTOGRÁFICA

HENRI CARTIER-BRESSON

MOMENTOS DECISIVOS DE  UN MAESTRO

Sala Cajasol. Del 10  mayo al 9 de julio

–Buf, lo que me faltaba por ver. –dijo Bruno.

–¿Qué pasa?–respondió Tony– ¿Conoces a este tío?

–No en persona, murió. Henri Cartier-Bresson es uno de los principales precursores de la fotografía que a mí no me gusta hacer.

–Te refieres a los que tú llamas “reportajeros”.

–Exacto. Él creía en lo que bautizó como “el instante decisivo”, es decir, un momento culminante en el que Dios toca a un individuo con su varita mágica y le pone la fotografía perfecta en bandeja. De hecho, él en su currículum tiene muchos momentos de esos. Pero ha quedado demostrado que muchos de sus “instantes decisivos” no eran tales y estaban preparados. En los últimos años de su vida se dedicó a la pintura, posiblemente por algún sentimiento de culpabilidad reprimido me parece a mí.

–¿Cómo consigues que tus charlas fotográficas me parezcan siempre interesantes?

–No sé. Seré un genio orador.

Primer interludio

Sevilla. Reino de Castilla. 8 de agosto de 1391

Llovía. Con la fuerza de un mar embravecido. Como un castigo de la Providencia que tan vehementemente la Iglesia Católica había considerado que había que defender con sangre de inocentes. Aquel fraile loco, Ferrant Martínez, bien cegado por su ineptitud o simplemente por un odio visceral a todo lo diferente, había sido el artífice del comienzo de aquella matanza, escupiendo su bilis e inculcando su locura al populacho por donde quiera que desparramara sus venenosas palabras. El seis de junio de aquel mismo año comenzaron los disturbios. Al rey de Castilla, Enrique II, le llegó la noticia de forma demoledora: el pueblo de Sevilla había tomado la Judería y capturado a todo aquel que no fuera cristiano. El aljama había quedado destruido y muchos judíos habían muerto. La triste realidad fue que el término “muchos” no hacía justicia a lo que realmente había ocurrido. Casi fue un genocidio. Mediante una devastadora crueldad la gran mayoría de los judíos fueron asesinados en una repugnante vorágine de linchamientos en masa.

Mas la vida, incluso en las situaciones de mayor adversidad, se siente caprichosa y era en aquel momento, dos meses después, cuan- do había tenido a bien  recompensar a una pareja judía, que la fortuna había concebido el milagro de dejar con vida, con un nacimiento. Había creado un ser en medio del caos absoluto. La contundencia de la lluvia ahogaba el sonido del llanto de la criatura y el escondite era seguro. Y, por primera vez en muchos días, en el epicentro de una tormenta de verano, aquellas dos personas derramaban lágrimas de felicidad en medio de una oscura noche, esperando los funestos días que, con toda seguridad, se avecinarían.

Fin del interludio

El trabajo en casa de Tony se alargó más de lo esperado, así que cuando llegó a la galería de Juanito eran casi las tres de la tarde. Llamó a la puerta de cristal sin usar el timbre de la puerta y a los diez segundos el rostro de roedor del galerista apareció tras ella, con sus gafas de montura de pasta anticuadas y su sonrisa bobalicona.

–Hola, Bruno  –dijo–. Sí que has tardado.

–Lo siento, Juan, no he podido venir antes.

La galería era un local de unos ciento veinte metros cuadrados, distribuidos en dos plantas. Las paredes siempre estaban llenas de obras. Todo se veía limpio con una pulcritud que rayaba la perfección. En el aire flotaba un agradable olor a cera derretida e incienso aromático, mientras una música suave ambientaba la estancia con Vivaldi y su ciclo estacional armonizando el acto casi sagrado de contemplar una obra de arte. En aquel momento había una exposición de una chica asturiana que se dedicaba a formar figuras pegando papel de periódico a un lienzo. No estaba mal, aunque cuando veías cinco cuadros se volvía un poco monótono.

–Bueno, ¿qué es eso tan interesante que quieres enseñarme?

–Ya verás, pasa a mi oficina.

La oficina también estaba llena de cuadros, aunque no expuestos, sino apoyados sobre cualquier superficie libre que pudiera haber, contrastando con el orden y la limpieza imperante en el exterior, al otro lado de la puerta de aquel despacho.

–Ha llegado a mis manos una obra que creo que no te dejará indiferente. Se trata de un trabajo muy parecido al que tú haces. Es una fotografía.

–Veámosla.

Juanito, sacó de detrás de su escritorio un lienzo de unos 50x70 centímetros. Encendió una lámpara que tenía en la mesa y puso el cuadro bajo su luz. La imagen consistía en un paisaje rural, compuesto por una iglesia que se encontraba en lo alto de una loma. Un camino de tierra bordeado por naranjos en flor constituía el único acceso al templo. Bruno reconoció enseguida aquel lugar. Era la Ermita del Desamparo. Una iglesia a medio camino entre Sevilla y el pueblo de Cazalla de la Sierra, ubicada entre montañas y que era objeto de continuas peregrinaciones. Los naranjos eran una licencia artística del autor. Había estado un par de veces allí y no los había visto. Tanto la iglesia como la montaña eran fotografías. El resto del lienzo se había mantenido virgen con el fin de completarlo con los demás materiales. Los árboles parecían pintados al óleo. Un intenso color rojo oscuro cubría la mayor parte del cielo, mientras que en el camino había algo que hacía las veces de tierra con un color entre marrón y burdeos que Bruno no pudo identificar. Toda la obra se debatía entre tonos ocres, naranjas y rojos.

–Impresionante.

–¿Te gusta?

–Sí, mucho, pero pensaba que sólo yo hacía fotografías como ésta.

–Pues ya ves que no.

–¿Quién te la ha vendido?

–Eso es lo increíble. No lo sé. Hace algo más de dos semanas un tipo se puso en contacto conmigo mediante mi página web. No sé quién es. Me mandó imágenes del cuadro por correo electrónico. Acordamos un precio, no muy elevado, me mandó la obra y ya está. Todo fue muy rápido. No la pagué hasta que estuvo en mi poder. No está firmada.

–¿Y para qué querría dar a conocer este trabajo si no va a dar su nombre?

–Lo ignoro, pero no me importa. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi sorprendido por un cuadro. Quiero regalártelo.

–No puedo aceptarlo.

–Me temo que tendrás que intentarlo.

Bruno estaba sentado en el salón de su casa observando el cuadro apoyado sobre el respaldo de una silla. Se sentía absolutamente fascinado. La obra era de una calidad técnica insuperable. El autor había utilizado el nitrato de plata de una forma muy eficaz. Parecía que tenía nociones de alquimia por la facilidad manifiesta en la utilización de la materia para formar su obra. La silueta de la iglesia se recortaba perfectamente sobre aquel extraño cielo rojo oscuro. Le resultaba imposible identificar qué había utilizado en el cuadro. Lo que más le intrigaba era el color del cielo. Se había utilizado pigmento de un color encarnado, pero parecía mezclado con algo más y le daba un aspecto pastoso y pesado, inyectando a la fotografía una sensación de asfixia, como si la iglesia estuviera sumergida en una piscina de agua sucia. El camino de piedra que dirigía la visión del espectador hasta el templo, parecía compuesto de un empedrado de color tierra rojiza con un aspecto de lo más misterioso. Se moría de ganas por diseccionar aquella obra y examinarla. Pero no le gustaría que a un cuadro suyo le hiciesen eso, por lo que resistía sus impulsos estoicamente. Por otra parte se sentía muy bien por haber recibido el regalo de la fotografía por parte de Juanito. Era gratificante ver que alguien había llegado a la misma conclusión que él. El hecho de haberse puesto en contacto con Juanito para dar a conocer su obra, daba a entender que quién fuera el autor conocía también su trabajo. El galerista había hecho varias exposiciones de las fotografías de Bruno y quería  pensar que eso había inspirado al artista a hacer el suyo propio. Lo que era extraño era no firmar con su nombre. No alcanzaba a comprenderlo y se preguntaba si sería alguna maniobra publicitaria de su trabajo. Bruno estaba cansado de no ser reconocido en los círculos fotográficos puristas como lo que él pensaba que era: fotógrafo después de artista. Sus obras se podían tocar. Sus negativos no eran elementos inamovibles. Sus fotografías no estaban obligadas a reflejar la realidad. Sus ideas no eran de ese tipo y carecían por completo de alguna connotación conservadora. Afortunadamente, no todo el mundo pensaba de la misma manera. Su novia, Nora, era una fiel administradora de la fuerza de su talento. No concebía su arte sin ella. En los siete años que llevaban juntos, había sido un pilar fundamental en el camino que un día, siendo muy pequeño, decidió recorrer. Se habían conocido en Tavira, Portugal, una pequeña ciudad del Algarve que se le antojaba como la cuna de la mayor parte de sus proyectos. El discurrir lento de los minutos en aquel lugar hacía que su mente le transportara a niveles creativos desmesurados. Resultaba curioso que hubiera tenido que ir a un país extranjero para conocer a una persona de su misma ciudad natal, que se convertiría en el amor de su vida. Lo que sentía por ella era como un tren de mercancías desplazándose a toda velocidad por una vía en línea recta. Su pelo negro azabache, su sonrisa y el sonido jovial de su voz, desataban en su interior la pasión que todo ser humano debía experimentar en algún momento de su existencia. Con aquella situación, su creatividad artística no tenía parangón alguno.

Había conseguido transmitirle a ella lo que sentía por la fotografía, sus técnicas, los secretos del laboratorio, todo. Con el paso del tiempo se había convertido también en una fotógrafa de talento. Juntos habían dado talleres de fotografía por varios puntos de Andalucía con bastante éxito y los conocimientos que Nora había llegado a conseguir resultaban increíbles considerando que antes de conocer a Bruno su contacto con el medio había sido mínimo. Fue en ese mismo momento; llegó hasta sus fosas nasales ese olor a perfume que tan conocido le resultaba y se percató de que  su musa había entrado en la habitación. Se colocó detrás de él y le puso una mano encima de la cabeza, acariciando su cabello suavemente.

–Es bueno, ¿verdad? –dijo casi en un susurro.

–Mucho –contestó Bruno– estoy impresionado.

–¿Crees que el autor te conoce?

–No lo sé, pero es evidente que conoce mi trabajo bastante bien. Parece realizado con técnicas muy parecidas a las que nosotros utilizamos.

–El color del cielo es intrigante.

–¿Y qué me dices del camino? ¿Cómo habrá conseguido esa textura?

–No lo sé, pero te conozco, estás deseando desmenuzarlo todo para averiguarlo.

Habían pasado más de cuatro semanas desde la noche de los hechos. El forense hizo un trabajo minucioso con el cadáver del callejón, pero, más que aclarar el crimen en algún punto, lo que hizo fue complicarlo. La víctima había muerto aproximadamente unas seis o siete horas antes de ser encontrada, lo cual situaba los hechos alrededor de las diez o las once de la noche según el médico forense. El inspector Vinuesa se sentía abrumado por lo confuso que se había vuelto todo y no sabía por dónde empezar. La policía científica había examinado el lugar donde se encontró el cuerpo con extrema precaución y no había encontrado ninguna pista. El asesino había elegido a su víctima con inteligencia, ya que hasta el momento nadie había denunciado su desaparición. Aquel hombre no había muerto desangrado por sus heridas, como él había pensado en un principio, ni por la soga que tenía al cuello.  Habían encontrado en sus pulmones selenium, un producto químico que se utilizaba para muchas cosas, por lo que tampoco aclaraba demasiado. Sus intestinos habían sido extraídos meticulosamente pero estaba ya muerto cuando le realizaron la intervención. No había forma de identificarlo, así que pronto habría que ponerse en contacto con los medios para intentar darle una identidad con la ayuda de la ciudadanía. Sin embargo, eso era peligroso porque las circunstancias de la muerte harían que cundiera el pánico. El cuerpo aún se encontraba en el depósito de cadáveres a la espera de recibir nombre y apellidos, pero era una situación que no podría alargarse eternamente. Estaba cansado, llevaba dos días en los que apenas había dormido pensando en el caso. Su mujer, Soledad, tampoco le ayudaba demasiado. Tenía el mal hábito de proponerle siempre hacer cosas estúpidas cuando se encontraba enfrascado en un caso importante. A veces se preguntaba qué había pasado con aquella muchachita de diecinueve años de la que se había enamorado en la facultad. El tiempo causa más estragos en el ser humano que los meramente estéticos. Estaba con- vencido de que su esposa se había convertido en su suegra. En ocasiones era incapaz de diferenciar la una de la otra cuando las imaginaba en su mente. Con todo, menos mal que todavía tenía a su “amiga especial”, Dolores, que le hacía olvidar cualquier mal trago que la bruja de Soledad tuviera a bien hacerle digerir. Poco tiempo le duraba esta forma de pensar y siempre se arrepentía de ello. Después de todo a su mujer la quería, lo que pasa es que era demasiado cargante para el cerebro de un inspector de policía, que tiene que estar constantemente concentrado y ella le estresaba sobremanera.

De pronto alguien llamó a la puerta de su despacho interrumpiendo sus pensamientos.

–Pase –dijo Vinuesa.

–Buenos días, inspector –el rostro de Rogelio apareció tras el umbral de la puerta. Su ayudante tenía mala cara. Era evidente que ninguno de los dos había descansado bien.

–Buenos días, Roge –respondió Vinuesa– te veo mal. ¿Estás enfermo?

–En absoluto. Sólo estoy cansado. Mi chiquilla no ha dormido bien hoy y nos ha tenido en vela toda la noche a mi mujer y a mí.

Rogelio era un hombre de 29 años. Era alto. Medía casi un metro noventa y sus años en el gimnasio le habían convertido en un auténtico Goliath. Carecía completamente de cabello en su cabeza y tenía la costumbre de dejarse una fina perilla que le daba un aspecto algo diabólico. Su tono de piel, un ápice más oscuro de lo habitual, denotaba su herencia marroquí y unos profundos ojos verdes causaban estragos entre las féminas del departamento. El inspector admiraba su tenacidad y su confianza en sí mismo y pensaba que era el mejor ayudante que había tenido en toda su carrera. Desgraciadamente, ni siquiera eso estaba sirviendo de mucho en este caso.

Cuanto más tiempo pasaba, mayor era la frustración que sentía. No alcanzaba a comprender como era posible que hubiera tan pocas pistas. Era vital que descubrieran quién era el cadáver. Ese conocimiento le abriría alguna puerta por la que poder discurrir en la solución de este asunto. En sus años en el cuerpo se había encontrado alguna vez en aquella situación, pero no durante tanto tiempo. Puede que fuera culpa suya. Los años no pasan en balde, y menos para él. No era precisamente un prototipo de hombre sano, no se cuidaba demasiado y no sentía esa agilidad mental que tenía a los treinta años. Ni tampoco física, evidentemente, casi doblaba ya esa edad y su colesterol y el autocastigo del tabaco a sus pulmones no ayudaban. Resultaba curioso que hubiese acabado trabajando para la policía. Él quería ser profesor. Enseñar era algo por lo que siempre había sentido una gran atracción. Las circunstancias habían hecho que el tapiz de su vida se tejiera de una forma diferente. A pesar de todo se sentía satisfecho de cómo había transcurrido su azarosa existencia. Volvió a leer el informe del forense detenidamente. La víctima había sido fotografiada por completo, prestando especial atención a todas y cada una de las heridas que se diseminaban por todo su cuerpo. En una de las fotografías de la base del cuello, aparecían múltiples arañazos y cortes realiza- dos con un bisturí o cualquier otro instrumento punzante. El forense había descubierto que el asesino había formado dos letras con esos cortes: “CB”.

–Rogelio –dijo Vinuesa.

–Dígame, inspector.

–¿Me acercas la lupa que hay en el cajón de tu escritorio?

–Por supuesto.

Su ayudante sacó el utensilio requerido del cajón y se lo entregó. El inspector Vinuesa pasó sobre la imagen el cristal de aumento y pudo comprobar más detenidamente que, efectivamente, eran dos letras perfectamente marcadas.

–Es extraño, ¿no le parece, inspector? –dijo Rogelio.

–Y que lo digas. ¿Qué demonios puede significar “CB”?




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