Este texto es un fragmento de

Mi hogar es cualquier parte

Carla Fibla García-Sala

Levantarse por la mañana, llenar la nevera, dejar a los niños en la escuela, acudir al trabajo, preocuparte por los amigos, llamar a los familiares o salir a tomar algo para ponerse al día son acciones que pueden formar parte de nuestra rutina.
 
Así es como nos sentimos conectados con la sociedad en la que vivimos, percibimos que formamos parte de una masa que se mueve por diferentes espacios, en los que, además, cada individuo toma decisiones que siempre forman parte de un todo. Pero ese movimiento no es uniforme, porque la realidad cotidiana no es igual para todos. Hay muchas formas de levantarse por la mañana, de llenar la nevera… depende del contexto en el que vivimos cada uno de nosotros.
 
Las personas que, de forma consciente, un día hicieron las maletas para tener una vida mejor en otro lugar, o los que al convertirse en adultos se dieron cuenta de que no nacieron en el lugar que siempre han considerado su casa, que nunca han dejado de sentir como tal, son etiquetadas como «los otros». No cumplir exactamente con los patrones del que tienes al lado te convierte en alguien diferente, el que tiene una historia o un pasado que no responde con los parámetros «habituales». Y ante esa diferencia, la reacción es, por un lado de autodefensa y reclusión entre los que han seguido un camino similar al mío, sin haber nacido en el lugar donde decidieron crear un nuevo hogar; y los que, consciente o inconscientemente, les observan con cierta distancia, preguntando y juzgando, porque su naturaleza les lleva a marcar la diferencia.
 
Es una situación enquistada, en la que unos insisten en no declararse racistas, aunque sus comportamientos denoten que lo son, otros aseguran sentirse integrados, a pesar de que reconozcen que no siempre les tratan con respeto; y la mayoría nos movemos en una escenografía bien medida y delimitada, que permite una convivencia muy mejorable.
 
La clave está en el interés por «el otro» y en reconocer la ignorancia con la que a menudo juzgamos u opinamos sobre los demás. Estar dispuestos a que nos sorprendan, a compartir, dar y recibir, forma parte de un cambio de mentalidad que desde hace décadas plantean algunas asociaciones locales de personas migrantes, o que aparece recogido en estudios académicos que nos permiten conocer el origen de un comportamiento estático.
 
No se trata de encontrar los puntos en común, la tranquilidad de confirmar que hay aspectos en los que coincidimos, sino de permitirnos estar y disfrutar de todo lo que «el otro» tiene que aportar a la sociedad. Para llegar a ese punto es necesaria una mirada colectiva o otra individual en sintonía, porque la percepción y sensibilidad con la que nos acercamos a personas que han tenido que superar situaciones complicadas o que se enfrentan a una realidad vital que se escapa de los parámetros que establecen las normas ordinarias y habituales; será lo que nos permita avanzar en la convivencia.
 
Existen una serie de términos manidos y muy manipulables bajo los que se ha logrado crear una realidad que no debería satisfacer a nadie. Las referencias sobre lo que debería conllevar una buena integración se quedan siempre cortas ante una realidad que pide a gritos una actualización, más información, menos intermediarios para que cada uno sea capaz de opinar con conocimiento y, sobre todo, escuchar y dialogar más.



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