Este texto es un fragmento de

No te hundas, Johnny

Borja Figuerola

Lunes







Sunday morning brings the dawn in

It’s just a restless feeling by my side

 

Cómo le gustan los domingos por la mañana, sobretodo en ese instante de recién despertar cuando suena la canción que tenía reservada en el primer puesto de su casete. La Velvet Underground le arranca de su sueño y la voz de Lou Reed le da los buenos días.

Johnny se regodea en la cama. Siente el aroma de sus sábanas usadas con ese olor tan característico como sólo huelen sus sábanas usadas. Nunca ha entendido por qué la gente prefiere unas sábanas limpias con olor a suavizante o a jabón de Marsella, son demasiado impersonales. Según él, unas sábanas deben hacerse al cuerpo de la misma forma que el cuerpo a ellas; es una relación íntima la que se establece entre un cuerpo y las sábanas de su colchón. Johnny necesita marcar sus sábanas como un animal marca su terreno, son horas de sueño y trabajo.

Bosteza como si quisiera poner a prueba la elasticidad de la piel que rodea sus labios, y da los buenos días al mundo. Se quita las legañas del ojo derecho y después las del izquierdo, y entonces parpadea. Ordena a sus pupilas que calibren la luz que entra por la ventana, pero están perezosas. Por suerte hoy es domingo y la ciudad se empereza con él. 

¡PLONK! ¡PLONK! ¡PLONK!

Mierda, hoy no es domingo, piensa, pues a juzgar por esos ruidos de obras en el piso de arriba, hoy es lunes. Maldita sea, se ha dormido... parece que ayer también se le olvidó cambiar de hora el despertador, y entonces sentencia que los lunes son el día más prescindible de la semana.

Johnny salta de la cama, entra en la ducha y gira la manecilla para descubrir que es demasiado tarde, han cortado el agua. Se viste unos tejanos y la primera camiseta aparentemente limpia que encuentra (hoy toca la de Green River, que quede claro), pulsa el botón de stop del radiocasete junto a la cama, le dice adiós a Tad, y sale escopeteado del apartamento.

Baja al trote los cuatro pisos sin ascensor, sale a la calle y la mañana soleada de mayo le da la bienvenida a lo que intuye va a ser un gran día. Si la vida es un bocado, la salsa está ahí afuera. Hoy sí tendrá oportunidad de vivir todas esas emociones que cuentan sus canciones preferidas, de hacer suyas las palabras de tantos otros. Pero por ahora, se limita a caminar hasta la parada del autobús en Gran de Gràcia.

Johnny sube al bus y mira sin disimulo a su alrededor, busca a alguien con la mirada, tal vez a aquella chica que coge el mismo autobús que él a las nueve y veinte, con la que nunca ha hablado pero ha imaginado tantas veces que lo hacía hasta llegar a conocerse, gustarse, incluso a quererse, y entonces su destino sería el mismo y la conversación la mantendrían desayunando en la terraza de un hotel de una bellísima ciudad llena de pedante romanticismo...

Johnny no está enamorado, él no sabe lo que es eso.

Lo aprenderá, pero todavía no.

Johnny tiene predisposición para las pajas mentales. Además, éste no es el autobús de las nueve y veinte, pues ha quedado claro que se ha dormido, así que baja del bus en Comte d’Urgell y recorre a pie los pocos metros que le separan de su destino. Llegas tarde, pero procura que no se note, tú procura que no se note, se repite una y otra vez, y entra.

— ¡Buenaaassss!

Le gusta aparecer así, aunque sea el día más ¡malaaassss! de todos.

—Llegas tarde, Johnny.

Oh, te han pillado.





Johnny trabaja en una pequeña librería. Hace pocas horas por la mañana, o ya quisieran porque son demasiadas las veces que llega tarde. Un día cualquiera su jefe le despedirá, pero por suerte no le conoce personalmente, así que no se toma muy en serio su trabajo. Johnny sólo sabe que hay alguien que manda, que tiene mucho dinero, y que probablemente no lo haya ganado vendiendo libros, pero esto son sólo suposiciones. En cualquier caso, estamos de acuerdo en que hay una sutil diferencia entre llegar tarde a trabajar, y entre que te dé igual hacerlo.

Y hoy ha llegado tarde.

— Perdona, pero no, Johnny llega justo cuando se lo propone.

Y le da igual.

—Claro, lo olvidé —sin tomarle en serio—, ¿por qué no te propones ahora sacar los libros de aquellas cajas y colocarlos en la estantería bien ordenados?

Hay una montaña de cajas apiladas en un rincón, pues hoy es lunes, y siempre llega mercancía los lunes.

—Encantado de hacerlo, Lluís, yo por ti, lo que haga falta —y le enseña su gran sonrisa después de hacer pumpum con el puño sobre el pecho, donde se encuentra el corazón.

Lluís es el cargo intermedio, justo entre el jefe ausente y los vendedores. Conoce el negocio al dedillo y está sobradamente preparado para ser el máximo responsable pese a su desorganización aparente, y Johnny desearía que así fuera. Le cae bien, pese a sentir que en ocasiones se ve obligado a marcar distancia entre cargos; seguramente se trate de una orden directa. Johnny cree que ante la presencia del jefe, Lluís cambia incluso su tono de voz, algo que sin duda aprendió a hacer en sus años mozos cuando era profesor de matemáticas en un reputado colegio de la ciudad. Pero su calmado temple no pudo hacer frente a jóvenes adolescentes con bolsillos y bocas llenas.

Bolsillos, del dinero de sus padres.

Bocas, de palabras malsonantes.

Dinero de sus padres + palabras malsonantes = poco respeto.

Pese a aprender a dominar su diafragma y respiración, Lluís requirió de asistencia psicológica. En el primer trimestre del nuevo curso, una sesión a la semana. En el segundo, dos. Durante el tercer trimestre iba cada tarde de seis a siete, claro que según las suposiciones de Johnny, a lo que iba realmente era a mantener relaciones sexuales sobre el diván. Suposiciones aparte, Lluís escogió su salud mental sobre su vocación, y terminó trabajando en una librería bajo las órdenes de un hombre serio, aparentemente tranquilo, sin experiencia previa en el mundo del libro pero que paga sueldos y facturas puntualmente y deja trabajar sin molestar (palabras del propio Lluís, que quede claro). Visto así, el socio capitalista ideal, piensa Johnny.




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