Este texto es un fragmento de

Quiero aprender

Juan Miguel Pascual

Capítulo 1

La primera infancia y el incomprendido adolescente
            Todo comienzo en un análisis de la conducta humana pasa por la primera infancia, y éste no es una excepción. Sabemos que los cuatro primeros años de vida marcan la personalidad, los miedos y la capacidad creativa, social y emocional del ser humano. Es en esos momentos, mientras las páginas del libro aún están por escribir, cuando debemos hacer un gran esfuerzo por llenar esas hojas de una escritura uniforme, estable y consecuente. Y es que, en resumen, nuestro modo de comportamiento adulto vendrá determinado por las expectativas que nuestro entorno haya tenido sobre nosotros cuando éramos niños. Tanto para bien como para mal.
            ¿Qué relación tiene un niño de dos años con un adolescente de catorce? No son tan distintos. De hecho, comparten más semejanzas y analogías que diferencias.
            Tal es el propósito de este primer capítulo. Acercar el mundo adolescente correlacionándolo primero por los primeros tres años de vida. Conocerles un poco mejor y, quizá así, poder obrar en consecuencia, tanto para nuestro beneficio, como el suyo propio.

El niño/adolescente como entidad propia
            El respeto a la infancia es un concepto relativamente nuevo para la humanidad. En su día los espartanos tenían una peculiar forma de ver a los neonatos: válidos o no válidos. La elección la hacía un denominado «consejos de sabios». Si el niño era considerado apto, se le dejaba vivir y se le preparaba, ya desde sus primeros meses de vida, para un futuro lleno de guerras y batallas. Si no era apto, se le tiraba por un barranco. Era un estorbo para la ciudad.
            Pero en realidad no hace falta retrotraerse tanto. Mismamente, en plena revolución industrial, el niño no era más que una fuerza futura de trabajo en las fábricas.  Una semilla, débil, sí, pero a su vez un eficiente peón, en situación de esclavitud laboral,  en pos del progreso y la producción en masa.
            Entre estos dos contextos históricos hay milenios de distancia, pero ambos tienen un elemento común: el niño no es un ser en sí mismo, sino una etapa de transición, ya sea un «obrero en pequeño» que trabaja en las fábricas, ya sea un «guerrero en pequeño» que se entrena con sudor y sangre. No es niño. Es algo (nunca alguien) sin apenas valor que tarde o temprano será un hombre. Un molesto intermedio antes de tener un ciudadano útil para los intereses del estado.
            Por desgracia, no son fantasmas del pasado. A día de hoy, en menor escala, ocurre en muchos lugares del mundo, incluidos los países a priori más avanzados y civilizados. Y no sólo afecta a los niños, sino también a los adolescentes, a los cuales no se les ve más que a niños inmaduros que «juegan a ser adultos», sin respeto por las normas y sin ningún tipo de valores ni lógica racional.
            La realidad y la psicología evolutiva nos demuestran lo equivocado de esta percepción general. Si bien es cierto que entre un niño/adolescente y un adulto hay grandes diferencias, no podemos negar también que dentro de esas mentes rebeldes todo tiene su razón de ser. Existe un motivo para cada acción loca del adolescente, un objetivo para cada contrarréplica a la autoridad. Muy al contrario de lo que se nos quiere hacer creer, no es un periodo de inconsciencia, sino de duras luchas internas, miedo y confusión.
            Tanto el niño como el adolescente dejan una etapa (bebé/niño) para adentrarse en otra desconocida e inquietante (niño/adulto). No es un proceso fácil, y en la mayoría de los casos se sienten muy solos. Nadie les entiende, nadie les escucha. Se presentan desnudos al campo de batalla, y las únicas palabras que les dirigen sus mayores son para criticarles o decirles que maduren ya de una vez.
            El niño, en torno a los dos/tres años, pasa por la denominada «etapa oposicionista», que no es otra cosa que un «no» constante a las ordenes y peticiones del adulto. Pero no es un «no» de lucha, sino de reafirmación. Está adquiriendo los cimientos para pasar de ser un bebé obediente a un niño con personalidad propia. Necesita decir que no para demostrarse a sí mismo que también tiene una opinión, aunque pueda no coincidir con la de sus idolatrados padres.
            El adolescente, a su vez, pasa por «la edad el pavo», donde, a juicio de su entorno una alta probabilidad de lo que diga o alga serán incongruencias y ofensas a la autoridad propias de la etapa. Es uno de los momentos en el que muchos padres y madres miran al cielo y exclaman fuera ya de sus casillas: «¿Por qué tuve hijos?»
            Esperemos que el hijo o hija en cuestión no lo oiga, pues el niño no se rebela por maldad, y el adolescente tampoco. A veces no somos realmente conscientes del daño que pueden ocasionar nuestras palabras.
            Recordemos por un momento ese periodo que va aproximadamente desde los trece a los dieciocho años. ¿Qué sentíamos? ¿Cómo lo enfocábamos? Cada persona es un mundo, pero una gran mayoría lo recordará como una época intensa y llena de emociones. De esperanzas, sí, pero también de muchas decepciones. Y, en algunos casos, de soledad e incomprensión.

El miedo y la capacidad de adaptación
            Y es que, la primera característica del adolescente no es la ira, la apatía y la rebeldía... sino el miedo. Miedo al cambio, al futuro, al «¿qué será de mí?» Al igual que el niño de tres años tiene unas respuestas emocionales a las del adulto (pasando de la risa al llanto en cuestión de segundos, siendo éste un estado muy intenso pero breve), el adolescente no ve tan claro su futuro como sus padres y mayores. Sí, de acuerdo, hay que estudiar para tener un trabajo en el futuro y ganar dinero; hay que ser consecuente...  siempre y cuando eso no vaya por encima de mi máxima prioridad. De mis propios miedos.
            Todos y cada uno de esos miedos pasan por la aceptación social. No sólo es una etapa de búsqueda de pareja y punzantes desencuentros amorosos, sino que a su vez surge la figura del líder de grupo, creando así la necesidad de homogeneidad en valores y actitudes sociales. Este líder de grupo no tiene por qué ser una persona cercana, otro amigo o amiga de su misma edad. Muy al contrario, personalidades tan dispares como cantantes, músicos, deportistas e incluso mafiosos y pandilleros de poca monta ocuparán tan idolatrado rol.
            ¿Nexo común en la figura de líder? Personalidad con éxito en su trabajo/ocupación, dinero y publicidad (conocido(a) por la sociedad, tanto para bien como para mal). Resulta curioso este hecho, pues en realidad lo que estos chavales ven no es sino una parte de su vida (el lado público y glamuroso), sin darse cuenta de que, en el caso del músico, por ejemplo, ha necesitado de años y años de práctica, duro trabajo y superación de obstáculos y dificultades. Todos esas dificultades y retos que su imberbe fan número uno no hace sino evitar a toda costa.
            Pero lo cierto es que, al final, todo acaba en un cambio, y no siempre para mejor.
            El adolescente debe adaptarse a este hecho, que, le guste o no, él o ella no ha elegido, sino que le viene impuesto. Si todos(as) tus amigos(as) tienen novia(o), si todos(as) ellos(as) tienen un grupo de «salidas, fiesta y desmadre», ¿qué opción te queda más que adaptarte, seguir la corriente, luchar por encajar como una pieza más del puzle?
            No estoy justificando esta actitud, y de hecho no la comparto en absoluto, pero eso no significa que no ocurra en un altísimo porcentaje de casos. No nos vamos a engañar. Todos, en mayor o menor medida, lo hemos vivido. Es parte de la obligada transición de ser simplemente individuo a pasar a persona, de dejar de ser una oveja más del rebaño a pasar a ser tu propio pastor y guía[1]
 
            Volvamos al tema inicial: el MIEDO, con mayúsculas. Lo invade todo. Miedo a no dar la talla, a no resultar atractivo(a) e interesante para esa persona que tanto te gusta; a quedarte descolgado(a) del resto. En una situación así, en la que el miedo a la soledad es tu único motor, ¿a quién le importa todo lo demás? No quieres que nadie te dirija, te agobian las responsabilidades, los «piensa en tu futuro» y los «madura». Bastante tienes con preocuparte por ser uno más del nuevo y excitante rebaño, con todo lo que eso conlleva.
            Paradójicamente, el adolescente, rodeado de normas, imposiciones y continuos consejos de sus mayores, sólo sigue a las únicas personas que no le exigen nada... nada más que una fidelidad no escrita y a prueba de balas. Sin aburridas normas, sin obligaciones ni agobiantes reflexiones sobre su futuro.
            Tenemos que enfocar el concepto de diversión a lo Carpe Diem de esa etapa como una negación y regresión a la infancia frente a la cada vez más cercana vida adulta. Abrumados por las crecientes responsabilidades que tendrán que afrontar, estos jóvenes vuelven a su etapa de niños. Jugando igual que jugaban de niños... pero con más posibilidades de acción y menos supervisión que cuanto tenían diez años menos.
            No es algo inherente a transición adulta. A la hora de afrontar conflictos muchas personas, desgraciadamente, encuentran remedios a corto plazo como el alcohol, el consumismo y/o sexo compulsivo e incluso las drogas, por citar los más claros ejemplos. La diferencia primordial entre un hombre de cuarenta años sin rumbo y un adolescente es que este último no se limitará a elegir entre una de esas opciones y la explotará, sino que seguramente, en mayor o menor medida, probará todas (o casi todas) ellas. Al principio será sólo un tanteo, y no debería pasar de ahí, pero puede llegar a convertirse en un problema muy grave.
            Al fin y al cabo, si es lo suficientemente mayor como para elegir su futuro (carrera, estudios superiores o trabajo no técnico) y dejar de ser un(a) niño(a), también lo es para saber cómo afrontar  esos cambios, ¿verdad?
            Todo adolescente, de un modo u otro, necesita adaptarse al nuevo ciclo vital, y no es nuestra misión el impedirlo. Puede que ya no seamos los principales referentes, pero seguimos siendo una voz que, si habla en el tono y forma adecuados, será oída y valorada, aunque sea desde el más absoluto y descorazonador silencio.
           
La agresividad: el modus operandi del adolescente
            La incertidumbre al futuro se deriva en miedo, y el miedo se deriva en ira y agresividad. Ira... desgana frente a las obligaciones y la rebeldía frente a todo lo que signifique autoridad.... Porque este chico o chica no puede confesar su miedo. No puede permitirse mostrar sus debilidades. Sus padres no lo/a entenderían, y sus amigos... se burlarían de él o ella. Como se dijo en el punto anterior, nadie quiere ser un bicho raro (o peor aún: el bicho raro), y menos en esa etapa.
            Dentro de este clima de opresión sin salidas surge la irremediable solución: volverme más fuerte, más duro, más resistente que el resto. Quiero destacar, quiero que mis compañeros, mis amigos y conocidos me vean y, de un modo u otro, me admiren. Quiero demostrarles que no soy un niño asustadizo al que le gustaría regresar a su primera infancia, aunque en el fondo, puede que a nivel subconsciente, lo desee con todo mi alma.
            Quiero aparentar, en definitiva, que ya soy mayor y adulto... pero a mi modo.
            Y qué mejor forma de hacerlo que desafiar a la autoridad, a los propios adultos. «¡Basta de cadenas y de opresión! Soy mayor para elegir mi destino y soy mayor para desafiarte. Tú lo vas a ver, pero sobre todo mis amigos lo van a ver, ¡y me van a respetar por ello!».
            Ningún adolescente hablará así a sus padres. Todos (o casi todos) lo pensarán en determinados momentos conflictivos.
            Es aquí donde se clarifica uno de los hechos más curiosos de esa etapa: el adolescente en «la edad del pavo» es «borde», insensible y hasta cruel con sus padres, pero sin embargo trata muy bien a sus amigos y pandilla (e incluso en muchos casos es manejado por el resto como si fuese una veleta). Porque si en verdad este chaval se volviese digamos, intratable, tarde o temprano lo mostraría con todo el mundo. Y todos sabemos que no ocurre así.
            No es que al niño o niña de turno le cambie la personalidad. No se vuelve peor persona o ha olvidado los valores que tanto costó enseñarle. Y sobra decir que, en muchos casos, no tiene por qué haber sí o sí tema de drogas por en medio («¡Mi hijo(a) antes no era así, algo grave le tiene que estar pasando!»).
            Simple y llanamente está jugando a su juego y con sus propias cartas. Lo que ocurre es que a veces la apuesta de la partida es pequeña y, otras tantas, muy alta. Depende de muchos factores y de sus propias necesidades.
            De cómo haya sido educado ese niño, de las expectativas que su entorno haya puesto en él y la capacidad de autoafirmación («yo soy yo, y no otro») y de autoestima («yo soy válido y lo sé») que haya desarrollado, dependerá que afronte mejor o peor la transición a la vida adulta. Como si de una leve pendiente se tratará o como si fuese la escalada al Everest más ardua de la historia.
            Sabemos que todo este proceso va a pasar por la agresividad y negación a la autoridad. ¿Debemos entonces responderle con las mismas armas? ¿Ojo por ojo? ¿Demostramos que, como somos adultos hechos y derechos, tenemos más fuerza y poder que él?
            Podríamos hacerlo, y los vencedores, al menos a corto plazo, seriamos nosotros. Pero esto implicaría, a su vez, un enorme daño para el niño rebelde y una brecha, quizá irreparable, entre nuestras futuras relaciones.
            No creo que se quiera cerrar vínculos afectivos con ese impulsivo chaval adolescente, sea su etapa más o menos dramática. No creo (no quiero creer) que haya nadie, sea padre/madre, maestro, familiar o conocido, que quiera dar por perdida a esa hija que se le escapa de las manos. No creo y nunca creeré que la violencia (en cualquiera de sus manifestaciones) se solucione con violencia.
            Puede resultar un camino fácil y tentador, pero la realidad es que es un viaje en círculos. Tarde o temprano acabamos volviendo al principio.
            Existen otros métodos para hacer frente a este miedo camuflado de constante ira. Métodos que el adolescente que se cree adulto jamás utilizará debido a que en verdad no deja de ser un niño.     Métodos que el adulto puede emplear y demostrar así todo lo que significa ese término.

El rincón de pensar como solución a los conflictos
            Cuando surge un conflicto con un niño, el método más usado y conocido por el conjunto de la sociedad suele ser el del castigo. Este castigo se puede aplicar de muchas maneras y con distintos grados de violencia implícita (y a veces, por desgracia, explicita). Se entiende que el niño merece una represalia, un punto de inflexión entre lo que debe y no debe hacer; unos límites y normas que no se pueden trasgredir.
            Y qué mejor forma que mediante el miedo. Si asustamos al niño lo suficiente como para que no se le olvide la lección, es bastante probable que no vuelva a repetir el hecho que la desencadenó. Aprendió de sus errores con un equivalente al recurrente «sangre, sudor y lágrimas». Por su propio bien, no volverá a caer en la tentación.
            Esta teoría si bien funciona a nivel práctico, olvida (o menosprecia) otros factores tan importantes como el impacto emocional y psicológico que puede causar en el menor.
            El uso de los castigos, ya sean con contacto físico o no, no deja de ser una variante algo sádica del conductismo propuesto, entre otros autores, por B. F. Skinner, John B. Watson e Iván Pavlov. Recordemos la más que conocida demostración de condicionamiento clásico de este último psicólogo, en el que un perro, al percibir sensorialmente a la vez el sonido de una campanilla con comida durante varias sesiones, al tiempo, si recibe sólo el estimulo de la campanilla, salivará automáticamente, asociándolo con la comida antes expuesta y ahora ausente. Trasladado a nuestro caso, el niño aprenderá que cada vez que haga algo que desagrade a sus padres va a ser castigado y va a sufrir en mayor o menor medida. Va relacionado. Visto desde ese ángulo no merece la pena arriesgarse, y en ese sentido el método funciona, claro que funciona.
            Sin embargo, una de las piezas del engranaje chirría: el niño no aprende de sus actos, sino que sólo los reprime. No volverá a repetir la acción para no sufrir el correspondiente castigo, pero puede que ni siquiera comprenda por qué se le castiga. Es un caso de fuerza mayor. Mi mamá o mi papá son más poderosos que yo y estoy obligado a hacer lo que él quiera, aunque no lo entienda. Aunque me duela. Aunque cree una capa cada vez mayor de resentimiento en mi interior (de hecho, alentado por el rencor, si puede volver a repetirlo sin que sus padres se enteren, lo intentará con todas sus fuerzas).
            La diferencia, pues, es bastante notoria. No es lo mismo aceptar algo porque te obligan (como unos adolescentes entregando sus porros a medio fumar a la policía si les han pillado), que porque realmente entiendas que lo que has hecho no es correcto y tú mismo des el paso (como el adolescente que decide no volver a drogarse tras haberse informado y haber hablado con adultos expertos en el tema).
            Si el niño comprende lo que ha hecho sin dolor, aunque sólo sea que eso está mal y que no debe repetirlo, el resultado será más eficiente que la negación absoluta y brusca del castigo.
            Para eso existe lo que se llama «El rincón de pensar». También llamado «tiempo fuera» o «la silla de pensar», es un método muy usado en Educación Infantil, tanto formativamente hablando como a la hora de la práctica real con niños pequeños.
            Su funcionamiento no puede ser en realidad más simple: el niño que ha trasgredido las normas deberá ausentarse del resto de compañeros o entorno y reflexionar sobre lo ocurrido. Para ello se le colocará en un lugar apartado de la sala (nunca de cara a la pared, sino mirando al grupo y a una distancia media de los mismos). El tiempo de esto dependerá de los años que tenga el niño, siendo el equivalente de 1 año = 1 minuto.
            Un niño de dos años tendrá que estar unos dos minutos en el rincón de pensar. Un niño de diez años, diez minutos.
            La aplicación de este método no es una fórmula mágica frente a los problemas. Es muy probable, sobre todo en niños muy pequeños, que éstos en verdad no reflexionen en absoluto sobre lo sucedido mientras están apartados del grupo. Sin embargo, sí que mediante la repetición (ningún método de conducta funciona si no se usa como un hábito) el niño aprenderá que sus acciones tienen consecuencias y, mucho más importante, luego debe reflexionar sobre ellas. Es un mensaje implícito que se va quedando guardado y que le vendrá a la mente cuando sea más mayor y ya sí sea capaz de interiorizar lo sucedido.
            El «rincón de pensar» no es un método exclusivo de la primera infancia, sino que también sirve para la adolescencia y, me atrevo a decir, para cualquier etapa de la vida humana.
Cuando un adolescente comete una infracción debe ser reprendido por ello. Es una situación incómoda para ambos, menor y adulto, pero necesaria. Esto no significa que tenga ser a la fuerza un momento también doloroso y lleno de desprecio y humillantes ataques por parte del adulto. No hay necesidad de ponerse el traje de «policía malo» y empezar la desagradable sesión sabiendo que habrá fuegos artificiales tarde o temprano.
            Cada niño, al igual que cada persona, es un mundo, y no siempre va a ser fácil. Pese a esto, se puede intentar hablar con el menor, escucharle, intentar entender sus motivos y comprenderle. Se le puede tratar, pese a su error y conducta, como a un ser humano que también tiene derecho a opinar.
            Es obvio que la jerarquía sigue estando ahí, y es el adulto (padre, madre, profesor, etc.) el que tiene la última palabra, pero eso no significa que el niño sea mudo. Con el castigo del «¡porque yo lo digo!» y el «¡porque aquí mando yo, y se acabó!» puede que parezca que se progresa, pero en realidad nos quedamos en un punto muerto en el que, de repetirse este tipo de mandatos inflexibles, empezaremos a dar marcha atrás.
            A un chaval de catorce años no le puedes decir que se siente en una silla y reflexione catorce minutos sobre sus actos. Es absurdo. Pero puedes hacer algo mucho mejor por él: escucharle y no verle como un enemigo, sino como un viajero inexperto que necesita orientación y cuyo único mapa, lo creas o no, puede que en estos momentos sólo seas tú.
            Quizá al principio no sepa «leerte», no te comprenda y siga perdiéndose en su particular travesía. Es algo temporal. ¿Paciencia? Sí, hará falta. ¿Comprensión y empatía? Mucho más. Pero estos son los sacrificios si queremos escalar juntos la misma cuesta, y no como dos personas individuales que siguen su camino y sus propios intereses, sin confiar una en la otra, sino como futuros aliados con una causa en común.
            Ningún método de conducta es efectivo al 100%, pero al menos nos estaremos esforzando por tratar a la gente desde el respeto y la escucha activa.
            Violencia engendra violencia. Humanidad engendra humanidad.
           
Las 5P de las necesidades infantiles
            Cuando un niño pequeño llora es porque tiene una necesidad, o bien necesita superar un conflicto. Dejando de lado falsas teorías como que el niño llora porque es manipulador y caprichoso, lo cierto es que no tiene otro medio de expresar su queja o frustración. Un niño pequeño no puede hablar, y cuando aprende, apenas conjuga unas pocas palabras; es lo que se viene a llamar «inicios del lenguaje combinatorio», con el uso del verbo y el sustantivo («quiero leche», «dame agua», «tengo sueño», etc.).
            El adolescente ya sabe hablar (y para muchas personas, tiene incluso la lengua muy larga), pero en esencia volvemos de nuevo a un tipo de frustración que necesita superar. Lo que pasa que, en vez de llorar, usa otros métodos más ambiguos.
            Dentro del concepto lógico que es atender la llamada de un bebé que llora, en Educación Infantil se da un término conocido como «las 5P de las necesidades”. ¿A qué nos referimos? A cinco pautas que, por orden de mayor a menor importancia, los padres, familiares o educadores del niño o niña en cuestión, deberían emplear para erradicar el llanto de una manera efectiva y satisfactoria para ambos.
            Estas 5P, expresadas en lenguaje coloquial, son las siguientes: papeo, pañal, palpitaciones, paseo y «porque sí».
            Hagamos un breve recorrido por el proceso. Un bebé llora y vas a atenderle. Lo primero que miras (que deberías mirar) es si tiene hambre (papeo). Si rechaza la teta/tetina, miraremos si está limpio (pañal). ¿Que sigue llorando? Quizá necesite calor humano (palpitaciones; apoyarle en nuestro pecho y que oiga los latidos de nuestro corazón, lo cual le calmará porque le recordará a su añorada etapa fetal). ¿Y si pese a esto sigue llorando? Es obvio entonces que no tiene carencias de nada de lo anterior, así que procederemos a moverle, ya sea con él en brazos o en su cochecito (paseo). Esto también es importante porque le retrotrae al movimiento intrauterino.
            Hemos recorrido todas las pautas básicas y sigue llorando… ¿Qué le puede pasar? Si no tiene síntomas de fiebre, si no se ha hecho un golpe y, por poner un ejemplo, no le están saliendo los dientes… lo único que le queda es que llore «porque sí». El bebe/niño, cuyo único medio de comunicación con el exterior es el llanto, aprende a un ritmo escalofriante de su entorno en sus primeros años de vida. Esto es algo maravilloso y efectivo para la posterior vida adulta, pero es un pozo de tensión para el menor. Son muchas cosas, muchas indicaciones, muchos «no hagas esto», y muchos «¿Por qué?» en su cabeza que no siempre son o pueden ser contestados por los adultos.
            Desde esa perspectiva es bastante lógico que el bebé (así como cualquier ser humano, tenga la edad que tenga), llegue un momento que «explote» y saque toda la tensión acumulada que tiene dentro. Llora para desahogarse, al igual que un hombre o mujer con un trabajo poco satisfactorio y de más de ocho horas llega a casa reventado, de mal humor y con la tensión a flor de piel.
            La cruda realidad es que el bebé/niño vive rodeado de un mundo hostil, lleno de misterios, peligros y restricciones. En contra de la opinión generalizada, no es tan fácil ni divertido ser niño, sobre todo en los primeros años de vida.
            Cuando un niño llora «porque sí», no debemos interrumpir el proceso. No censurarle, no decirle “no pasa nada, no seas tonto, no es importante». Un niño puede llorar a priori por la cosa más intrascendente del mundo (El hermano mayor le quita un juguete o no encuentra uno que le gusta, etc.). En realidad no llora tanto por eso, sino que tal hecho fue la gota que colmó el vaso. Llora porque de una forma u otra necesita desahogarse, y ahí encontró una oportunidad para liberar su tensión.
            Si le quitamos importancia al proceso, él entiende que, de un  modo otro, le estamos quitando importancia también a sus sentimientos. Nosotros no queremos que los reprima, sino que sea, en el futuro, un adulto sociable, divertido, sin complejos ni inseguridades. Y para ello, en estos momentos, hay que dejarle llorar. Ser afectuoso, cogerle en brazos incluso, y decirle: «Está bien, estoy contigo, sé que te ha molestado que te quitase el muñeco. Tranquilo, puedes llorar hasta que lo necesites».
            En definitiva, a lo que en libros de psicología divulgativa y autoayuda se le llama «mostrar empatía».
            A los pocos minutos, el niño dejará de llorar, y está comprobado que luego se muestra más feliz, activo y natural que nunca. Sin duda, el llanto tiene para él un alto valor terapéutico.[2]
            En los adolescentes el planteamiento es bastante similar.
            Si bien aquí, considero que no hay un orden de importancia claro (pues dependería del propio contexto del menor), hablamos también de varias pautas u orígenes que suelen regir sus manifestaciones de rebeldía e ira. No son pautas tan claras como en el caso del bebé, y son susceptibles de ser ampliadas, pero aquí están las 5P que yo considero básicas:
Pandilla: Sentimiento de pertenencia a un grupo. Problemas de integración y socialización con sus coetáneos e iguales (misma gente de su edad; compañeros de clase, amigos…).
Pareja: Inicio del interés por el sexo y la atracción física, ya sea heterosexual u homosexual. Frustración por no atraer la atención de cierta persona. Enamoramientos idealistas. Fantasías y abstracciones con la persona idolatrada. Posible aparición de celos/envidia ocasionados por terceras personas.
Padres (o poder): Acatamiento obligado de normas de conducta. Distanciamiento entre padres e hijos. Lucha constante por la autonomía y libertad/libertinaje del adolescente. Negación de la figura de autoridad. Dualidad entre los ideales paternos y la actuación propia respecto al resto de áreas (pandilla, pareja, perspectivas y porque sí).
Perspectivas: Futuro incierto por delante. Posibles fracasos académicos y retraso escolar. Comparativa negativa con los logros (académicos, sociales, económicos, etc.) de otros chicos y chicas de su edad. Miedo a no dar la talla. Negativa a crecer, a tener responsabilidades y ser adulto.
Porque sí: Tensión acumulada. Sentimiento de incomprensión, de soledad en una lucha cada vez más ardua por encontrar el propio camino. Falta de apoyo de su entorno. Reacción fisiológica consecuente respecto a unas hormonas alteradas y un entorno represivo y limitador.
            En estos casos la técnica de actuación no es tan clara como en la primera infancia, pero lo cierto es que en una cosa sí que coincide: no demonizar o despreciar al adolescente y su problema.  Hay que tener en cuenta que ninguna queja es infundada. Podrá tener más o menos razón, ser más o menos justa, pero todo tiene su razón de ser, o por lo menos en la mente del menor.
            Y es responsabilidad de los padres y profesionalidad del maestro el saber entrar en ese territorio inexplorado sin que ello suponga una agresión o una actitud opresora.
            En capítulos posteriores profundizaremos en este acercamiento con conceptos como la escucha activa y la adecuación de roles.          
           
Las 8 inteligencias múltiples y la creatividad
            Todos los niños nacen con inmensos talentos que no hacemos más que desperdiciar (ignorar) sin piedad. El éxito en la vida, afortunadamente, no depende sólo de ser bueno haciendo cálculos matemáticos o de tener una memoria prodigiosa. Y digo afortunadamente porque esto facilita que hombres y mujeres con esas capacidades menos desarrolladas puedan también triunfar honradamente en la vida y sentirse orgullosos de sí mismos.
            ¿Qué tipo de capacidades tenemos, pues? Es una pregunta complicada, pues sin duda la variedad de trabajos y de ocupaciones en la vida es inmensa. Sin embargo, sí podemos señalar una muestra de las más representativas, gracias a Howard Gardner, un psicólogo estadounidense que, en la primera mitad de los años 80, empezó a desarrollar el concepto de inteligencias múltiples.
He aquí cada una de ellas:
- Inteligencia Lógico-matemática: cálculos, procesos aritméticos, juegos de estrategia y de razonamiento.
- Inteligencia Lingüística: Escribir, leer, capacidad oral y de expresión, vocabulario.
- Inteligencia Corporal y Cinética: Baile, uso y control del cuerpo, trabajos manuales, motricidad fina y gruesa.
- Inteligencia Visual y Espacial: Dibujos, diseño, juegos constructivos, perspectivas, distancias y proporciones.
- Inteligencia Musical: Tener buen oído musical, sentido del ritmo, memoria auditiva, composición y facilidad para aprender a tocar diferentes instrumentos y/o estilos musicales.
- Inteligencia Intrapersonal: Capacidad para reconocer y controlar nuestras propias emociones y reacciones, paz interior, estabilidad emocional, templanza, resiliencia.
- Inteligencia Interpersonal: Relaciones con los demás. Sociabilidad, Empatía, liderazgo, asertividad, llevarse bien con la gente y saber adaptarse a los diferentes tipos de entorno, sin menosprecio o perjuicio de los demás.
- Inteligencia Naturalista: conocimiento y empatía con la flora y fauna. Conciencia ecológica. Comprensión de la naturaleza y de la intervención del hombre en el desarrollo (o mengüe) de la misma.
            Todas estas inteligencias deberían ser potenciadas desde niños. ¿Cómo hacerlo? En verdad no es una tarea complicada. Basta con no menospreciar ninguna de ellas, y, si el niño o niña en cuestión tiene una cierta afinidad o predilección por alguna en concreto (ej: baila o pinta muy bien), fomentar su interés.
            Pese a este amplio elenco, aquí no acaba todo. Hay vida (y esperanza) más allá incluso de una buena labor pedagógica respecto a las inteligencias múltiples en la infancia.
            La creatividad, esa facultad tan propia de los ensoñadores y los bohemios, hay que potenciarla y es tan importante en nuestra sociedad actual como la alfabetización y demás objetivos de aprendizaje. La resolución alternativa de conflictos o nuevos métodos vienen motivados por un ejercicio previo de imaginación al respecto. Ser creativos nos ayuda a buscar más soluciones y modos de actuación. Nos amplia el horizonte, aumentando las posibilidades, y por tanto el éxito.
            Un niño creativo, por su propia naturaleza, no tiene miedo a equivocarse. Indaga, investiga, prueba y desecha lo que no le conviene. Se arriesga. Y no pasa nada, no se lamentará si lo que pensó no tuvo el resultado esperado, pues estará de nuevo buscando otros caminos.
            Lamentablemente, esta capacidad se va perdiendo con los años, pues ya de adolescentes al estar inmersos en una formación educativa tan rígida y burocrática, con un excesivo valor de los resultados académicos por encima de otros valores, estos chavales adquirieren una reticencia, cuando no miedo directo, a innovar y ser reprendidos por «dejar volar su imaginación».
            Es notoria la dualidad que existe entre la escuela infantil y el posterior colegio e instituto en materia de creatividad. En la escuela infantil se abre al niño un amplísimo abanico de posibilidades sensoriales. Dibujan, leen en grupo (lectores pasivos), escuchan cuentos, inventan canciones, interactúan con el entorno y juegan… Exploran todas (o casi todas) las posibilidades sensoriales, y se tiene bastante en cuenta el concepto de Inteligencias Múltiples anteriormente citado. Es un mundo de fantasía y magia, donde el niño, gozoso, no sabe de las nuevas sorpresas que estén por llegar.
            A partir de los seis años la cosa cambia. Hay unas materias fijadas, unos mínimos de conocimiento a adquirir. Y si en la escuela las actividades se adaptaban al estado evolutivo y personal de los niños, en la escuela primaria y superior son los niños los que se adaptan, quieran o no, a unas temáticas ineludibles. El juego de cooperación infantil pasa al juego de competición, a ser el mejor de la clase, a ser el que más nota saque.
            Frente a tal clima, la intervención de los adultos guiando el desarrollo de los niños («no estudies música, no tiene futuro». «No estudies historia de arte, eso no da dinero»),  enturbia aún más la correcta elección del menor, y por ende su futuro.
            En la sociedad actual, o al menos en países del llamado «primer mundo», toda la vertiente educativa está enfocada a ir a la universidad o a sacar las graduaciones más altas. Y a lo mejor no todo el mundo necesita esto para progresar y ser feliz en la vida. Al final todo depende de la pasión en lo que hagas y en el enfoque que le des. La pasión y la tenacidad, tarde o temprano, abren muchas puertas, y no se puede estar apasionado estudiando algo que no quieres o por obligación.
            Es por eso que debemos tener tan en cuenta las Inteligencias Múltiples en los niños y el desarrollo ininterrumpido de su creatividad. Porque una persona que a priori parezca un incompetente sin remedio o tenga un grave déficit de atención en el instituto, puede luego triunfar en la vida en otras áreas menos académicas (danza, escritura, interpretación, deportes…)

El Baby Talk (o habla maternal)
            Es de sobra conocido que los adolescentes tienen un lenguaje propio que, a priori, no entiende nadie más que ellos. Un gran uso de vulgarismos, lenguaje coloquial, palabrotas y exabruptos conforman el núcleo de esta nueva forma de comunicación grupal. Es algo normal en esa etapa, parte inherente del proceso de formación de un grupo y del desarrollo de la identidad. En otras palabras, no es nada horrible, y todos, o casi todos, hemos pasado por ello sin que eso nos hiciera en el futuro peores personas.
            Sin embargo, los adultos no «conectan» con ellos. No los entienden. Y muchas veces ni siquiera los quieren entender.
            No es la primera vez que esto sucede. Si nos retrotraemos a la etapa de bebé, antes de empezar con el lenguaje combinatorio y precombinatorio se emiten gorjeos y demás predecesores del lenguaje. Los padres (en especial la madre) en este caso si bien no entienden lo que el niño expresa, sí que adoptan un rol comunicativo adaptado. Cambian su entonación e incluso timbre para adaptarse al bebé que tienen entre manos.
            Es el llamado «Baby Talk», o habla maternal. Y es algo innato entre los padres y sus hijos menores de un año.
            Imaginemos la situación de una niña de seis meses atada a su sillita de descanso. Se acerca la madre y la sonríe, mostrándole un sonajero de brillantes colores. La niña, tras enfocar la vista, intentará alcanzar el sonajero, y entonces la madre es posible que diga: «¡Ay, mi niña, pero qué lista y guapa que es! ¡Ay, qué bonita eres!» o frases por el estilo.
            Este tipo de comunicación, consistente en aumentar la tonalidad (hacer la voz más aguda, con picos de intensidad) y ralentizar el fraseo (hablar más despacio, alargando las palabras), sin duda nos puede parecer cómico e incluso algo ridículo, pero es lo que el bebé necesita. Por decirlo de un modo sencillo, diremos que sus órganos y funciones cognitivas están adaptadas a ese lenguaje tierno y musical, distinto del que ese mismo adulto emplearía para comunicarse con otro adulto.
            Y ésa es la razón por la cual la madre o padre lo usa instintivamente cuando habla con los niños muy pequeños. Tanto ellos como nosotros estamos programados para emplearlo. En términos de comunicación estaríamos hablando de un lenguaje codificado (adaptado) por el padre o madre y descodificado (entendido) por el bebé.
            En la adolescencia todo eso cambia. Pues si bien sigue habiendo un lenguaje codificado (el de los adolescentes), los padres y adultos en general no llegan a descodificarlo. Sólo hermanos mayores y jóvenes que no lleguen a la treintena serán capaces de entender lo que estos chavales impulsivos transmiten. De ahí nace la incomprensión, los malos entendidos y las informaciones a medias. Si ambos (emisor-receptor) no hablan un mismo código, es muy difícil que la información, venga del lado que venga, sea bien entendida y empleada.
            ¿Qué hacer entonces? ¿Deberemos adaptarnos a su lenguaje plagado de coloquialismos, palabrotas y frases hechas? Sí y no. Como en casi todo en la vida, el beneficio o no de esta adaptación vendrá de la moderación. No hay que imitar o reproducir los insultos, motes y palabrotas varias que el adolescente pueda emitir (ante todo, hay que ser un ejemplo a seguir), pero sí hay que intentar asimilar, o por lo menos no despreciar, la peculiar forma de comunicación que nuestro menor use.
            Esto no es tarea fácil. Hay decenas de casos de habla adolescente, desde los más «maduros», hasta los más «chabacanos». Es normal que para algunos adultos sea más fácil adaptarse a cómo habla su hijo o alumno que para otros. Pero lo importante, sobre todo, es interesarse e intentar ver esa comunicación desde dentro, con otros ojos. Ojos de un adulto responsable que recuerda con nostalgia su ya extinta y alocada etapa adolescente.
            Interesarse por el lenguaje no implica insultos, pero sí cultura urbana y aficiones. Saber un poco qué grupos de música oye el menor, qué le gusta más o menos, cómo son sus aficiones, sus ídolos. Saber esto y empatizar con ello, no despreciarlo, ayudará a crear un clima más estable de comunicación. El niño-adulto ya no se sentirá tan solo y tan incomprendido, y aunque sigas siendo una figura de autoridad, también, en cierto modo, estarás siendo su amigo.
            Ése es el «Baby Talk» particular de los quinceañeros, y todos podemos también aprender a hablarlo.

Puntos para recordar:
*  A día de hoy, tanto niños como adolescentes son tratados como adultos en potencia, negándoles una identidad propia.
* El motor principal del adolescente es el miedo a no ser aceptado por sus amigos, a no tener pareja y ser “un bicho raro”.
* El adolescente cree que la única solución a la adolescencia es ponerse una coraza y demostrar que no le teme a nada ni nadie.
* Es mucho más efectivo y saludable que un menor no cometa una infracción porque entiende que está mal, que por miedo a las represalias de la figura de autoridad.
* Los adolescentes, al igual que los bebés, tienen pautas delimitadas (5P) que les causan sufrimiento y les obligan a enfrentarse al mundo.
* El desarrollo, desde la primera infancia, de las 8 Inteligencias Múltiples y la creatividad ayudará a tener un futuro más prometedor y justo con nuestras capacidades.
* Para una buena comunicación con el menor debemos adaptarnos, sin dejar de ser  un ejemplo de madurez, a su modo de lenguaje, a sus aficiones, su cultura urbana, ideas e ilusiones.


[1]     A modo de referencia, el escritor y terapeuta Jorge Bucay, en su libro «El camino a la auto dependencia», trata con maestría este concepto.
[2]     Más información en el libro de SOLTHER, Aretha. Mi bebé lo entiende todo.




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