Este texto es un fragmento de

Santa María

Rafael Terrén Casas

Alicante, sábado 1 de julio de 2017.

A las ocho de la mañana, Ovidio enfiló la calle Madrid, pensando en el inicio de las vacaciones y en la posibilidad de no encontrar un buen sitio en la playa del Postiguet si se retrasaba demasiado. El lugar se masificaba y llegar tarde suponía plantar la toalla alejado de la orilla. Giró en la calle San Cayetano y atravesó corriendo la avenida de Jovellanos, hasta pisar las baldosas del paseo de Gómiz, por el que ya deambulaban los turistas madrugadores. El telediario había anunciado que a esa hora se superaría los treinta grados, con la humedad habitual.

Sin ser el mejor lugar, logró situarse en tercera fila. No estaba mal aquella ubicación. Dejó el cesto de mimbre sobre la arena, se colocó en cuclillas y comenzó a clavar el soporte, donde introduciría el mástil de la sombrilla. Mientras giraba el artilugio como un tornillo, a dos manos, y presionando con tal fuerza que le hizo sudar, algo impedía que aquello se clavara con la facilidad habitual. Pero Ovidio, en su empeño, logró vencer aquella resistencia, realizando un sobreesfuerzo, y notando un chasquido en su espalda. Al incorporarse, y después de realizar unos movimientos giratorios con ambos hombros, a modo de calentamiento muscular, entendió que aquel dolor no tenía importancia, propio de la edad.

Como de costumbre, Ovidio realizó el ritual que practicaba con escrupuloso orden, y que se iniciaba con la lectura del Marca sentado en la silla plegable, continuando con un baño hasta la cintura, vigilando siempre sus enseres que localizaba visualmente junto a la sombrilla, para dirigirse después hasta aquel chiringuito que se instalaba todos los años en la misma arena, y en el que acostumbraba a tomar una caña de cerveza y media docena de sardinas, servidas por una camarera que, sin ser la misma de siempre, la de este verano no superaba los veinte años, y le alegraba la vista con aquel biquini ajustado y aquella sonrisa maravillosa. 

En ese paisaje marítimo destacaban las embarcaciones fondeadas tras las boyas de señalización de la línea de costa. La brisa del mar tenía el mismo sabor en el paladar que todos los años, y Ovidio cerraba los ojos y levantaba la cabeza consiguiendo que la luz solar chocara de lleno en su cara, lo que le producía un placer indescriptible, toda una sensación terapéutica. 

Giró la muñeca de su mano izquierda y observó que el Seiko, que le regalaron en Navidad por la jubilación, marcaba las once y cuarto, por lo que abonó el almuerzo y se dirigió hacia su toalla, con ánimo de recoger e irse a casa, para refugiarse del calor del mediodía. Esta vez desenroscar el aparato de la arena le resultó más sencillo, tirando hacia arriba con fuerza. 

Se quedó mirando la estructura del soporte, y se percató de la existencia de lo que parecían varios espaguetis adheridos, de color marrón oscuro, rebozados en arena…pero con un olor nauseabundo. Mientras sujetaba con la mano derecha aquel aparato de plástico, con la izquierda se dispuso a retirar el colgajo, expresando una mueca de aprensión. Al tocar con los dedos la sustancia, Ovidio se incorporó de un salto. 

El contacto con aquello le repugnó. Parecía viscoso y blando. Miró hacia el hoyo dejado en la arena y comprobó cómo asomaban un montón de huesecillos, que aparentaban restos de un enterramiento. Gritó y comenzó a llorar. Entró en pánico. Los bañistas comenzaron a arremolinarse y alguien llamó al 112. La primera patrulla apareció enseguida.



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