Este texto es un fragmento de

Sombras de Guerra: Diamantes y Sangre

Erika M. León

Fantasmas del pasado



1




La luz de la mañana entra suavemente por los amplios ventanales iluminando con delicadeza el lúgubre semblante del rey Taerkan. En la sala, rodeado de una docena de personalidades ilustres, no puede evitar mostrarse inquieto en su robusto trono. Jamás en todos sus años de reinado había experimentado tal desazón y el no poder mantener su habitual imagen de seguridad, por más que se esfuerza en ello, le consume la paciencia. Tras echar una rápida ojeada a los consternados rostros de sus acompañantes, baja la vista hasta dar a parar con la incómoda estructura de tablillas y herrajes que le recubren el brazo izquierdo por recomendación de su curandero personal. “Su brazo está roto, alteza, entienda que su convalecencia podrá ser poco confortable con este mamotreto, pero es necesario para que sane debidamente. ¡Demasiado airoso ha salido para el peligro que ha corrido!”, rememora la chirriante voz del anciano que trató de apaciguarle en cuanto comenzó a refunfuñar y quejarse acerca del extraño artilugio. Lo más lamentable de todo es que tenía razón, demasiado airoso había resultado tras el brutal ataque recibido. Entonces, un veloz y penetrante escalofrío le recorre el cuerpo acomodándose en su estómago al evocar lo acontecido hace apenas dos lunas.

El día estaba ensombrecido, oscurecido por unos nubarrones que anunciaban tormenta. El campo de batalla conservaba aún la calma, esa falsa calma previa a una cruenta batalla. A ambos lados del valle, los contendientes aguardaban listos para la demostración inminente de poderío militar.

Al sur, los Knöts. Y en su avanzada, una numerosa caballería bien armada relinchaba expectante: con lanzas los jinetes y duras pecheras y testeras los caballos. Una hilera de infantería equipada con espadas y escudos, blasones rojiverdes y lanzas, en segunda línea. Un buen número de arqueros en la retaguardia además de varios carros de combate y armados elefantes grises estratégicamente repartidos entre las líneas de infantería. Todos se mostraban luminosos y resplandecientes con laminadas armaduras áureas y cobrizas, ricamente decoradas con símbolos geométricos y rosetones dorados. Vistosas plumas rojas y negras ancladas en hombreras y yelmos aportaban belleza y color; cuero y pieles pardas asalvajaban su aspecto aportándoles fiereza.

Y en el centro de la multitud, en un carro completamente dorado en forma de cabeza de tigre, se encontraba él, el rey de los Knöts, Taerkan, al que apodaban “el bravo”, escoltado por los mejores guerreros de su reino, entre los que contaba a su hijo, el príncipe Onar, a lomos de un gran caballo castaño. Taerkan, envuelto en una bella piel de tigre y ocultando bajo un ostentoso yelmo coronado sus largos y cenicientos cabellos, oteaba el norte con semblante desafiante.

Al norte, los Griundels. Equipados con armaduras plateadas labradas en tonos azules y abrigados con ricas capas azabache rematadas con pieles blancas y grises; portando yelmos en forma de cabezas de lobos u osos los guerreros de mayor rango y pinturas en tonos azules y negros coloreando sus pálidos rostros. En primera línea del batallón se mezclaban jinetes lanceros con un número considerable de negros carruajes puntiagudos tirados por media docena de lobos cada uno; tras ellos, la formación de infantería con alabardas, espadas, escudos y estandartes azules y negros. En la retaguardia, una extensa línea de arqueros y algunas catapultas.

Próxima a esta, sobre un gran carruaje negro tirado por dos grandes lobos grises y uno blanco, se encontraba la joven y bella reina Kayra, señora de los Griundels, con una elaborada armadura en azul cobalto y plata, una frondosa piel de lobo blanco sobre los hombros y un yelmo con forma draconiana por el que escapaba su dorada melena. Con los ojos fijos en el ejército que asomaba por el sur, sin dudar de sí, sin dudar de su gente, pero sí quizás del motivo por el que estaban allí.

Todo estaba listo para la cruenta lucha, todo menos la verdadera motivación.

Pueblos enemigos, ambos poderosos. Grandes señores de la Inanna, la tierra conocida.



Tras un sueño agitado repleto de retorcidas y horripilantes alucinaciones, Kayra despierta al fin.

Cuando echa un vistazo a su alrededor, descubre que no reconoce lo que le rodea. Tumbada sobre una cama con suaves sábanas de seda blanca envuelta por numerosos doseles de colores cálidos, cae en la cuenta de que las pesadillas que le han atormentado en sueños no eran obra de su imaginación, y eso la estremece.

— No puedo dejar de pensar que esto podría haberse evitado.

— Por supuesto que podría haberse evitado –recuerda que le respondió al capitán de su guardia, Kymil, en tono severo.-, pero incluso los reyes debemos respetar ciertas normas.

La humedad en el ambiente cada vez estaba más presente hasta que una tímida lluvia comenzó a caer con suavidad asentando la arena.

Monarcas y consejeros, reunidos entre ambos ejércitos, cruzaron algunas palabras de rigor y regresaron de inmediato a sus respectivos bandos, a la espera de la inaplazable batalla.

Pasados unos minutos, en cada batallón se dio la orden de avanzar, e instantes después los contendientes se encontraron con un estruendoso choque metálico. Espadas contra espadas, flechas surcando el cielo sin descanso y escudos ejerciendo su buena función, formaban una macabra y acalorada armonía orquestada por gritos de valentía y dolor.

Batallón tras batallón, la lucha se volvía más encarnizada y todos se vieron envueltos en ella. Valientes soldados se entregaban a la contienda con pasión y vehemencia ofreciendo sin reparo sus vidas a la causa. Un escandaloso color escarlata teñía la arena, arena en la que descansaban las cada vez más numerosas almas de los bravos guerreros que sucumbían bajo el acero enemigo.

Incluso Kayra y Taerkan acabaron luchando cara a cara. Debían acabar de una vez con tales costosas lides. Alguno habría de salir victorioso de una vez por todas.

En pleno corazón del gentío, sus carros se cruzaron a gran velocidad, y mientras que con una mano sujetaban las riendas con las que apremiaban a las bestias que de ellos tiraban, con la otra blandían las espadas que acabaron por encontrarse tras su primera arremetida. Debido a lo infructuoso de su primer contacto, cada monarca hizo girar su transporte entre la multitud que continuaba batallando, dispuestos ambos a un segundo asalto. Esa vez, cuando estaba uno casi a la altura del otro, Taerkan propinó un astuto y certero tajo al lobo gris que le quedaba más cercano hiriéndole de gravedad y haciéndole así caer a plomo, y arrastrando con él a los demás cánidos, lo que provocó que el carruaje de la norteña cayese de forma estrepitosa catapultándola por los aires.

A pesar de lo aparatoso de la caída, la joven salió bastante airosa y consiguió ponerse rápidamente en pie. Echando una rauda ojeada a su alrededor en busca de su enemigo pudo ver cómo comenzaba a virar lentamente entre los combatientes y caídos en busca de una nueva oportunidad de ataque. Fue entonces cuando oyó a su retaguardia un quejido lastimero que la sobrecogió y al buscar su origen descubrió que era el lobo blanco que guiaba su carruaje que se lamentaba al no poder moverse ya que los cuerpos sin vida de sus compañeros lastraban sus intentos de huida. La muchacha, compadeciéndose de la noble bestia, se apresuró para cortar los correajes que a los cadáveres la unían. Mientras tanto el carro del monarca Knöt se les aproximaba a gran velocidad. Una vez quedó libre, el lobo blanco se incorporó raudamente y sorteó con gran celeridad a Kayra para acabar abalanzándose, de un gran salto, sobre el entonces sorprendido Taerkan, al que consiguió derribar haciéndole rodar varios metros sobre la arena.

Para cuando el monarca recuperó la verticalidad, el lobo ya se había perdido de vista. Fue entonces cuando ambos monarcas cruzaron miradas, recompusieron su actitud combatiente, se hicieron con sendos escudos y espadas, y se lanzaron el uno a por el otro con ferocidad en busca de la lucha cuerpo a cuerpo. Las estocadas no cesaban y los escudos se interponían reiteradas veces entre el afilado acero y el fatal destino. Mas la juventud y el ímpetu de Kayra no eran rival para la destreza y experiencia en combate del viejo monarca, antaño un gran guerrero.

La pugna se mostraba así igualada, prometiendo una eternidad.

Knöts y Griundels iban cayendo según lo iba haciendo el sol, entretanto Taerkan, Kayra, Onar y su guardia luchaban acaloradamente en el corazón de la batalla. Taerkan asestaba hábiles estocadas que Kayra esquivaba con dificultad, bloqueándolas con su escudo y contraatacando con astucia y celeridad. Dos caballeros Griundels luchaban con el fornido príncipe Onar, diestro guerrero en la lucha cuerpo a cuerpo, que se defendía con un hacha a cada mano. Y el resto de la guardia batallaba entre sí, tratando a su vez de alcanzar a sus monarcas para mantenerlos a salvo.

Tras una certera embestida de la joven, Taerkan tropezó y perdió así el equilibrio cayendo con pesadez. Kayra apretó los dientes ante el inminente final mientras que Onar corría en auxilio de su padre.

La densa negrura tormentosa era quebrada por potentes y destellantes rayos que surcaban el cielo. Mas nadie en pleno fragor de la batalla se percató de que una oscura amenaza se cernía sobre ellos.




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