Por último, cerró la puerta por fuera y dejó la soledad de su hogar en el interior. Asió la maleta, completada con prisa, sin atender a las necesidades que vinieran, para pasar un tiempo indeterminado en otro lugar que no fuera aquel, y recorrió el camino que atravesaba el jardín hasta el coche. Arrancó y dirigió el vehículo a la puerta de salida dejando a un lado el parterre lleno de plantas de hortensia. Esas malditas flores que habían sido fuertes, frondosas y llenas de color, y que ahora no eran más que un recordatorio marchito. Sintió que ver cada día aquellas flores era una de las razones de su marcha. Todo aquello, todo lo que le ocurría ahora, había empezado con aquellas flores; le entristecían, le hacían recordar que estaba solo. Su mujer las había plantado hacía ya varios años.
Presionó el botón del mando a distancia y las puertas de entrada a su propiedad se abrieron lentamente. Salió, escapó, de su casa y tomó la carretera que le llevaría a la ciudad. Al mirar por el retrovisor, vio la casa; era tal y como la habían imaginado tantas veces. Durante años habían sido felices en esa casa, habían amado el hogar que crearon juntos bajo su techo. Y ahora lo dejaba atrás. Descendió la carretera que conectaba con la carretera general que llevaba a la ciudad. Conducía rápido, pero trazando con suavidad las curvas, las conocía bien. No necesitaba prestarles atención, había hecho el mismo trayecto, en ambos sentidos, cientos de veces. La carretera era umbría, cubierta por árboles en las dos orillas. Era casi mediodía, y ese era el único momento del día en el que algún rayo de sol se colaba por la parte más alta de las copas de los árboles. Le encantaba ese lugar, su casa y el camino que llevaba a su casa.
Encendió la radio buscando distraerse. Sonaba la sintonía que anunciaba el informativo, el locutor abrió el programa con el mismo tema de las últimas semanas; el calor. Hacía ya varias semanas que el calor era asfixiante, por el día se superaban los cuarenta y cinco grados centígrados y por la noche no bajaba de los treinta. El locutor informaba de la preocupación que se extendía en las zonas rurales por la escasez de agua, y alertaba de la inminente entrada en vigor de una serie de medidas restrictivas en el consumo. Los niveles de los embalses y pantanos habían alcanzado ya valores mínimos históricos. Escuchó con interés, pero sin una preocupación real.
A pesar del calor de las últimas semanas, no sentía que la sequía que azotaba el país pudiera afectarle de ninguna manera. Sintió cierta empatía por las personas que pudieran sufrir por la falta de agua. Lo hacía de la misma manera que empatizaba con las imágenes de situaciones bélicas o catástrofes naturales que aparecían en televisión, desde la tranquilidad y el confort de su sofá. Sintonizó otra emisora en el momento que se incorporaba a la carretera general que llevaba a la ciudad. En menos de un cuarto de hora tomaba la entrada sur y poco después la salida a la circunvalación. Otros veinte minutos más tarde tomaba la autovía que llevaba al norte. El sol estaba en lo más alto, ese día también se superarían los cuarenta y cinco grados; subió la intensidad del aire acondicionado.