El sastrecillo
Mientras el sastre forcejeaba en su banco de trabajo con un penacho de plumas de guacamayo, bufaba y se tiraba de los pelos por culpa de los uniformes de la Guardia Republicana –rebosantes de medallas repujadas, de galones de colores y un sinfín de escarapelas–, un niño de cuatro o cinco años, sentado en el suelo, jugaba con la lluvia de recortes que caía de la mesa a cada rato. Trabajaba con ahínco, igual que su padre. Imitaba sin darse cuenta sus guiños, sus trazas, los ademanes, cómo fruncía el ceño, de qué manera se rascaba la barba. Comparaba con gesto de entendido los distintos géneros, las hechuras y el corte; y sólo al cabo de un examen riguroso decidía en qué parte del disfraz iba a convertirse aquel trozo de almazuela, de tafetán o de encaje.
–¡A formar! –le ordenó de repente a un fantoche de madera que había a su lado. El muñeco no dijo nada, ni siquiera despegó los labios. ¿Y para qué iba a hacerlo, si no levantaba ni dos palmos del suelo?
El sastrecillo cogió un retal, un pedazo de brocado que parecía de plata. Primero lo vestiría de general, se dijo para sus adentros, quizás de dictador, puede que incluso de Henri I Christophe; después ya se vería. Comenzó a desnudarlo. Le quitó el pañuelo de la cabeza, el chaleco y la camisola con chorreras, también el fajín, los calzones bombachos, y sustituyó por un sable de aguja el alfanje otomano. El muñeco suspiraba, ¡con lo bien que había empezado el día! Y pensaba en el escaparate, aquella misma mañana, cuando los rayos del sol hacían reverberar con una gracia infinita sus galas de bufón arlequinado.
El sastrecillo acabó pronto su tarea. Contempló su creación, le dio la vuelta, ajustó la pose, le movió los brazos. El resultado, desde luego, no podía ser más convincente. Quién hubiera podido pensar que aquel militar distinguido, dotado de un coraje sin par, que aquel tirador triunfante al que los poetas saludarían como el Gran Libertador de la Patria, fuera sólo unos minutos antes el andrajoso y taimado Davy Bones Patchwork, ¡valiente granuja! El rey de los piratas, los corsarios y los canallas más rastreros entre Punta Pespunte y la Bahía de los Tiburones de Trapo.
Resbaló entonces de la mesa un recorte de tela blanca y vaporosa, que comenzó a aletear en el aire y fue cayendo poco a poco, igual que una paloma al descender desde el cielo. El niño lo atrapó al vuelo y casi antes de cogerlo ya intuía qué uso darle. En menos de lo que canta un gallo el muñeco se había vestido y desvestido tantas veces como un cómico ambulante. Había sido César y Alejandro, Sir Lancelot, el Caballero del Lago, Porfirio Díaz y Costuritas, el torero más famoso de la época.
Ahora, se dijo el sastrecillo, rascándose la barbilla, ¿por qué no disfrazarlo de Papa?
Veleros de papel
Había una vez un náufrago que no quería salir de su isla. Cuando una goleta llegaba a la costa, él sólo pedía, si era posible, que le dejasen algunas botellas vacías y las hojas de papel que ya no empleasen. Si un grumete curioso le preguntaba que por qué no quería embarcarse, volver a Venecia o a Roma, él se encogía de hombros, como pidiendo paciencia con un viejo chiflado, y le hablaba de un babuino que vio una vez en una taberna, sentado en un rincón sobre una barrica; un mono curioso, tocado con un fez lleno de parches, que fumaba en una pipa de caña como si no hubiera otra cosa mejor en el mundo. Hacía anillos y nubes de humo, y los observaba flotar y desvanecerse mientras su amo bebía y gruñía, buscando pelea.
–Yo, mi querido pirata, me dedico a escribir lo que voy discurriendo –sonreía, trazando formas absurdas con un palito en la playa–. Lleno el papel de tachones, lo emborrono de espirales y garabatos, ¿has visto el vuelo de una libélula, o los saltitos que dan las urracas? Luego hago un barquito y lo suelto en el mar.
Los marineros volvían al barco; y mientras partían, él les decía adiós con la mano. «Addio, figlioli! Tanti saluti!» Y seguía haciéndolo hasta que la última bandera azul y doraba ondeaba más allá del horizonte, siempre con la misma sonrisa sin dientes.
–Vivo sin tener que vestirme, tengo fruta, agua dulce. Por las noches me tumbo en la arena templada y contemplo la luna. Veo cómo las estrellas avanzan como un millar de tortugas buscando las olas, el canturreo regular del océano. Más tarde, me quedo dormido.
¿Dónde, en Venecia o en Roma, podría hacer lo que hago?