Este texto es un fragmento de

Un claro en el bosque

Tomás García Merino

El sol se cuela a través de los grandes ventanales abiertos en la fachada de la nave principal, los rayos alumbran el movimiento de las motas de polvo, danzan al ritmo que marca el ruido ensordecedor de los telares, las lanzaderas siguen el compás de una partitura no escrita que se repite minuto a minuto, hora a hora, día tras día. El frío helador de la madrugada va perdiendo su poder. Los obreros, con sus movimientos, parecen seguir este baile machacón, forman parte de esta gran maquinaria, la producción está en su momento álgido, no se puede perder un segundo. Una luz roja indica que un telar se ha detenido, un obrero se encamina hacia él, sortea varias cajas de bobinas y garrafas de aceite mal colocadas, con manos diestras lo arranca de nuevo, el compás ha cambiado pero la canción continúa.

Al fondo, cerca de la puerta de entrada, la figura de Manuel se recorta alumbrada por la tenue luz de la pequeña oficina. Manuel es el encargado, tiene bajo su control cerca de ciento ochenta obreros en esta nave de telares, de él depende que todo funcione correctamente, que se pierda el menor tiempo posible y que todo vaya como la seda. Abastece de material a los responsables de los telares, engrasa las máquinas, arregla las posibles averías, ayuda a doblar las piezas y llevarlas al almacén, ejerce de mediador en las pequeñas disputas entre los obreros. Le respetan.

Está observando las luces de los telares, todo está bien, todas verdes. Piensa que lleva aquí casi toda su vida. La primera vez que entró en esta nave tenía poco más de ocho años, vino a traer la cesta con la comida para su padre, como hacía todos los días. “Ven hijo, que quiero que veas esto, tarde o temprano trabajarás aquí, cuanto antes aprendas el oficio, antes empezarás a ganarte el sustento”. A partir de ese día siempre que podía se escurría dentro de la nave e iba aprendiendo cosas aquí o allí. Ya han pasado veinte años de aquello. Entonces no había tantos telares ni tantos obreros como hoy en día, en el fondo se sentía un poco orgulloso, esta era la fábrica más grande de la ciudad.

—¡Manuel, Manuel! —. Las voces le sacaron de sus pensamientos, vio como le hacían señas desde un telar con la luz roja encendida, se encaminó hacia allí.

Normalmente no necesitaba que le avisaran, pero hoy era la segunda vez, no estaba centrado, una nota le quema en el bolsillo de su pantalón, una y otra vez mete la mano y toca el áspero tacto del papel de estraza, está nervioso, no deja de pensar en lo que pone en esa maldita nota, todavía no ha decidido, le sudan las manos, mira su reloj, no queda mucho tiempo.

Llega hasta la altura del telar parado, desenreda la lanzadera, la carga con una nueva bobina y arranca de nuevo el telar, luz verde, ya está de nuevo funcionando.

—Gracias, Manuel —dice agradecido el operario del telar.

—Oye, Paco, voy al almacén a buscar aceite, se ha terminado y parece que este y otros dos necesitan ser engrasados.

—Vale, trae un cajón de bobinas, con las que tengo no llego hasta la tarde —dice un poco sorprendido, es la primera vez que le cuenta lo que va a hacer, se le nota mala cara— ¿Estás bien?

Asiente con la cabeza y se dirige hacia la puerta, de forma instintiva la mano va al bolsillo de su pantalón, la nota le quema. Al cerrar la puerta tras él parece estar en otro mundo, el ruido es casi soportable, el sol le ciega, se coloca la gorra y se encamina al garaje. La sombra que proyecta la imponente chimenea de ladrillos rojos parece indicarle el camino hacia la entrada de la gran nave que hace las funciones de garaje. La nota le quema en su mano, ya no hay vuelta atrás, la decisión está tomada. Los nervios le impiden acertar con la llave, debe relajarse, respirar hondo y recuperar el aplomo. El silencio golpea su cabeza, allí no hay ruido, cierra la puerta y se asegura de que quede bien cerrada, el sol ilumina la mitad de la nave, se acerca a la ventana y vuelve a leer la nota, ya no sabe cuántas veces la ha leído, pero allí no hay nadie, respira tranquilo y regresa hacia la puerta.

—¡Manuel!, ¡Manuel!

Se para en seco, le ha oído claramente, es su voz, los nervios se apoderan de él. Se gira lentamente, busca con la mirada al fondo entre los camiones, no ve a nadie, recorre toda la pared donde están almacenadas las grandes sacas de lana, su mirada se detiene. Reconoce su sombrero. Su voluntad le ha abandonado, se encamina hacia él. Se quita el sombrero, traje de lana cruzado, con chaleco a juego, camisa blanca resplandeciente, y unos brillantes zapatos marrones del mejor cuero del mercado. Se fija en su rostro y su boca comienza a moverse.

—Pensaba que no vendrías.

—Yo también pensaba que no vendría —dijo con media sonrisa. Sus manos jugaban involuntariamente con su gorra.

—Me alegra que hayas decidido venir. —Se acercó hacia Manuel y le posó suavemente su mano en el hombro—. ¿Cuánto hace que no estábamos los dos solos?

—No quiero hablar de eso. —Dobló su gorra y la guardó en el bolsillo de su pantalón junto al trozo de papel que le había llevado hasta allí—. Sinceramente no sé bien qué hago aquí.

—A lo mejor tenías ganas de verme y tú no lo sabías. —Sus labios dejaron ver el resplandor de sus dientes. Puso su sombrero sobre un saco de lana y con delicadeza tomó el rostro de Manuel entre sus manos—. De todos modos, aquí estamos los dos, solos.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Manuel, su vello se erizó, y por un momento no era dueño de sus actos. Sintió la suavidad de sus manos en las mejillas, el aroma de su perfume llegó hasta su cerebro, los recuerdos brotaron de golpe, llevó su mano hacia la nuca, le acariciaba los rizos de su negro pelo y con fuerza atrajo hacia él la cabeza de Ignacio, le rodeó la cintura con su mano izquierda y le besó, le besó con fuerza, le besó con rabia, le besó con deseo.

—¿Por qué me haces esto, Ignacio?, ¿después de tanto tiempo? —le preguntó, sin ganas de respuesta, con los ojos húmedos, sin voluntad, le acariciaba su pelo.

No le dejó responder, sus labios ocupaban de nuevo el hueco de su boca, se abrazaban sin prisa, con miedo, miedo a lo nuevo, miedo al recuerdo. Se desnudaron uno a otro, sin prisa, observándose mutuamente cada parte de sus cuerpos. Ignacio se dejaba hacer, relajado, tumbado sobre los sacos de lana, Manuel iba repasando el sabor de cada parte de su cuerpo, se detenía, le miraba a sus ojos verdes y le besaba, una y otra vez. Le agarró con fuerza su pene erecto, lo acarició, lo besó, lo introdujo en su boca, Ignacio agarró suavemente la cabeza de Manuel y acompañó los movimientos de este. Se volvieron a besar, con más prisa, con más deseo, Manuel giró bruscamente a su amante, recorrió su espalda,  le besó la nuca, le cubrió el cuerpo con su cuerpo, el amor se desató, se nombraban uno a otro, se dijeron palabras que salían del corazón, se dejaron llevar a un sitio desconocido para los dos, algo nuevo.

Tumbados, fijos los ojos en el techo, la respiración iba recobrando el ritmo habitual, no se miraban a la cara. Manuel vio una imagen en el suelo, al lado de un saco de lana yacía amontonada la ropa de los dos, sus desgastados y sucios pantalones, su camisa sin cuello, con las mangas recogidas junto a un elegante pantalón de lana, un poco arrugado, la camisa blanca, con su precio comería durante una semana una familia humilde, el chaleco, de cuyo bolsillo colgaba la cadena de oro que sujetaba un hermoso reloj, también de oro. Estaban mezcladas en el suelo las ropas de dos clases de la sociedad, dos clases muy diferentes y ninguna se quejaba, habían llegado allí fruto del amor. Manuel borró este pensamiento de su cabeza y se incorporó sobre Ignacio, le miró, sonrió y le besó en los labios.

—No sé porque hemos llegado a esto, me tienes que jurar que nadie debe enterarse. —dijo Manuel con tono muy serio, la amabilidad de su rostro había desparecido— ¿Me lo juras?

—Claro, ¿por quién me tomas? —le contestó Ignacio incorporándose y sentándose sobre el saco de lana—. A ninguno nos interesa que esto se sepa, prométeme que nos volveremos a ver, en otro lugar más discreto y más cómodo, ¿no?

—Te lo digo muy en serio, yo tengo más que perder que tú. Tú te irías a otra ciudad, empezarías otra nueva vida y todo olvidado, para mí sería el final, no me dejarían vivir en paz. —Su voz era más seria cada vez, se lo dijo mientras se abrochaba los pantalones—. Tú eres el sobrino de uno de los jefes, yo no soy más que un pobre obrero que no tengo donde caerme muerto. Tenemos que tener mucho cuidado con esto.

—La gente sabe que somos amigos desde la infancia —argumentó Ignacio mientras sacudía el polvo de su sombrero—, no pasa nada porque nos vean juntos, además tú trabajas para mí, bueno para mi tío, tú hablas en nombre de los obreros cuando hay cualquier problema en la fábrica, y te prometo que esto no lo sabrá nadie.

—De acuerdo, tengo que volver al trabajo —dijo Manuel poniéndose la gorra.

—Te enviaré otra nota para volverte a ver —le habló intentando besarle.

—Ya veremos —contestó apartándose y se encaminó hacia la puerta por donde había entrado—, adiós.




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