Este texto es un fragmento de

Un fraile en el Infierno

Txema Logroño

Prólogo



Samuel Grossman, como todos los días, incluyendo los domingos, llegaba a su trabajo con puntualidad.

Alto, de 52 años, cojeaba de una pierna; una herida de guerra, durante la operación “Paz para Galilea” en el Líbano, allá por 1982. Su tanque fue alcanzado por un obús palestino y él pudo escapar de milagro, dejando atrás los cadáveres calcinados de sus cuatro compañeros de armas. De la noche a la mañana se convirtió en un héroe y en un lisiado a la vez. Semanas de rehabilitación consiguieron que pudiese mover su pierna, pero con secuelas en forma de una pequeña cojera que le impediría correr el resto de su vida.

En la segunda planta de la Knesset tenía su despacho desde donde se veía con claridad la enorme Menorá de hierro, con sus siete brazos, en los cuales estaban plasmados, a modo de relieve, los hechos más sobresalientes de la historia de Israel. Allí centenares de turistas se retrataban con sus cámaras sin saber muy bien que significado tenía aquel monumento. Todos los días lo mismo. Y es que vivir en Jerusalén tenía esa servidumbre de turistas provenientes de todo el mundo. “Ciudad de Paz” símbolo de contradicción para judíos y árabes ante la mirada neutral de unos cristianos también divididos en no se sabe cuentos ritos.

Al llegar a su despacho, Hannah, su secretaria, le tenía preparado un té al estilo bedú. Y es que los árabes, para Samuel, eran unos expertos en el arte de preparar la infusión.

 Hannah llevaba con él varios años, desde que fuera elegido diputado por el partido Likud. La había elegido entre diez candidatas, a cada cual más eficiente y capaz de desempeñar con precisión el trabajo. Pero ninguna de ellas tenía unos expresivos ojos verdes cuasi felinos, factor determinante para que el nuevo disputado se hubiese fijado en ella.

Samuel Grossman era un lobo solitario. Había estado felizmente casado hasta que un atentado suicida palestino en un centro comercial del nuevo Jerusalén le había arrebatado de golpe a su mujer y a sus dos hijos pequeños. Su hija mayor, Sarah, se salvó gracias a un intercambio escolar con otro colegio de los Estados Unidos.

Era lo único que le quedaba y se encontraba haciendo el servicio militar en una unidad de fronteras en el puente de Allenby, en la frontera con Jordania. Le veía los fines de semana que tenía permiso, pero a veces ella ponía más énfasis en estar con sus amigas que con él.

Hannah le había dejado los asuntos pendientes del día; reuniones, comisiones parlamentarias y un sin fin de actos sociales a los cuales ella sabía que no él acudiría. Consideraba, con cierta razón, que su jefe se estaba muriendo en vida. Samuel abrió la correspondencia más urgente sin reparar en un sobre, bastante voluminoso, colocado junto a su teléfono. Fue Hannah quien, a través del interfono le hizo reparar en él.

— Lo han traído desde la Custodia de Tierra Santa —le dijo con su vocecita siempre alegre.

Él había tenido contactos con esa institución de la iglesia católica llevada por los franciscanos que se ocupaba de preservar los santos lugares cristianos y a quienes el estado de Israel les tenía reconocido su estatus diplomático.

Eran, a juicio del parlamentario, más razonables que los cristianos ortodoxos, siempre enfrentados por dimes y diretes sin importancia en sus turnos en la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén. No sería la primera vez en que la policía israelí había tenido que entrar en ese templo para separar autenticas batallas campales entre los ortodoxos griegos y los de rito armenio.

Ya tenían bastante con los árabes y con los palestinos como para preocuparse también por una de las ramas de los seguidores del Rabí judío muerto hacía dos mil años.

El sobre traía el escudo franciscano y contenía una gran cantidad de hojas encuadernadas escritas en hebreo moderno. También contenía una carta firmada por el hermano Klaus, el custodio de Tierra Santa, el primer no italiano desde el propio San Francisco que ocupaba aquel puesto tan delicado. Siempre habían sido los italianos los encargados de la tarea de preservar los lugares sagrados para los cristianos.

Mi querido amigo: Hace unos días el hermano Mateo, de nuestra orden, falleció en Jerusalén. Estaba enfermo desde hacía bastantes años, pero en los últimos meses las múltiples dolencias que sufría se le fueron agravando hasta producirle la muerte. El hermano Mateo llevaba en esta tierra más de cincuenta años y en virtud de esa experiencia le aconsejé que escribiera algunas notas destacadas sobre su vida, que yo suponía interesante. Con su característico humor me hizo caso, en función del voto de obediencia que todos tenemos en la orden franciscana, pero escribió su relato en hebreo, como podrá comprobar. Si le mando este relato, de nuestro hermano difunto, es porque nos gustaría, una vez leído su contenido previamente, que después de una lectura por su parte, enviara una solicitud al Yad Vashem para declararlo “Justo de la Humanidad” Como bien conoce Ud. únicamente los judíos pueden comenzar el proceso para que un gentil se ha declarado con ese título de honor. Al igual que hecho yo comprobará que en el hermano Mateo concurren muchas vivencias para otorgarle dicha mención tan importante para Uds. como para nosotros también. Teníamos idea de sus trabajos en pos de la paz en esta tierra desde su llegada en 1947, pero desconocíamos aspectos de su vida y actividades anteriores a esa fecha. Es por ello por lo que le pido por favor lea este manuscrito y después tome una decisión en conciencia.

Esperando su respuesta y agradeciéndole de antemano su interés se despide cordialmente

Hno. Klaus Rothmaan

Custodio de Tierra Santa

 

Samuel se quedó pensativo. Había coincidido un par de veces con el franciscano alemán y siempre de manera formal y protocolaria. La segunda vez en el aniversario de la creación del estado de Israel, en la recepción que el presidente Weizman había ofrecido en su residencia de Jerusalén. Y recordaba ahora que, a su lado, había a un monje bastante anciano que departía con alegría y franqueza con el jefe de de los servicios de seguridad interior. Aquel, pensó el diputado, debía ser el hermano Mateo.

Abrió el manuscrito con curiosidad, escrito en hebreo, toda una deferencia para un gentil y encima cristiano; no sin antes advertir a su secretaria que nadie le molestara esa mañana a excepción del algún miembro del gabinete.

— Justo de la Humanidad… no tan deprisa, hermano Mateo —pensó Grossman.




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