Este texto es un fragmento de

Un hombre de suerte

Rafael García Meseguer

CAPITULO I: 18 de julio


Como es sabido todo empezó un 18 de Julio, pero de hecho, como toda enfermedad, se estaba incubando desde muchísimo antes. No hablaré del conjunto nacional de entonces, porque tampoco me preocupaba gran cosa, mi lectura de periódicos era esporádica y casual, por lo que mis conocimientos generales eran pura y llanamente los que me podían alcanzar de forma coloquial.

Del mes previo al alzamiento mi mayor recuerdo era la cantidad de sueño que pasaba. Durante el verano tenía jornada intensiva, solo trabajaba por la mañana y aprovechaba para vivir con mis padres para ahorrar algo de dinero. He de añadir también que en aquel tiempo me sentía muy atraído por una vecina de casi mi edad, que veraneaba en nuestra barriada, Rabasa, un barrio del extrarradio y en pleno campo. Ella era aún estudiante como la mayoría de los jóvenes que nos reuníamos en el vecindario, todos ellos de vacaciones y con la mañana libre para dormir. Yo afanosamente quería llevar el mismo tren de vida, me acostaba como todos después de las doce para levantarme temprano y coger el tranvía de las seis y media de la mañana para llegar a Alicante a las siete, donde cogía el autobús que me llevaba a mi trabajo. Las velocidades no eran las de hoy y mi regreso a casa era casi a las cinco de la tarde. Llevaba una vida tal vez agobiante, pero no me daba cuenta. Con el tiempo mi trabajo había conseguido gustarme y por fuerza estaba absorbido por él.

Por aquella época estaba en la sede del Banco Central en Elche, llevaba la liquidación de efectos y aplicación de remesas a corresponsales y terminado este trabajo, tenía que pasar a la recapitulación del movimiento diario de la sucursal, que debía terminar antes de las dos y media, so pena de perder mi autobús de vuelta. Trabajaba contra reloj pues la empresa me pagaba el viaje a cambio de que llevara una copia del movimiento que había hecho y que tenía que cuadrar, más la correspondencia a nuestra central de Alicante. Pensaba que me explotaban pero era feliz, pues siempre me he sentido feliz cuando mi trabajo me ha exigido un esfuerzo complementario.

Mi vida durante el invierno era bastante diferente. Pasaba la semana en Elche viviendo en una pensión cerca del banco. Convivía con mis compañeros de trabajo, que no eran más de una docena. Éramos muy distintos unos de otros pero nos llevábamos bien. Nuestras mayores barreras políticas eran las religiosas, no se hablaba de ello si no tenías mucha confianza, no se si por no herir la sensibilidad o por un taimado respeto. Entre los más jóvenes había uno de ellos que de forma jovial, y siempre en un grupo autorizado, cuando hablaba de las iglesias decía que aún lamentando su valor artístico, prefería fueran borradas del globo y que si algún niño preguntaba sobre que había en aquel solar contestar que no lo sabía, pero que tuvo que ser algo muy malo. Una simplificación de la historia.

En aquel invierno anterior al levantamiento hubo algunos choques más políticos que sociales entre la extrema derecha y la extrema izquierda local. En cierta forma me vi implicado en ello. Por parte de un compañero de la pensión que conocía mis inclinaciones progresistas, me pidió que le grabara el original de una hoja para una máquina multicopista que se encontraba escondida en el Campo de Elche. En las circunstancias que se me pedía el panfleto no debería ser muy legal, pero la fuente donde manaban las ideas para mi era honesta y le acepte el encargo. Fuimos a realizar el escrito a una Armería local donde nos prestaron la máquina de escribir. La casa del armero daba a dos calles, y este nos informó que en caso de peligro haría un disparo, pues los vecinos estaban acostumbrados a que probara las armas. Esto nos daba unos aires muy curiosos de conspiradores. Hicimos la cuartilla y la llevamos a nuestro corresponsal al que conocíamos, por motivos de seguridad, por el largo apodo de Miserable Puchero. Vino en bicicleta a recogernos el original en el punto convenido y salió como si tal cosa. A los pocos días apareció el pasquín por las calles de Elche. Tenía la sensación de que todos los que lo leían a mi alrededor sabían de mi coautoría. No era así.

En aquel invierno las fuerzas de la Guardia de Asalto se emplearon a fondo con unos y otros, algo se estaba cociendo pero lo ignorábamos. La victoria del Frente Popular no podía cuajar bien con los intereses de los industriales y de la oligarquía. Por desgracia lo pudieron comprobar a los pocos meses en su propia carne. En aquellos días, los que sentían osados, ya llevaban la cruz gamada en el revés de la solapa, una formula importada que tomaban como modelo pero que en el fondo tampoco conocían. En uno y otro bando la masa solo se interesaba por cuatro líneas generales. El detalle, la letra menuda, donde se pueden encontrar las cosas desagradables, a nadie le interesa.

Con estas condiciones llegó el 18 de Julio. Una fecha nefasta, trunco muchas esperanzas y cambió la vida de mi generación. Con anterioridad a estas fechas ya se pecaba de mucha ingenuidad, de falta de autoridad. Los peores enemigos eran los que se decían partidarios de la República. Ya se dice, guárdame de mis amigos que de mis enemigos ya me guardo yo. Los amigos no sabían lo que querían, todo eran conflictos y como en «El 93», de Víctor Hugo, se distinguían por el exceso de celo, que nadie se conformara. A pedir más de lo que se podía dar y al mismo tiempo cercenar la economía. Los enemigos se encargaban de alentar la demagogia. No había habido una revolución, solo un cambio de régimen que quería ser progresista.

La República se hundía por su base en cuanto a la juventud se refiere. Éramos radicales en ambos bandos y habíamos perdido la confianza en la democracia. No había ni experiencia, ni conocimientos, solo una fuerza ciega e instintiva que es la que los suple muchas veces, y me temo siempre eligen lo mejor, es la sabiduría de la naturaleza. Unos iban en contra del oscurantismo y otros por la tradición. En ambas partes había un riesgo de error. El tener que escoger es siempre una aventura. Yo ya había escogido, no sabía de teorías ni me preocupaba la política, tal vez mi elección venía de mi niñez en la calle Gravina, de aquellos niños pobres que consideré mis iguales. No creía en la democracia, la aceptaba como mal menor. Quería ser gobernado por la élite, lo mejor, no creía que el pueblo fuera capaz de elegir su medicina. A nadie se le ocurre poner a votación la receta de su médico, nos confiamos al especialista. Entonces no había leído la anécdota de un filántropo, que hizo un grupo de casas magníficas para gentes modestas y cuando las terminó se dio cuenta de que eran una buena inversión, el financiero que él era en el fondo venció al filántropo. Dejó la caridad para mejor ocasión. La buena intención nunca es bastante. Con el tiempo aprendemos que lo ideal, precisamente por ser ideal, no sobrepasa nuestra mente, no es accesible. El camino de la vida siempre esta cuajado de imponderables y nada es previsible. Afortunadamente la juventud siempre viene detrás con su optimismo.

Nos levantamos aquella mañana de sábado con las primeras noticias del golpe de Estado por parte de las tropas de África. A pesar de las proclamas por radio instando a la calma e informando lo limitado de su efecto. Por la noche fuimos a seguir las noticias un grupo de jóvenes del barrio a la sede de las Juventudes Socialistas Unificadas y no volvimos a casa hasta la madrugada. Allí pudimos oler en el ambiente la seriedad del golpe. Durante la tarde del domingo volvimos allí y empezaron a aparecer el nombre de capitales de provincias sublevadas. Con respecto a la situación local supimos que las fuerzas del regimiento estaban acuarteladas, del intento de asalto del reformatorio de adultos por parte de unos falangistas callosinos -sofocado por la Guardia de Asalto, que mostró su fidelidad republicana-; y de la sublevación de la Guardia Civil de Albacete. Al día siguiente volví al trabajo y definitivamente el ambiente general era de enfrentamiento, y sin tapujos. Estoy convencido que nuestra zona, la republicana, era la peor parada, que si bien no habían efectuado el levantamiento y teóricamente se consideraba la mantenedora del status quo, fue desbordada por los acontecimientos en su propio territorio. Las formas de orden establecidas se desmoronaban, se vivió casi una revolución y digo casi porque la mayoría de la población deseaba el orden y se hacía todo lo que se podía por reafirmar la autoridad, frente a unas minorías violentas y armadas que se hicieron los dueños de la noche.

Mi rutina me llevó a volver todos los días de Alicante a Elche todas las mañanas. Pronto empezamos a ver desde el autobús las víctimas, para nosotros anónimas, tiradas en las cunetas, normalmente solo una, pero casi todos los días durante algún tiempo. El sentimiento general de los viajeros era de estupor y desagrado que no se ocultaba, aquello era pura y simplemente asesinatos al margen de la justicia. Los que los ejecutaban eran las patrullas de control de la retaguardia, indeseables que no daban la cara en los frentes, que se ocultaban en el manto de la noche. La ley, aún cuando se aplica en sus últimos extremos como ocurre en una guerra, no necesita de subterfugios, sus veredictos son públicos y a la luz del día, con una autoridad de quien emana y en cierta forma se responsabiliza. En aquel verano del 36 pude ver en la Rambla de Alicante a un grupo de tipos fuertes, con grandes patillas, botas resonantes, pistolas al cinto y con grandes pañuelos rojinegros al cuello, alguien dijo que habían sido liberados del Penal de San Miguel de Valencia y me pareció posible, su aspecto era el de facinerosos y pisaban fuerte con el derecho que se habían otorgado a si mismos de llevar y usar pistolas, que desgraciadamente todavía no se estaba en condiciones de quitar. Esta fue una de las estampas con mayor colorido y que me quedó grabada definitivamente, aunque con un sabor desagradable.

En estos primeros meses fue detenido un compañero de la oficina, era uno de los que llevaba la cruz gamada en el revés de la solapa, pero mucho me temo no esperaba que las cosas fueran a llegar tan lejos o esperaba un triunfo más rápido. Tan pronto como nos enteramos que estaba en una cárcel que había sido habilitada en el Ayuntamiento, fuimos otro compañero y yo, que no pertenecíamos a ningún partido político pero nos sentíamos progresistas y de conciencia recta, a ver al director del Banco para pedirle que nos autorizara para decir que circunstancialmente teníamos algunos problemas organizativos y nos era indispensable para resolverlo. Nos autorizó en seguida y con las mismas nos fuimos a ver al alcalde, quien por lo que pudimos ver no deseaba otra cosa que tenerlo fuera de la cárcel el máximo tiempo posible para que no se lo llevaran a Alicante. Allí estaba nuestro compañero dolorido y preocupado, no era para menos, sabía que cualquier accidente lo tenía al alcance de la mano. Debía de ser una experiencia desagradable. La cuestión es que pudimos salvarlo del apuro.

Poco a poco fueron saliendo mis primeros conocidos al frente. Salían en unidades improvisadas la mayoría desde el Asilo del Remedio, en Campoamor, sede de las Milicias Populares Antifascistas. Salían sin uniformes y teniendo que aportar como mínimo la manta. Salían sin armas, esperaban que se las facilitarían en alguna parte. De aquellos jóvenes del barrio quedaron yertos un cincuenta por ciento como aportación de sangre a nuestra causa, muertos o desaparecidos en los frentes de batalla. Uno de los primeros en partir fue Vicente Ripoll, que en la barriada era conocido como el Seba, que aparecerá como personaje a lo largo de esta historia. Gran amigo, posible por esa amistad que se crea por los recuerdos comunes. Fuimos a despedirlo a Campoamor sus convecinos de la misma edad. Como los demás iba sin armas y con el máximo que pudiera aportar para su equipo. Fue a parar a la operación de Mallorca con la columna de Uribarri, una rara aventura que terminó mal. Seba disponía de ese raro olfato o intuición que ayuda a sobrevivir. Cuando hubo que abandonar la isla se encontró entre los pocos que volvieron hasta la península, llegando al puerto de Barcelona sin fusil y cargado de paquetes de tabaco. Se integró en otras unidades y continuó la guerra.




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