Este texto es un fragmento de

Venidos del frío

Manuel Vega y Paco Herranz

Me llamo Dimitri Alekséyevich Yakunin, pero casi todos me llaman Dima. Voy a cumplir medio siglo y me gusta el fútbol. Mucho. El balompié me atrae desde que tengo memoria. Siempre fui seguidor del Spartak de Moscú, la naródnaya komanda, el «equipo del pueblo». Gran parte de mi vida ha estado vinculada, e incluso marcada a fuego, a este histórico club fundado en 1922, el mismo año de la creación de la Unión Soviética. Mi pasión por el balón cuajó pronto en el campo de juego. Entré en la categoría de alevines en la organización y llegué hasta la de juveniles. No lo hacía mal. Fuerte, rápido, solía jugar por la banda izquierda, ya que soy zocato (me encanta esa palabra en idioma español). Pero una desgraciada lesión en el ligamento cruzado de la rodilla derecha me apartó de la competición. Me costó mucho superarlo.

Gracias a mis buenos tovarishchi, seguí arropado por la familia del Spartak, formando parte, como voluntario y luego como asistente, del equipo técnico del club rojiblanco. Eso me salvó de caer en la depresión o en el alcoholismo. Di el salto a la federación nacional, donde hice carrera hasta el año 1999. Soy una persona afortunada. Viajé mucho por el extranjero con la selección soviética, después rusa, durante la década de los 90, unos años muy duros y convulsos para el país. En uno de esos desplazamientos por Europa conocí España y me enamoré del país. La tierra de Don Quijote y Dalí se ha convertido en mi segunda patria. Aquí encontré a mi segunda esposa, Beatriz, andaluza y de la ciudad de Baeza, en Jaén, para más señas. Ahora trabajo como fisioterapeuta en Málaga capital y desde hace un par de años entreno al Casabermeja, un modesto pero entrañable club que milita en la división regional preferente.        

Siempre me ha gustado ordenar mis pensamientos y ponerlos por escrito. En una cuartilla de papel o en un ordenador. Empecé a pensar seriamente en escribir este relato tras el Mundial de 2018 celebrado en Rusia. La excusa resultó perfecta para visitar a viejos amigos y ver muchos partidos de primer nivel, no solo en Moscú, donde nací; también en el balneario de Sochi, a orillas del Mar Negro. Entonces me convencí de lo mucho que había cambiado el deporte rey. Antes, cuando era joven, había otro estilo de fútbol, más abnegado, más humilde, más basado en el esfuerzo colectivo del equipo que en la resolución de unas estrellas millonarias, más basado en el pundonor que en el talonario. 

Eso pasaba no sólo en mi país, sino también en España. Cuando llegamos a este país, el fútbol aún se parecía al de los 80, pero la ley Bosman, en diciembre de 1995, con la desaparición del cupo de los jugadores europeos comunitarios, lo cambió todo y fomentó el negocio que es hoy en día. Aquí se ha incentivado el bipartidismo Barça-Madrid. Hoy es impensable que otro les haga sombra. El Atlético de Madrid en 2014 fue la excepción. En los 90, en cambio, aunque dominaran el Barça o el Madrid, la lucha estaba abierta y se plantaban con opciones de ganar el Deportivo, el Valencia o el propio Atleti. La Liga era mucho más competitiva y emocionante que ahora. Los derechos televisivos favorecen ese bipartidismo actual, con ambos equipos llevándose una tajada mucho mayor del enorme pastel que se sirve en la mesa. 

Como digo, hasta los 90 el fútbol tenía otra imagen, más épica y dura. Piensa en la propia estética de los futbolistas: tipos calvos, sin complejos, con bigote, gordos incluso. Tu vecino podía ser un futbolista profesional. Aparte, era mucho más duro jugar. Si llovía, te llenabas de barro hasta las orejas. Ahora, en cambio, tienen todos los adelantos técnicos para jugar en campos que parecen auténticas alfombras verdes. En Moscú, por ejemplo, se usan lámparas especiales para calentar el césped. Hace dos o tres décadas, era impensable que un equipo se viera privado de jugadores de su cantera. Hay clubes que pagan millonadas por críos de 15 o 16 años. Tenemos muchos ejemplos: uno muy claro es el de Cesc Fábregas, en 2003. Con 16 años, el Arsenal se lo compró al Barça, cuando los azulgranas atravesaban una crisis total en la que no promocionaba la cantera. Ahora, en otro ejemplo de mercantilización extrema, es el Barça el que lo hace con otros equipos extranjeros.

Y no solo se ha mercantilizado el fútbol, sino que se ha globalizado, en el peor sentido de la palabra. A primeros de los 90, nadie pensaría que hoy los horarios de un partido importante de Liga se fijarían conforme a la hora en Extremo Oriente, para que los chinos y japoneses los puedan ver a una hora cómoda para ellos. Y la mercantilización ha llevado a un precio desmedido de las camisetas. Yo recuerdo que a Serguéi, mi hijo mayor, fruto de mi primera relación, le regalé toda la equipación de la selección española. No era algo muy caro. Hoy en día, muchos padres pagan precios astronómicos por camisetas con el nombre impreso del ídolo de su crío. Y lo ven normal. Insisto en lo de la estética de los jugadores. Hace 25 años, un Neymar estaría en un zoo, no en un campo de fútbol. Suena duro, pero es lo que pienso. Otra situación impensable en los 90 sería que jeques árabes compraran clubes e hicieran y deshicieran a su antojo. El Málaga es un ejemplo claro de esa perniciosa tendencia.

Con este libro, quiero aportar mi humilde testimonio a lo que pasó en esos añorados años 90, pero especialmente de una extraordinaria circunstancia: la llegada a España de muchos jugadores de fútbol soviéticos justo cuando desapareció la URSS. Dasáev, Salenko, Mostovói, Rádchenko, Popov, Karpin, Onopko, Chéryshev y tantos otros. Vinieron del frío buscando un futuro mejor. Como he leído en algún periódico: «Eran buenos, bonitos y baratos». La suerte les sonrió en mayor o menor medida. La afición española les sigue recordando. Tuve el privilegio de conocer a muchos de esos compatriotas míos, y también a sus entrenadores, a sus compañeros y a algunos de los directivos de sus clubes.

El primer recuerdo futbolístico que guardo en mi memoria es el de mi padre, Alekséi Maksímovich, llevándome al entonces Estadio Central Lenin, en la ribera del río Moscova. Desde 1992 al estadio se le llama Luzhnikí por el barrio donde se encuentra. Yo tenía apenas 6 años. Recuerdo vívidamente la desilusión de mi padre porque el Spartak descendía a segunda división: había terminado la temporada en decimoquinta posición. Algunas autoridades soviéticas pusieron el grito en el cielo. ¡Cómo puede haber ocurrido algo así!, clamaron, y apelaron a la cúpula del país para que le mantuvieran en la división de honor, teniendo en cuenta sus grandes logros pasados. Finalmente, prevaleció el sentido común; haber hecho una excepción con los «gladiadores» —llamados así popularmente, porque el nombre del Spartak viene del famoso gladiador romano Espartaco— habría supuesto un peligroso y lamentable precedente que habría violado los más elementales principios futbolísticos del fair play

El club regresó a la división de honor al año siguiente, en 1978. Poco después del descenso, Nikolai Starostin invitó a Konstantin Beskov, un exjugador del Dinamo de Moscú, a tomar las riendas del equipo. Eso no nos agradó a muchos, dada nuestra eterna rivalidad con los blanquiazules. Pero lo cierto es que el nuevo entrenador consiguió formar un conjunto muy sólido gracias a los fichajes del centrocampista Yuri Gavrílov, el delantero Gueorgui Yártsev y el defensa Oleg Romántsev (aunque a este le costó bastante convencerle), tan sólido que ganaron la liga de 1979. Beskov dirigió después la selección soviética y en junio de 1980 sus hombres arrancaron una victoria histórica a la Brasil de Sócrates en Río de Janeiro, con Dasáev, de portero, y Romántsev, de capitán. Sobre el pecho, los nuestros lucían las siglas CCCP, las de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¡Eso era fútbol!

Mi tío Stepán, el hermano más pequeño de mi padre, también era hincha del Spartak. Aunque hacía mucho frío y había nevado la noche anterior de aquel nefasto miércoles de 1982, Stepán decidió ir a ver el partido de ida de la UEFA contra el holandés Haarlem. Le acompañaban dos buenos amigos. La temperatura rondaba los 10 grados bajo cero. Algunas de las tribunas del Estadio Luzhnikí estaban cubiertas de nieve y hielo. Solo dos de ellas fueron habilitadas al público. El Spartak ganaba 1-0. El tiempo era tan malo que algunos espectadores decidieron salir del recinto deportivo antes de que el árbitro pitara el final para así coger el metro de regreso a casa. Pero cuando el Spartak marcó el segundo gol, en el minuto 90, algunos aficionados volvieron al estadio para celebrar el tanto, chocando con los que ya salían. También se dio el hecho de que algunos bárbaros, calientes por el vodka, habían lanzado botellas y bolas de nieve a los agentes de policía durante el transcurso del partido. La militsia, la policía uniformada, se había puesto a controlar la documentación a la salida del estadio porque había mucho adolescente solo. Entonces era ilegal que los menores de 16 años acudieran a un evento vespertino si no iban acompañados por un adulto. 

Este cúmulo de circunstancias produjo una espantosa avalancha que segó la vida al menos a 66 personas. Esa fue la cifra oficial, pero perecieron muchos más. Se llegó a hablar de 350 muertos. Nunca sabremos el número exacto. Mi tío Stepán, de 24 años, fue una de las víctimas mortales. Mi padre y mi tío Fiódor estuvieron ocho horas buscándole, cada vez más desesperados, hasta que dieron con él, gracias a un amigo, en el repugnante depósito de cadáveres del Centro de Urgencias de Sklifosovsky. Murió aplastado en la escalera número 1 de la Tribuna C. Le enterramos ¡13 días después! El propio Yuri Andrópov, a punto de convertirse en secretario general del PCUS, pues Leonid Brézhnev ya no se enteraba de nada, impulsó una comisión de investigación. El director del estadio, Víktor Kokryshev, el comandante en jefe del estadio, Yuri Panchijin, y otros dos subordinados, incluido un mayor de la policía, fueron condenados a tres años de cárcel por negligencia. Pero, o fueron amnistiados o no cumplieron toda la pena. ¡Qué vergüenza!

Ese trágico episodio familiar marcó mi vida por completo. Desde entonces, siempre he evitado las aglomeraciones. Cuando toca abandonar cualquier estadio, espero paciente hasta que ha transcurrido un buen rato y puedo salir tranquilo, sin sufrir empujones. Eran tiempos muy complicados, y las autoridades taparon e incluso redujeron la magnitud de la tragedia. Nada apareció reflejado en la crónica del partido publicada un día después por el rotativo Soviétski Sport (Deporte Soviético). Tan solo se publicó un párrafo de tres líneas, que hablaba de «víctimas», sin dar más detalles, en el diario Vechérniaya Mosvká (Moscú Vespertino).

Hubo que esperar a la Glásnost, es decir, a la libertad de expresión que trajo Mijaíl Gorbachov, ya en julio 1989, para que los propios soviéticos conociéramos de primera mano los tremendos detalles del aquel desastre. El primero que los desveló fue, creo, el diario Izvestia (Noticias) en un reportaje titulado «El negro secreto de Luzhnikí». Desde entonces, todos los meses de octubre, haga frío o no, los aficionados al balompié se reúnen en señal de duelo para poner bufandas y flores sobre el monumento a las víctimas, inaugurado en 1992 al cumplirse 10 años de aquel espantoso siniestro. 

Esta es la historia de los futbolistas de mi país que se buscaron la vida en España tras la caída de la Unión Soviética. Yo también lo hice, en parte, gracias a ellos.



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