Quito, 29 de Octubre de 2015
María…
A veces resulta Ecuador tristemente eterno, pero no podría medir nunca esa tristeza. ¿O sí? Quizás sí podría… Podría medirla en las tardes de lluvia que no cesan al contar las gotas que parecen querer romper los cristales. Podría medirla en los silencios rotos por el ruido de una nevera vacía. O podría medirla por las horas de sexo tribulado que sólo apagan la carne encendida cuando tiene hambre. Podría medirla al contar las horas de soledad y angustia ocupadas en buscar un ser que no existe, o que no quiere existir. Y sólo al releer estas últimas palabras me doy cuenta de cuánto anhelo volver a casa.
Si estuviera escribiendo esta carta en la llamada Plaza Grande de Quito, que en realidad es la Plaza de la Independencia, las palabras resultarían más hermosas. Me inspiraría de los pájaros que no dejan de sobrevolar ese cielo azul eterno que caracteriza a la ciudad, de la pintura blanca de Carondelet, de los abueletes ecuatorianos que conversan al son de alguna canción popular tocada a propósito y de los vendedores ambulantes que gritan ¡”chochos” a dólar! sin importarles lo que los demás entendamos por esa palabra cuando la mencionan. Pero no, la escribo de noche, de nuevo palabras en un silencio que decidió quedarse sin pedirme permiso y sin pagar su parte de alquiler. Intentaré al máximo terminar con un entusiasmo diferente al comienzo.
El pasado 17 de octubre, un grupo de conocidos, que no amigos, salimos a tomar algo como quien escapa desesperadamente de su rutina para que no lo ahogue en los próximos minutos. Yo, al menos, salí por escapar más que por apetencia. Pero ese “tomar algo” es muy distinto a lo que entendemos en España. En Quito no existen lugares parecidos a los bares donde nosotros tomamos una cerveza, o un vino, y enseguida nos traen la tapa, de esos que están abiertos casi todo el tiempo y que sirven de excusa para encuentros casuales, conversaciones o quedadas oportunas entre amigos. Lo que existe en Quito son simulaciones.
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La mañana del 18 de octubre fue domingo. No estaba cansada, pero sí aburrida. Había varios temas para varios periódicos que no había entregado. Pareciera que las ideas se me acababan. Y, en realidad, es el asqueo que siento en muchos momentos del día el que nubla parte de la creatividad que necesito para avanzar, aunque también para pensar mejor. Me levanté de la cama del susodicho y acepté el ofrecimiento de llevarme a casa. Cuando llegué, me duché como queriéndome arrancar las falsas caricias de una noche más, me vestí, cogí la cámara de fotos y me fui a caminar por zonas de la ciudad que desconocía, intentando buscar aquello que necesitaba, aunque no supiera realmente lo que fuera.
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Tu tía Gaby, desde la Mitad del Mundo
Desde Ecuador, un día cualquiera de Noviembre de 2015
Diálogos con Darío
Darío: Humedad 100%. Cielo despejado. Gin Hendricks. Mucho hielo. Corteza de naranja. Tónica. Pargo zarandeado para comer con langostinos a la brasa. Aquí al pargo lo llaman “wacho”. El mar, malo, lleno de aguas malas. El ocaso, a las 9pm. Una brutalidad de naranjas, fucsias y rojos. Para ver hemos nacido, me decía alguien que ya no está. ¿Para qué tenemos piel si estamos solos? Digo, yo.
- Gaby: Darío, para hacernos la pregunta.
Pedro
Pedro disfruta de un trozo de pastel enorme que saborea mientras sonríe, aunque resulte tarea difícil hacerlo a la vez. Sus ojos azules y vidriosos adelantan una noticia sin sonido. Se marcha a Australia. ¿La ama? No lo sabe. Sólo sabe que el tiempo en Ecuador se está agotando, se agota, se agotó. Volver a España es impensable. Allá está su familia, en un pueblecito de Huesca al que pertenece con la piel y el corazón. Pero no hay oportunidades. Al menos, en Ecuador, las puede haber, o se tiene eso que llamamos esperanza.
Pedro inicia una nueva vida en Australia porque ya no le queda nada más que hacer en Ecuador. Se aburre en un trabajo sin contrato a la vista por el que apenas gana 800 dólares. Así es, se marchó a más de 9000 kilómetros de su hogar para al menos ganar 800 dólares. Es arquitecto. El estudio donde trabaja no es ningún estudio, sino la misma casa de sus propios jefes. Se aburre. Se estanca. No ve horizonte, ni motivación, ni razón de estar ya en ese lugar.
Pedro es grande, alto pero grande, sin estar gordo pero grande, moreno y grande en todas sus dimensiones. Sueña con una casa, con construir su propia casa. Ese es su sueño, su propia casa. Una casa con jardín. Un hogar, su hogar. Una chica irlandesa repara en él cuando ya muchas otras lo habían hecho sin que él se diese cuenta. Él acepta un baile. Es inseguro, nunca había invitado a ninguna chica a bailar, aunque sí las pinta a lápiz en los bares. Siempre va con su estuche, sus hojas y sus lápices a todas partes. Dibuja a las chicas que lo quieren sin que él lo sepa. Nunca se lo dirán.
Él aceptó el baile irlandés. Se fueron juntos a bailar a Australia.
Se le echa de menos cada día.