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Apenas una mirada. Una sola mirada. Un gesto fugaz, espontáneo, casi imperceptible, que esconde los días que fueron suyos, pero que ya no les pertenecen. No hay palabras. No tienen nada que decirse porque todo quedó dicho tiempo atrás. Acabado ese mínimo contacto visual, las dos mujeres continúan su camino. Los pasos de una la conducen hacia lo más profundo del bosque; los de la otra, la llevan en dirección a la plaza del pueblo. Allí le espera el regreso a un pasado inquietante del que, ilusoriamente, se había sentido libre los últimos diez años. Pero solo ha sido eso, una ilusión, una vana ilusión que se esfuma para dejar paso a la brusca realidad que tan bien conoce.
Al llegar a su destino, se encuentra una plaza vacía y silenciosa. Mira a un lado y otro en busca de una sombra con que protegerse del asfixiante calor del mediodía. Tras vacilar unos instantes, se dirige hacia los arcos que se abren en la cara norte de la plaza, junto al Casino Avenida, cerrado desde hace una década. Un desagradable olor a orín la recibe nada más traspasar uno de aquellos arcos. Manteniendo la respiración, va en busca del único fragmento de sombra que se recorta en el suelo.
Desde allí, alcanza a ver el interior del local. El Avenida fue, durante mucho tiempo, lugar de encuentro de la gente acomodada. Ahora, no es más que una metáfora de la vida del pueblo, sometido a un constante e inexorable abandono desde el incidente que dio lugar al cierre de la fábrica con la que se sustentaba la economía local.
Sin poder evitar la tentación, mira a través del cristal; o, al menos, trata de adivinar lo poco que la capa de polvo le permite. Sillas y mesas esparcidas aquí y allá, caprichosamente abandonadas a su suerte; una barra sobre la que todavía descansan vasos y botellas; incluso se puede ver una gabardina colgada en la pared. Da la sensación de que, en lugar de haberse producido un lento y paulatino abandono, la gente que una vez frecuentó el local, hubiera salido corriendo de súbito, debido a un terremoto.
En un momento dado, parece distinguir dentro un rostro que le resulta familiar pero que no consigue reconocer. Aunque los trazos son confusos, intuye en la penumbra que se trata de un espectro vestido de blanco; reminiscencias quizás de un pasado que no recuerda como suyo, que no quiere recordar como tal. Su mirada, triste y melancólica, se fija en ella e incluso le da la sensación de que quiera decirle algo. La visión, pues no es más que eso, se difumina un segundo después confundida entre el polvo que, silenciosa y dolorosamente, lo envuelve todo.
El ronroneo lejano de un motor le anuncia la inminente llegada del autobús que hace la línea entre los diferentes pueblecitos de la comarca. Se adelanta tratando de mantenerse bajo la sombra. Lo ve llegar a lo lejos, materializarse entre el polvo del camino. Traga saliva. Hasta ese mismo instante, la noticia había revoloteado en su mente sin llegar a posarse del todo sobre ella. Pero el tiempo del quizá no va a dar paso, en unos segundos, al desgraciadamente otra vez.
Se apea un viajero. Luego otro. Después, nadie más. El corazón de Carmen deja que una tímida llama de esperanza se encienda dentro de él. No tarda en apagarse, como si un viento helado hubiera pasado para extinguirla. Incluso, a pesar del calor, nota como una gota de sudor frío le baja por la espalda. Con barba de tres días, vestido con su traje negro y su camisa blanca, sin corbata, aparece Carlos frente a los escalones.
— ¿A qué esperas para coger la maleta? —el tono imperativo, las maneras broncas, la mirada vacía— ¡Mierda de calor!
— ¿Has tenido un buen viaje?
— ¡Joder, Carmen! Mira que te gusta hablar. Coge la maleta y vamos pa’ la casa.
La mujer hace lo que su marido le dice y se sitúa unos pasos más atrás mientras caminan, tal y como ha hecho siempre. Carmen sabe perfectamente lo que debe hacer y el lugar que debe ocupar. Lo ha aprendido bien a base de golpes. Y a base de golpes, ha terminado por resignarse a la vida que le ha tocado. Y aún debo dar gracias por estos diez años en que él no ha estado, piensa, buscando un consuelo que no llega.
— Tengo hambre —dice él en cuanto entran por la puerta—. ¿Qué has hecho de comer?
— Paella —contesta la mujer escuetamente.
— Joder, ¡está fría! —protesta nada más probarla—. ¡Mierda de mujer!
— La he tapado con papel de aluminio —se justifica ella— pero el autobús se ha retrasado de su hora.
— ¡Excusas, siempre excusas! —truena Carlos fuera de sí— ¡Cómo se nota que te has relajado! Pero yo sé como meterte en cintura.
Acto seguido, se pone de pie y la golpea con el puño cerrado. Antes de caer, siente el crujido de sus cervicales por el inesperado giro de su cabeza; siente también la punzada caliente en su pómulo derecho. Luego, el frío suelo. Intenta mantener la consciencia, pero a duras penas puede. Nota cómo las náuseas suben desde su estómago, pero no tiene tiempo de vomitar; el plato con el arroz impacta en su ceja izquierda abriéndole una brecha. Antes de abandonarse, lo ve salir del comedor dedicándole una mirada de profundo desprecio.
Cuando despierta, las sombras ya se dibujan sobre la mayor parte de la estancia. Debe ser media tarde. Tiene la cara y el vestido pegajosos; el arroz y la sangre se han mezclado en una especie de pasta informe que expide un olor desagradable. Se pone de pie con gran esfuerzo y, tambaleándose, va al aseo. Se ducha y llora. Se había prometido a sí misma que no lo haría, que se mantendría firme. Sin embargo, la promesa se diluye escapando por el desagüe junto a las lágrimas enrojecidas por la herida aún abierta.
Todo lo que acontece escapa de mis manos,
como la luz que trae el mediodía.
Sin embargo, aquí sigo, nube tras nube,
coleccionando atardeceres desde mi ventana.
Kara Areris
como la luz que trae el mediodía.
Sin embargo, aquí sigo, nube tras nube,
coleccionando atardeceres desde mi ventana.
Kara Areris
Apenas una mirada. Una sola mirada. Un gesto fugaz, espontáneo, casi imperceptible, que esconde los días que fueron suyos, pero que ya no les pertenecen. No hay palabras. No tienen nada que decirse porque todo quedó dicho tiempo atrás. Acabado ese mínimo contacto visual, las dos mujeres continúan su camino. Los pasos de una la conducen hacia lo más profundo del bosque; los de la otra, la llevan en dirección a la plaza del pueblo. Allí le espera el regreso a un pasado inquietante del que, ilusoriamente, se había sentido libre los últimos diez años. Pero solo ha sido eso, una ilusión, una vana ilusión que se esfuma para dejar paso a la brusca realidad que tan bien conoce.
Al llegar a su destino, se encuentra una plaza vacía y silenciosa. Mira a un lado y otro en busca de una sombra con que protegerse del asfixiante calor del mediodía. Tras vacilar unos instantes, se dirige hacia los arcos que se abren en la cara norte de la plaza, junto al Casino Avenida, cerrado desde hace una década. Un desagradable olor a orín la recibe nada más traspasar uno de aquellos arcos. Manteniendo la respiración, va en busca del único fragmento de sombra que se recorta en el suelo.
Desde allí, alcanza a ver el interior del local. El Avenida fue, durante mucho tiempo, lugar de encuentro de la gente acomodada. Ahora, no es más que una metáfora de la vida del pueblo, sometido a un constante e inexorable abandono desde el incidente que dio lugar al cierre de la fábrica con la que se sustentaba la economía local.
Sin poder evitar la tentación, mira a través del cristal; o, al menos, trata de adivinar lo poco que la capa de polvo le permite. Sillas y mesas esparcidas aquí y allá, caprichosamente abandonadas a su suerte; una barra sobre la que todavía descansan vasos y botellas; incluso se puede ver una gabardina colgada en la pared. Da la sensación de que, en lugar de haberse producido un lento y paulatino abandono, la gente que una vez frecuentó el local, hubiera salido corriendo de súbito, debido a un terremoto.
En un momento dado, parece distinguir dentro un rostro que le resulta familiar pero que no consigue reconocer. Aunque los trazos son confusos, intuye en la penumbra que se trata de un espectro vestido de blanco; reminiscencias quizás de un pasado que no recuerda como suyo, que no quiere recordar como tal. Su mirada, triste y melancólica, se fija en ella e incluso le da la sensación de que quiera decirle algo. La visión, pues no es más que eso, se difumina un segundo después confundida entre el polvo que, silenciosa y dolorosamente, lo envuelve todo.
El ronroneo lejano de un motor le anuncia la inminente llegada del autobús que hace la línea entre los diferentes pueblecitos de la comarca. Se adelanta tratando de mantenerse bajo la sombra. Lo ve llegar a lo lejos, materializarse entre el polvo del camino. Traga saliva. Hasta ese mismo instante, la noticia había revoloteado en su mente sin llegar a posarse del todo sobre ella. Pero el tiempo del quizá no va a dar paso, en unos segundos, al desgraciadamente otra vez.
Se apea un viajero. Luego otro. Después, nadie más. El corazón de Carmen deja que una tímida llama de esperanza se encienda dentro de él. No tarda en apagarse, como si un viento helado hubiera pasado para extinguirla. Incluso, a pesar del calor, nota como una gota de sudor frío le baja por la espalda. Con barba de tres días, vestido con su traje negro y su camisa blanca, sin corbata, aparece Carlos frente a los escalones.
— ¿A qué esperas para coger la maleta? —el tono imperativo, las maneras broncas, la mirada vacía— ¡Mierda de calor!
— ¿Has tenido un buen viaje?
— ¡Joder, Carmen! Mira que te gusta hablar. Coge la maleta y vamos pa’ la casa.
La mujer hace lo que su marido le dice y se sitúa unos pasos más atrás mientras caminan, tal y como ha hecho siempre. Carmen sabe perfectamente lo que debe hacer y el lugar que debe ocupar. Lo ha aprendido bien a base de golpes. Y a base de golpes, ha terminado por resignarse a la vida que le ha tocado. Y aún debo dar gracias por estos diez años en que él no ha estado, piensa, buscando un consuelo que no llega.
— Tengo hambre —dice él en cuanto entran por la puerta—. ¿Qué has hecho de comer?
— Paella —contesta la mujer escuetamente.
— Joder, ¡está fría! —protesta nada más probarla—. ¡Mierda de mujer!
— La he tapado con papel de aluminio —se justifica ella— pero el autobús se ha retrasado de su hora.
— ¡Excusas, siempre excusas! —truena Carlos fuera de sí— ¡Cómo se nota que te has relajado! Pero yo sé como meterte en cintura.
Acto seguido, se pone de pie y la golpea con el puño cerrado. Antes de caer, siente el crujido de sus cervicales por el inesperado giro de su cabeza; siente también la punzada caliente en su pómulo derecho. Luego, el frío suelo. Intenta mantener la consciencia, pero a duras penas puede. Nota cómo las náuseas suben desde su estómago, pero no tiene tiempo de vomitar; el plato con el arroz impacta en su ceja izquierda abriéndole una brecha. Antes de abandonarse, lo ve salir del comedor dedicándole una mirada de profundo desprecio.
Cuando despierta, las sombras ya se dibujan sobre la mayor parte de la estancia. Debe ser media tarde. Tiene la cara y el vestido pegajosos; el arroz y la sangre se han mezclado en una especie de pasta informe que expide un olor desagradable. Se pone de pie con gran esfuerzo y, tambaleándose, va al aseo. Se ducha y llora. Se había prometido a sí misma que no lo haría, que se mantendría firme. Sin embargo, la promesa se diluye escapando por el desagüe junto a las lágrimas enrojecidas por la herida aún abierta.