Este texto es un fragmento de

Balada de los Caídos. Parte I. El despertar del ángel caído

David Puche y Daniel Puche

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Siempre es estremecedora la primera vez que uno llega a Hellstown y contempla la vertical silueta de la ciudad, desdibujada por la niebla de la bahía y la contaminación. Un horizonte escarpado sobre el que se recorta un cielo sucio de día y sin estrellas de noche, hacia el que se yerguen las agujas de la gigantesca catedral y las cimas de los rascacielos, que parecen competir entre sí por alcanzarlo. Pero para los habitantes de Hellstown –que como todo el mundo sabe, no es el verdadero nombre de la ciudad, aunque los que viven en ella la llaman así– no hay cielo alguno. Éste nunca brilla azul para ellos, y sus promesas parecen demasiado lejanas. En Hellstown todo es oscuro y desesperanzador.

No era, sin embargo, la primera vez que Blake se encontraba con este panorama gris y opresor. De hecho, se había criado en la ciudad, hacía muchos, muchos años, cuando ésta no era aún tan inmensa como llegó a ser. Ahora se reencontraba con ella, después de otros muchos años fuera. Había estado vagando de aquí para allá, en busca –eso había creído, ingenuamente– de sí mismo, de las respuestas que necesitaba. Pero ya sabía que las únicas respuestas que encontraría se hallaban en la ciudad de la que había tenido que irse hacía veinte años. Su viaje lo llevaba de vuelta al hogar, o por lo menos a aquella ciudad que era lo más parecido a un hogar que había conocido. Al menos una vez lo fue.

Como todo el mundo ha experimentado en alguna ocasión, cuando se ha estado mucho tiempo alejado de un lugar éste resulta extraño al regresar. Por un lado parece igual que siempre, pero por otro… se ve cambiado. No se sabe muy bien qué, pero algo es diferente; algo no encaja, no está donde debiera. La atmósfera se ha transformado; eso le confiere un ambiente casi onírico. Esa sensación tuvo Blake en cuanto bajó del autobús que lo dejó en la estación central. Tras recorrer el enorme y abarrotado vestíbulo, esquivando a la gente, salió a la calle con una gran bolsa de viaje –su único equipaje– al hombro. Tuvo esa sensación como de ensueño. La misma que tenía en cualquier ciudad a la que volvía. Y eran ya muchas ciudades, puesto que había viajado muchísimo, y había regresado muchas veces a muchos lugares, en sus largos años de vida. En realidad, él siempre estaba de regreso, y sin embargo, después de tanto tiempo, seguía teniendo esa misma sensación de extrañeza, la de alguien que nunca se habitúa a las cosas, que nunca está en su hogar, vaya donde vaya. Pero, al fin y al cabo, no era algo raro, pues eso era él: un desterrado, un apátrida. Estaba en su propia naturaleza.

Fuera de la estación, frente a la amplia avenida que a esas horas, poco después del anochecer, bullía de vida, se detuvo a contemplar lo que lo rodeaba. Gente yendo desordenadamente de aquí para allá, brillantes letreros publicitarios de neón iluminando la noche, los coches circulando como bombeados rítmicamente por el invisible corazón de la ciudad… Vida por todas partes, ajena a su presencia. Así tenía que ser, y era mejor para todos. Cuanto menos supieran de los que eran como él, tanto mejor.

Corría el otoño, y en esa época anochecía pronto y empezaba a refrescar bastante en cuanto se ponía el sol. Mientras observaba, inspiró una gran bocanada de aire. El frescor le agradó, pese a la polución. Reconoció el olor del aire; aun con todos los cambios, la ciudad conservaba ese aroma, como un vino añejo. No es que fuera especialmente agradable, pero era reconocible, familiar. Mientras le embargaba cierta melancolía, encendió un cigarro. Le dio una calada y miró hacia arriba, hacia el negro pedazo de cielo que la ciudad intentaba iluminar, y cerró los ojos, sintiendo el abrazo de la urbe, rodeándolo, engulléndolo. Como en toda metrópolis, las altas torres resultaban amenazadoras y a la vez acogedoras. «La ambivalencia de toda gran ciudad, que encierra, pero a la vez protege a sus habitantes», pensó mientras expelía lentamente una voluta de humo.

Siempre le resultó fascinante esa combinación de luces y sombras, de esperanza y hastío, de modernidad y antigüedad, que impregnaba cada rincón de Hellstown. En ningún otro lugar había encontrado esa mezcla de forma tan acusada. Le encantaba perderse en sus calles, que conocía perfectamente. La había visto crecer como se ve crecer a un niño, sólo que durante mucho más tiempo. De un modo orgánico, como una masa viva, había ido levantándose a lo largo de la bahía y tierra adentro, extendiendo calles y avenidas como tentáculos y tejiendo a su alrededor marañas de edificios y más calles, rebosantes de viviendas y negocios, de fortuna y tragedia.

Blake tenía gratos recuerdos del puerto, desde el que vio partir en su infancia tantos barcos con destino desconocido; de su enorme y umbroso Parque Central, en la Isla, rincón de naturaleza que permitía olvidar el tráfago que lo rodeaba; del centro de la ciudad, tan cambiante y sin embargo siempre el mismo, la esencia en estado puro de Hellstown; o de la majestuosa y terrible mole de la catedral, cuyo enorme rosetón parecía un ojo rojo que contemplara cada rincón de la urbe y pudiera penetrar el alma de sus habitantes, siempre llena de secretos.

No dejó que el cigarro se consumiera, sino que lo tiró al suelo, lo pisó con su bota y se giró hacia el reloj de la estación para ver qué hora era. De repente sintió un escalofrío: la gran esfera, suspendida sobre la puerta principal de la estación, señalaba las cinco menos veinte. Se había parado, pues debían de ser cerca de las ocho. Las cinco menos veinte, lo recordaba perfectamente, era la hora que indicaba ese reloj la última vez que él lo miró, veinte años atrás, al entrar por esa misma puerta, a punto de iniciar el largo periplo del que ahora regresaba. De hecho, nunca olvidaría ningún detalle de aquellos días amargos que ocasionaron su partida. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Se había detenido el reloj justo entonces? ¿Y no lo habían arreglado? Parecía como si el tiempo no hubiera transcurrido desde su marcha, como si esperara su vuelta para reanudarse. No supo cómo interpretar ese augurio, porque eso es exactamente lo que le pareció. «Todo está lleno de señales», pensó; «sólo hay que atender para encontrarlas».

Decidió no quedarse allí dándole vueltas a una pregunta para la que no tenía respuesta. Tenía que llegar al barrio de Blackpoint, al oeste de la ciudad y por tanto al suroeste del centro –como se solía llamar a lo que en realidad era el norte de la bahía, la zona en la que se encontraba la estación–. En Blackpoint estaba su antiguo piso, y a pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que lo vio, esperaba que todo siguiera en orden. Una de las ventajas de tener tantos años es que el dinero metido en el banco da muchos intereses. De una de sus varias cuentas, de las que por lo general no se cuidaba, se cobraba una agencia encargada de por vida del mantenimiento de sus propiedades. Blake suponía que habrían hecho su trabajo en su ausencia, y que su casa seguiría siendo su casa.

Había un buen trecho hasta allí, pero decidió que lo haría a pie. Ya había pasado demasiadas horas sentado en el autobús, y necesitaba estirarse. Además, quería pasear y ver cómo había cambiado todo mientras él no estaba. Le apetecía ver gente, pasar por delante de escaparates, sumergirse en la ciudad. Así que echó a andar resueltamente.

Por el camino, en cambio, se entregó a sombrías reflexiones. Como cada día, cada hora, cada minuto, vino a su mente la imagen de Karen. No necesitaba mayor motivo, pues su recuerdo era la trágica melodía que una y otra vez se repetía en su cabeza, quisiera o no, de una forma vaga y persistente. Pero el reloj de la estación había removido un episodio muy concreto, con lo que el recuerdo se tornó más vívido y doloroso. El día de su marcha, el día que tuvo que irse de la ciudad cargando además con su pérdida, el día que fue expulsado por los suyos y cortó lazos con el mundo que había conocido hasta entonces. Y todo ello para aprender algo que ya tendría que haber sabido, que de hecho ya sabía –aunque eso no cambió las cosas–: que no se puede huir del dolor, que éste nos sigue a todas partes, vayamos adonde vayamos, pues no está fuera, sino dentro de nosotros. Ahora, cumplido su destierro, pretendía regresar a ese mundo abandonado, y sin embargo sabía que las cosas no volverían a ser como antes; aunque tampoco quería que lo fueran. La vida no aguarda a los que se apean a mitad de camino, y él ya no pertenecía a nada, absolutamente a nada. Se sentía solo, y de hecho era como quería estar.

Mientras caminaba hacia el suroeste, pasando al lado de cientos de transeúntes, de puestos ambulantes de comida y de relucientes reclamos comerciales, meditó acerca de los motivos de su regreso, pues se sorprendió a sí mismo pensando que ahora, una vez en la ciudad, ya no le parecían tan claros. Cuando estaba fuera sintió que algo lo llamaba, que era la hora de volver. Cumplido su destierro, la huida de sí mismo debía terminar, no tenía ya sentido. Pero, ¿qué buscaba allí, exactamente? ¿Olvidar? ¿Volver a empezar?

En su largo exilio llegó a sentir un vacío que pensó que el regreso, con todo lo que implicaba, le aliviaría; pero ya no estaba tan seguro. Los fantasmas del pasado, por el contrario, probablemente se avivarían. Aunque era pronto para juzgar; tendría que darse tiempo. En realidad, se había sentido como arrastrado por una fuerza irresistible, por una llamada que le susurraba al oído que debía estar en casa, que era lo mejor. Pero ya no escuchaba ese susurro; y sin embargo, allí estaba él. A pesar de todo, aunque no estuviera muy seguro de la naturaleza de ese impulso, sabía que era mejor seguirlo que ignorarlo, aunque por el momento no pudiera comprenderlo: hay muchas cosas que sólo se entienden una vez que se han hecho. Semejantes impulsos, normalmente, muestran el camino a seguir cuando fallan las razones. Y había llegado un momento en que todas las razones lo habían abandonado, así como las esperanzas. Así que se dejó llevar, sin más.

De todas formas, sí que había una razón objetiva por la que no le resultaba apetecible volver a la ciudad, pero que le obligaba a hacerlo: tendría que volver a encontrarse con los suyos, que lo habían expulsado. Lo que menos deseaba en ese momento era verlos; pero aun así, tenía que hacerlo, pues de lo contrario no se libraría del castigo con el que había cargado durante dos décadas. En cualquier caso, sabía que ellos vendrían a buscarlo, si él no hacía acto de presencia. Una sola cosa tenía muy clara: no pensaba pedir perdón ni reconocer culpa alguna. Si él no comparecía –lo cual supondría darles una victoria moral–, ellos vendrían a por él y le dirían que tenía que ponerse de rodillas, pero no iba a hacerlo. Ya le habían hecho pasar demasiado de forma injusta como para añadir eso a su condena. No les debía nada; toda cuenta estaba saldada, y no aceptaría ninguna nueva humillación. No en esta vida. Así pues, que se presentaran cuando quisieran –que sería pronto, sin duda–. Él no pensaba ir a su encuentro, aunque sabía que éste era inevitable.

De esta forma le daba vueltas a la cabeza mientras caminaba, con la correa de su pesada bolsa, en la que llevaba cuanto tenía, clavándosele en el hombro. Pese a ello no se la cambió de lado, ni se detuvo. Quería llegar cuanto antes, y ese dolor en cierto modo lo reconfortaba, le hacía sentir su voluntad como algo físico, palpable. Prefirió sufrirlo.

De camino a Blackpoint, recorrió unas cuantas manzanas por Broad Avenue, donde la gente empezaba a arremolinarse alrededor de los teatros y los restaurantes, y sonrió para sus adentros irónicamente por lo ciertamente teatral de aquella entrada en la ciudad, aunque en realidad estuviera alejándose del centro. Después salió de la avenida tomando una calle que lo condujo al Barrio Chino, en dirección sur. Tras otro breve tramo de su paseo, disfrutando del contraste entre los diferentes barrios del centro urbano, giró de nuevo en dirección suroeste para entrar en el más residencial Westbrook y cruzar el río –que unos dos kilómetros al este desembocaba en la bahía– por el puente Dawson. Poco a poco el perfil más elevado del centro, ese enorme volumen de piedra, acero y vidrio, había ido dejando paso a edificios cada vez más bajos, con un promedio de cinco alturas, Predominaba el ladrillo ennegrecido por los años y la contaminación, así como las paredes cubiertas de grafitis. El tráfico en las calles fue perdiendo densidad, cada vez había menos neones, y Blake encontró cierta tranquilidad, rota tan sólo por grupos de jóvenes alrededor de las escaleras de los portales y por la gente que volvía de trabajar a esas horas.

Al fin llegó a Blackpoint, cuyas construcciones, en su mayor parte de comienzos del siglo pasado, le daban un aire inconfundible. En los tiempos en que Blake había venido a vivir aquí, era un barrio bohemio habitado sobre todo por artistas y gente de profesiones liberales. El artífice del barrio, que había sido un rico constructor que al parecer murió arruinado y loco, realizó en esta zona su sueño de levantar toda una pequeña ciudad de estilo neogótico. Eso le confería una atmósfera como de cuento de hadas –algunos decían que de terror– que atrajo a dicha gente, pues los ricos para los que estaba pensado consideraron desde muy pronto “de pésimo gusto” el barrio y prefirieron ocupar mansiones más modernas en la zona noreste de la bahía y en los acantilados. Como consecuencia de semejante desastre económico, los precios de los inmuebles en Blackpoint cayeron en picado y se hicieron muy accesibles.

A Blake siempre le gustó la arquitectura de la zona, que era ciertamente extemporánea e impostada, pero a la vez fantasiosa y, en efecto, como de cuento. Le pareció un lugar muy propio para vivir, siendo quien era y lo que era, y le gustó también mucho la vecindad, poco dada a fijarse en los demás. Era un excelente lugar para pasar desapercibido.

Pero todo eso fue varias décadas atrás, y Blake se preguntó si seguiría igual. De entrada, su primera impresión al internarse en las calles de Blackpoint, donde las estatuas y gárgolas acechaban desde las fachadas al transeúnte a cada paso, fue desalentadora: del antiguo ambiente del vecindario no quedaba nada. Únicamente vio pobreza por todas partes. Había muchos mendigos, prostitutas y drogadictos arrastrándose por las calles y parapetándose en las esquinas. Aquí y allá, incluso, se calentaban alrededor de fogatas encendidas en bidones de metal calcinados. En la mayoría de las ventanas no brillaba luz alguna. Le resultó pasmoso este contraste, no sólo entre la imagen actual y sus recuerdos, sino entre este barrio y los que había atravesado por el camino.

Había visto, aunque fugazmente, una imagen de modernidad y confort en el centro, que contrastaba con la imagen progresivamente decadente que se encontró a medida que se alejaba, y que llegaba al extremo de la ruina y la miseria en su antiguo barrio, antes de muy distinta condición. ¿Cómo podía haber degenerado tanto? ¿Qué había cambiado en su ausencia? No le cupo duda de que la inseguridad ahora debía ser muy alta, aunque eso a él, personalmente, no es que le afectara. Poco tenía que temer, pero aun así le pareció muy triste. Como corroborando sus pensamientos, notó que bastantes mendigos le clavaban los ojos al pasar. Una cara nueva, en un barrio donde sin duda se conocía todo el mundo.

Se encaminó a su calle, preguntándose de forma cada vez más insistente qué se encontraría al llegar. No sabía si su casa seguiría tal y como él la dejó; quizá la hubieran desvalijado. Aunque en ese caso se habrían encontrado con la desagradable sorpresa que dejó para los visitantes no invitados… En realidad, poco había allí que tuviera algún valor; sólo sus libros, recuerdo de tiempos mejores, y que no sería precisamente en lo que se fijaría ningún ladrón. A pesar de su impaciencia, tal vez por estar tan cerca de su destino, se permitió parar un momento para dejar la pesada bolsa en el suelo y encender un cigarro, antes de proseguir. Después de tanto tiempo, unos segundos no supondrían ninguna diferencia. 

Reanudó el paso y llegó a una pequeña plaza ajardinada que estaba ya muy cerca de su casa. Estaba tan transformada como el resto; de hecho, ya no podía decirse que estuviera ajardinada. Ahora la ocupaban grupos de pandilleros de mirada torva y más mendigos y borrachos como los que había por todas partes. Ciertamente, Blackpoint se había convertido en un gueto. La gente con la que se cruzaba y que parecía relativamente normal era escasa y parecía moverse con prisa, como con miedo a demorarse demasiado en la calle. Atravesó la plaza en diagonal, pasando al lado de una fuente con una estatua que representaba un amorcillo, un ángel infantil con unas alitas muy cortas, como si fueran de un pajarillo diminuto. En tiempos, se había sentado muchas veces en el banco de piedra de al lado, con Karen, a la sombra de unos árboles. Éstos ahora estaban secos, como negros y tétricos esqueletos, y la estatua sucia y pintarrajeada, además de que le habían roto un brazo y una de las alas.

La contempló con pena al pasar, y sintió cómo era a su vez observado por un grupo de jóvenes que ocupaba su antiguo banco. Se volvió para mirarlos, sin detenerse; frías miradas devolvieron la suya, amenazadoras. Iban vestidos de cuero negro, con pesadas botas militares y cinturones con grandes hebillas metálicas y muchos adornos y cadenas, en su mayoría plateados. En los brazos de varios de ellos vio parches con el símbolo de los Luna Negra: una luna en cuarto menguante atravesada verticalmente por una espada. Eran lacayos mortales de esos andrajosos, los Perros Callejeros. Los empleaban en gran número, para que así la banda pareciera más poderosa de lo que en verdad era. Los suyos los distinguirían en el acto, pero para los mortales la diferencia era imperceptible. Desgraciadamente, los Lunas eran ya bastante numerosos y fuertes de por sí; y que se hubieran extendido a un barrio como Blackpoint, antes claramente fuera de sus dominios, era indicativo de que en la ciudad las cosas habían cambiado mucho, y no a mejor. Le costó creerlo, pero la evidencia estaba delante de él. De todas formas, no lo reconocerían; eran demasiado jóvenes para saber de él, si es que aún podía importarle a alguien.

Pero cuando salía de la plaza para enfilar la calle anterior a la suya, bajo la luz mortecina de las últimas farolas que aún funcionaban, escuchó algo –sus agudos sentidos se lo permitieron–. El grupo frente al que había pasado hablaba de él, y unos pocos se separaron del resto para seguirlo. No alteró su rumbo ni su ritmo, ni se giró hacia ellos, pero percibió que eran cuatro los que andaban tras él, y con evidentes intenciones hostiles. Pobres incautos.

Se fueron acercando a él a medida que llegaba a su portal. Cerca de éste vio a otros dos pandilleros, que en ese momento estaban vendiendo droga –probablemente metanfetaminas– a unos adolescentes de mirada perdida y aspecto claramente mísero. Al ver venir a Blake, tan bien escoltado, repararon en él, y con una seña ahuyentaron a los muchachos. Aquello fue algo que Blake no pudo soportar: encontrar a esas ratas de los Lunas en su vecindario le resultaba ya ofensivo, pero que estuvieran trapicheando con droga en la puerta misma de su casa le pareció intolerable. Se aproximó a ellos apretando el paso. Su cara no era precisamente amistosa.

Los dos individuos le cerraron el paso. Uno de ellos se dirigió a él:

–¿Adónde vas, colega? Tú no eres de por aquí –le dijo, mirándolo de arriba abajo con chulería.

Blake, con el cigarro en la boca, se quedó también mirándolo, como quien mira a un gusano. A su espalda se pusieron los otros cuatro pandilleros, rodeándolo. Él permaneció alerta.

–¿Qué pasa, tío? ¿Te ha comido la lengua el gato? –dijo el mismo de antes, insolente.

–Está acojonado, por eso no habla –dijo otro de ellos, y los restantes rieron.

Blake sopesó qué hacer. Tras unos segundos habló, a la vez que negaba con la cabeza:

–En realidad no queréis hacer esto, chicos.

Una mirada de incomprensión cruzó el rostro del primer pandillero, que parecía liderar el grupo; giró la cabeza como un lagarto.

–¿Qué no queremos hacer? ¿Quieres que te explique de qué va esto, colega? Sólo queremos que nos conozcamos… Nos gusta conocer a nuestros nuevos vecinos, ¿sabes? Para que no haya problemas en el vecindario; ¿entiendes lo que te digo? Porque tú no quieres problemas, ¿verdad?

–Sois vosotros los que no queréis problemas conmigo –respondió Blake, impertérrito.

Los pandilleros se quedaron momentáneamente estupefactos. No podían concebir siquiera que alguien les hablara de ese modo. Se tenían, desde hacía tiempo, por los amos indiscutibles de esas calles. Alguien perteneciente a una importante banda, a quien nadie osaría faltar al respeto.

Tardaron en reaccionar, hasta que uno de ellos habló, con una estúpida risita sarcástica:

–¿Pero tú quién eres, tío? Tienes que estar loco…

–Lárgate de aquí antes de que te abramos en canal, imbécil –dijo otro de ellos. Todos lo miraron como quien mira a un demente.

–Largaos vosotros ahora mismo y puede que salgáis enteros de ésta, gilipollas –contestó Blake–. Pero como me hagáis repetirlo vais a pasar un momento muy desagradable –y tras decir esto, escupió el cigarro a la cara del primero que había hablado y dejó caer su bolsa.

Entonces los pandilleros sí que se quedaron alucinados. Sólo pasó un segundo antes de que el humillado Luna Negra sacara una navaja automática y, sin mediar otro aviso, intentara clavársela en el vientre a Blake.

Éste le cogió el brazo por la muñeca, sin inmutarse siquiera, como si detuviera a un muñeco flácido moviéndose a cámara lenta. Con un solo movimiento le partió la muñeca, que crujió sonoramente. El tipo aulló de dolor mientras la navaja se le caía al suelo. Los otros se le echaron encima simultáneamente, pero Blake tuvo tiempo de reaccionar, pese al enorme peso que aún colgaba de su cuello. Éste entorpecía terriblemente sus movimientos, pero no lo bastante como para impedirle enfrentarse a unos pocos mortales tan mal entrenados como aquellos.

Uno le atacó con un machete que sacó de su chaqueta de cuero; otro con una cadena; el tercero también empleó una navaja automática y los dos restantes intentaron agarrarlo por detrás para que los demás lo tuvieran a su merced. Blake se agachó en el último momento y el golpe de la cadena impactó en la cara de uno de éstos, dejándolo en el suelo con los dientes destrozados. A continuación esquivó un golpe del que blandía el machete y de una patada en el torso tumbó al de la navaja. Otra finta demasiado rápida para ellos y el golpe de cadena que de nuevo iba dirigido a él se enroscó alrededor de la muñeca del que llevaba el machete. Blake cogió a ambos por las cabezas y las chocó con estruendo, dejándolos noqueados. El último recibió un puñetazo en toda la cara que le partió la mandíbula.

La escena duró apenas unos segundos; los muy estúpidos no tuvieron ninguna oportunidad. La gente que la presenció se quedó con la boca abierta, contemplando a Blake como si vieran a un ser sobrenatural, y sin saber que de hecho lo era.

Entonces se dirigió al que parecía el líder del grupo, que era el mismo que estaba vendiendo la droga. Éste se retorcía de dolor en el suelo, sujetándose la muñeca rota con la otra mano. Al ver acercarse a Blake, le gritó:

–¡No sabes lo que has hecho, cabrón! ¡Estás muerto! ¡Te has metido con los Luna Negra! ¡No hay sitio en esta ciudad en el que puedas esconderte de nosotros!

Blake no contestó. Lo levantó como si fuera un muñeco de paja, cogiéndolo de la solapa de la chaqueta de cuero, y con la otra mano le sacó del bolsillo interior la bolsa que llevaba con las pastillas. Luego lo soltó; el pandillero se quedó en pie a duras penas, encogido por el dolor. Blake se acercó al sumidero más próximo que había en la calle y tiró por él la bolsa a las alcantarillas.

–¿De verdad no sabes con quién te estás metiendo? ¿Sabes lo que acabas de hacer? Esa bolsa vale más que tu vida, pordiosero –le espetó el Luna.

Blake pasó de nuevo a su lado, tras recoger su macuto, y le soltó un humillante revés con la mano, que acabó con él de nuevo en el suelo.

–Sé de sobra quiénes sois. No sois nadie, no sois nada. Sois únicamente la porquería que yo os dejo que seáis. Y lo mismo vuestros líderes de los Luna Negra. Sois la peor escoria de esta ciudad. Y de vez en cuando no está mal que alguien os lo recuerde y saque la basura. Ahora largaos de aquí antes de que empiece a haceros daño de verdad. Esto ha sido una advertencia: que no os vuelva a ver vendiendo vuestra mierda en mi barrio. A partir de ahora os andaréis con más cuidado.

Los pandilleros se ayudaron unos a otros a levantarse y salieron de allí como pudieron, trastabillando entre los que contemplaban el espectáculo. Los Lunas no eran gratos para casi nadie, pero todo el mundo les tenía mucho respeto. Tan sólo el jefe del grupito se giró antes de desaparecer tras una esquina, y le gritó con voz rota:

–¡Volverás a saber de nosotros! ¡Esto no va a quedar así!

–Si vuestro hobby es recibir palizas, ya sabéis donde encontrarme. Vivo aquí al lado. Os estaré esperando. La próxima vez venid en mayor número; así la diversión durará un poco más –contestó Blake.



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