Este texto es un fragmento de

Bivalvos

Raúl Vacas

“1942”

Aquel invierno una epidemia de tifus había acabado con cientos de compañeros. Veíamos sus cuerpos hacinados en fosas comunes que nosotros mismos habíamos cavado. Montañas de huesos congelados que sentíamos que nos miraban mientras pasábamos a su lado cargando traviesas sobre las vías heladas. Sus cuerpos estaban roídos por el frío y el virus. Si algún resquicio de fe quedaba vivo por entonces, se desmoronaba al ver aquella escena. Nosotros hablábamos con naturalidad de la muerte, quizá por eso no teníamos miedo. Todos, en el fondo, sabíamos que tarde o temprano descansaríamos allí, junto a aquellos huesos. 

A pesar de eso, yo jamás perdí la esperanza de seguir vivo. Cuando el frío atroz de diciembre me congelaba los párpados produciéndome un dolor de cabeza insoportable, quizá a consecuencia del nervio trigémino, me aferraba con naturalidad a la vida y apretaba los dientes con fuerza. Tiritaba porque sabía que el traqueteo de los músculos de la mandíbula mejoraba la circulación de la sangre. Aún no ha llegado el momento, solía decirme a mí mismo y recordaba las clases de neurología, en la Facultad de Medicina de Varsovia, en las que el Profesor Wasilewski nos explicaba que el hipotálamo era la glándula que mantenía calientes los órganos vitales del cuerpo, sacrificando las extremidades si era necesario. Recuerdo que las llagas agrietaban como un mapa de ríos mis manos y que no sentía mis pies. No había restos de sangre en las heridas de mi cuerpo porque el tejido de mi piel estaba congelado.

Mientras volvíamos al barracón del lager, en silencio, como una piara de cerdos, bajo la atenta mirada del Kapo, escuchábamos a algunos compañeros delirar por las altas fiebres, pero nosotros solo pensábamos en el plato de sopa y el trozo de pan que con un poco de suerte nos esperaría.

Por la noche, antes de dejar caer mi esqueleto en el catre, repetía tres veces en silencio, a modo de ritual, las últimas palabras que me había dicho mi hija antes de llegar al campo de concentración de Sachsenhausen

Papá, te encontraré.

Alfredo Pérez Berciano




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