1º PARTE
DE CUNA
"Los santos culpables", dos óleos sobre tela de Alonso Jiménez. Autor: Abel Román.
3 de marzo de 2014. Suplemento especial de Semana Santa del periódico La tribuna de Almería.
“¿Cómo contar la vida de una persona cuando apenas tienes datos en los que apoyarte, cuando lo único que sabes es que alguien, acusado de prenderle fuego a una iglesia tras una guerra civil y condenado a muerte, termina varios años después en un lienzo colgado en esa misma iglesia, representando a un Cristo yacente? La vida es muy puta, y no lo digo por los reveses de los que cada cual tiene que hacerse cargo, sino por la pregunta que te asalta cuando no tienes biógrafos que maquillen tu vida una vez has muerto y ni la gente que te quiere edulcora tus pecados.
Yo nunca conocí a mi abuelo materno y, puesto que nadie de mi familia quiso o pudo contarme cosas sobre él, fui haciéndome una imagen algo vaga, pero muy potente, a partir de unos pocos comentarios cazados al azar desde muy pequeño. Ni siquiera tras la muerte de mi abuela, recopilando entre sus cajones como un cuervo lustroso y necesitado, pude completar ese puzle; es más, tal vez todo esto que voy a contar sea más fruto de mis devaneos literarios que algo cercano a la verdad.
Sin embargo, por el motivo que fuera, siempre me he sentido atraído por ese abuelo que murió cuatro años antes de que yo naciera, a la edad de cincuenta y dos. Quizá todo comenzó al escuchar a escondidas ciertas cosas susurradas entre mi madre y mi tía, o entre mi abuela y su hermano, mi tío abuelo y autor de ese paradójico lienzo. Un niño no muy apreciado en su familia paterna descubre en la figura del padre de su madre, del que apenas se habla –y cuando eso sucede siempre es en voz baja–, una especie de fantasma cercano con el que tender puentes.
Nunca tuve amigos imaginarios cuando era pequeño, pero tenía a mi abuelo muerto, o quizá porque tenía a mi abuelo muerto, nunca llegué a tener un amigo imaginario. Como si de una vieja fotografía se tratase, el rostro que fui dibujando tuvo las siguientes líneas: ateo, condenado a muerte por "rebelión", a punto estuvo de dejar que mi abuela subiera a la que en 1939 aún era su única hija a un barco en Valencia con destino la Unión Soviética; acusado de prender fuego a la iglesia de Almarga, estuvo esperando el paredón seis meses en Madrid antes de que una poderosa familia intercediera por él –mi abuela era una de sus sirvientas, y su hermano, el pintor Alonso Jiménez, estudiaba Bellas Artes en Madrid en el año que comenzó la guerra gracias a su mecenazgo–, conmutándose dicha pena de muerte por una cadena perpetua en un campo de concentración en la Sierra de Guadarrama. Redención de la pena por trabajo le llamaban; mano de obra esclava realmente, como tantas otras. Allí estuvo seis años, construyendo un mausoleo infame que nunca me he atrevido a visitar. Al año de ser puesto en libertad nació mi madre. No tuvo más hijos. Extremadamente delgado y rendido, solo pudo conseguir trabajo como peón albañil hasta que una insuficiencia respiratoria le hizo apagarse. Al salir del campo de Cuelgamuros trabajó el resto de su vida en la empresa Bnús Hermanos, construyendo vivienda social en Madrid. Su mujer y sus hijas regresaron a Almarga cuando él falleció. No quiso ser padrino en la boda de su hija mayor. Tampoco le hubieran dejado, dado su historial. No soportaba a la curia, pero se guardaba decirlo más allá de esas rebeliones chicas e inútilmente privadas que puedo adivinar. En su condena a muerte tras la guerra, en una sentencia llena de erratas escrita a máquina, aparece que no solo había colaborado en el incendio de la Iglesia de la Trinidad, sino que se jactó de ello en el juicio. Mi abuela siempre dijo que aquella noche él no estaba en Almarga, sino camino de Valencia.
Yo fui hilando todo aquello que escuché a lo largo de los años, creando una figura ausente y fantasmal. Que mi abuela, un día, cuando yo apenas tenía diecisiete y entré a desearle buenas noches, me confundiese con él en uno de esos delirios que comenzaba a sufrir y estuviese más de media hora hablándome con un cariño que nunca antes le había visto de cosas tan lejanas como vertebradoras, supongo que acabó por sellar mi callada obsesión.
Ahora, a pesar del tiempo, del desconocimiento y de las muertes que han acallado los puntos de fuga de una historia que ignoro en su conjunto, pero que inevitablemente pasa a través de mí, resulta que mi abuelo y yo estamos unidos por algo que se parece más a una broma de mal gusto que a una casualidad más o menos literaria. Tras la muerte de mi abuela, descubrí que él y yo estamos pintados y colgados en la iglesia del pueblo, esa que dicen que ayudó a incendiar y que hace siglos que no piso por convicción y desidia. Me lo contó mi madre con la dejadez del que está convencido de que ya te han contado eso alguna que otra vez.
Mi abuelo está en un lienzo de tres metros de largo por dos de ancho, como un Jesús yacente, en un lateral de la iglesia, bajo el órgano. Yo soy uno de los ángeles que sujetan a una virgen que asciende beata y robusta, en un gran lienzo sobre el altar. Ya he señalado que el hermano de mi abuela fue el pintor Alonso Jiménez, profesor de dibujo de la Escuela de Artes y Oficios de San Fernando durante cuarenta años y semiolvidado pintor naturalista almeriense. Antítesis de mi abuelo en lo concerniente a la religión, la relación entre ellos es una de las mayores lagunas de esta historia. A pesar de esa confrontación ideológico-religiosa, mi abuelo le sirvió voluntariamente de modelo todas las veces que mi tío pintó a Jesús, que no fueron pocas. Me cuesta imaginarlos a los dos, uno pintando y el otro posando. Cuando se colgó el celebrado cuadro de aquel Cristo yacente en la iglesia, no sé si asistió mi abuelo a tan solemne ceremonia, ni lo que pensaría al respecto, viéndose allí colgado, casi desnudo y apaleado, con esa delgadez fruto de una silicosis que llevaba años comiéndole por dentro, mostrando unas heridas tan típicas como llenas de doble sentido, sabiendo que muchos de los causantes indirectos de las mismas se santiguarían al verle, muerto redivivo, principio y fin de las cosas más sombrías de esta cosa llamada España. A veces doy vueltas y vueltas a eso y me pierdo en laberintos extraños que no logro entender y que me obsesionan sabiendo que nunca encontraré la explicación que me saque de allí.
Yo también estoy colgado en la misma iglesia, pero a diferencia de él, no posé voluntariamente. Mi hermano, mi primo y yo éramos muy pequeños cuando se pintó ese cuadro enorme de una virgen deudora de La Inmaculada de Soult de Murillo. Aunque yo ya había sobrepasado la edad para ser un convincente querubín, recuerdo que alguna vez me mandaron al estudio de mi tío para que él cogiera apuntes de mi cara. Para los cuerpos se valió de arquetipos y fotos viejas de mi primo, el más rechoncho y lustroso de los tres al nacer. Así que ahí estamos todos, repartidos nuestros gestos en ocho querubines rollizos y sonrientes, llevando en volandas a una rotunda mujer y revoloteando alegremente a su alrededor, mofletudos y radiantes cuan céfiros paganos y e inocentes.
Mi tío nunca quedó satisfecho con ese cuadro, pintado por obligación y hecho con la desgana del que hace tiempo que pinta por puro placer y que sin quererlo de golpe se encuentra pintando por encargo algo para lo que sabe que ya no está tan capacitado. Sin embargo, del cuadro del Cristo sí estaba contento. Más de una vez me lo dijo cuando al salir de su misa diaria yo lo esperaba en la puerta para acompañarlo a casa y mascullaba que menos mal que también estaba ahí ese cuadro, pero cuando yo podía haberle preguntado más cosas no lo hice. Ahora, cuando me observo a mí mismo revoloteando torpe en un cielo falsamente celestial, pienso en mi abuelo, tumbado un poco más allá, con estigmas y herida de lanza incluida, pienso qué le pasaría por la cabeza, qué pudo sentir después de todo; pero solamente encuentro como respuesta la ironía, el sarcasmo y el dudoso sentido del humor de eso que llamamos historia. Su cuadro se pintó a finales de los años cincuenta, cuando mi tío abuelo consiguió ser arrogante y seguro, buscando pagar deudas eternas y deseando purgar los pecados capitales de mi abuelo. Con el tiempo, y sobre todo ahora que me he armado de valor y he entrado en la iglesia para contarles a mis hijos esta historia y poder hacer unas apresuradas fotos que atestigüen esta broma quizá macabra, descubro que la rabia, la vergüenza y lo sombrío han dado paso a cierta mueca socarrona, casi una sonrisa malévola, a un incierto orgullo de perdedor al saber que eso que algunos miran con devoción no son más que dos ateos posando con desgana: uno como el hijo de (un) dios y, el otro, como uno de sus tiernos esbirros alados.”
2.
De alguna manera, mientras hacía la maleta antes de viajar a Almarga, pensé en lo extraño que estaba siendo todo este año que ya mediaba. Normalmente pasábamos las vacaciones de verano con los niños en el pueblo de mis padres, en una casa antigua, fresca y modestamente digna; pero a diferencia de otros veranos, este año era como si ese regreso significase un fracaso, sobre todo para mí, e incluso por un momento confundí el hastío que me producía el viaje con la furia volátil de un adolescente recién levantado de siesta. Aquella tarde, mi mujer, Silvia, se había llevado a Ulises al cine y Vera estaba con sus primos en casa de los abuelos.
La casa estaba completamente en silencio al cerrar la puerta.
Cuando llamé al ascensor, sentí que todo mi mal humor se condensaba en ese silencio extraño y tan poco habitual en el que había estado sumido todo el día. Quise soltar un graznido, pero el miedo ante el eco amplificado de la escalera me cohibió. Por algo que no alcanzaba a comprender, me sentía enfadado conmigo mismo. Era como si me empeñara en buscar un motivo para mi mal humor y por ello, cansado como estaba de creer que todo estaba en mi contra y que solo era una especie de víctima, buscaba encontrar la culpa dentro de mí. Pero cuando, tras una hora de viaje, puse por fin mis pies descalzos en la arena –no quise ir directamente a casa de mis padres sin pisar antes la playa–, comprobé que no me sentía tan mal como esperaba. De hecho he de reconocer que incluso sentía cierto alivio.