Este texto es un fragmento de

Canterano

Javier Sedeño Cano

El balón cruza el campo y la noche con la velocidad y la trayectoria imprecisa de un meteorito. El chut, que nació despeje, se convierte en pase gracias al empeine izquierdo de Diego Almansa, que congela la pelota en el aire y la deposita mansamente sobre el césped. El prodigioso control del centrocampista local convierte en bueno el punterazo que marchaba camino de ninguna parte.

Un murmullo se levanta en las gradas.  

Durante el partido, solo Almansa ha protagonizado alguna acción destacable para los gallegos. Los de Manchester han dominado a sus anchas y lo extraño es que todavía no han marcado ningún gol.  

Almansa pisa el balón. Frente a él, el lateral derecho inglés. A lo lejos, su compañero Loureiro, el delantero centro. Un chaval de diecinueve años; el presente y el futuro del equipo, el ídolo local: la estrella. Y, por si todo esto fuera poco, además se encuentra desmarcado. El pase es fácil y más para un especialista consumado como Almansa. Si lleva diez temporadas en Primera División es gracias a ese don. No es especialmente alto ni fuerte. De hecho, es un futbolista frágil, pero sabe centrar y lo sabe hacer bien. Es por lo que se le paga. Lo que se espera de él. Lo que esta noche no quiere hacer.   

Sopesa regatear por el interior al inglés; es la opción difícil, pero es la que le apetece. ¿Por qué no? Los británicos nunca tuvieron fama de defender bien. Ya que va a saltarse el guion, que haya espectáculo.

Lo deja literalmente sentado.

El murmullo de la grada ahora es exclamación.  

El centrocampista no está seguro de si el público se queja porque no ha pasado el balón a Loureiro —el niño mimado de la afición— o celebra su regate. Pero no tiene tiempo de pensarlo, porque un nuevo defensa mancuniano le sale al paso: Rafa Moyá. Gran central y antiguo compañero en la selección sub 17, en esos tiempos gloriosos en los que todo el mundo estaba seguro de que Almansa iba para estrella. Pero de eso hace muchos años, demasiados como para recordar si Moyá tiene algún punto débil. No sabe si es mejor driblarle por la derecha, por la izquierda o simplemente quitarse el balón de encima y pasárselo de una vez a Loureiro, que sigue solo. El chico posee una capacidad sobrehumana para el desmarque.   

Moyá, que sí ha llegado a estrella mundial, que incluso ha ganado dos Champions con dos clubs distintos, nota que Almansa valora la opción de centrar y tapa la línea de pase.

Justo en ese momento, Almansa decide pasar el balón, pero no a su compañero, sino por debajo de las piernas de Moyá. Autopase con túnel incluido. El guion que reescribe el centrocampista local empieza a parecerse al de una película de acción hollywoodiense en la que solo suceden cosas extraordinarias.  

La exclamación de la grada se convierte en ovación. 

Desde el césped, como con sordina, Almansa escucha aplausos y gritos de ánimo. Ahora está seguro de que lo que acababa de hacer ha gustado y de que todo el estadio lo apoya. Entonces, nota una fuerza olvidada y eléctrica que le recorre el pecho y las piernas. Un cosquilleo antiguo y poderoso que le hace sentir que es capaz de todo. 

Tiene la portería a veinte metros; a quince, y algo adelantado, al portero. A tres, y acercándose, al último central inglés. A su derecha, completamente solo, a Loureiro. Siempre libre de marca y siempre a listo para recibir un pase. Qué bueno es. Ahora sí debe centrar. Él ya ha cumplido con un jugadón: un gran control, un buen regate y un caño... ahora un pasecito y, si el chaval no la pifia, que no suele hacerlo, gol seguro. 1-0 y partido ganado, porque quedan menos de cinco minutos. Todo es favorable y el pase muy sencillo.

Demasiado.

Es un torneo de verano. La primera semana de agosto. Todo el mundo está de vacaciones y seguro que nadie ve el partido por la tele. No hay tres puntos que ganar o perder. Pasar es la opción fácil y no duda.

Chuta a puerta con el empeine exterior. 

Un tiro con efecto. 

Al momento se arrepiente de haber disparado con la derecha, su pierna mala. 



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