Este texto es un fragmento de

Capítulo siete

Pedrojuán Gironés


La maquina está perfectamente engrasada. Los autobuses llegan uno detrás de otro, descargan grupos de pasajeros que se bajan debidamente adiestrados por su guía. Saben donde está el baño (aunque algunos lo preguntarán varias veces antes de dar con él), dónde se pueden compra un sandwich, dónde un imán para su primo, y que el tren saldrá dentro de exactamente veintitrés minutos y no espera. Del tren que está llegando bajan otros quinientos pasajeros que vienen deleitados con el paisaje pintoresco, y encantados con la mujer misteriosa que se aparece entre música celestial durante la parada que hicieron, ¡oh, qué sorpresa tan agradable!, para echar una foto a la cascada. Mil personas se agolpan en el andén, unos se suben al tren, otros baja y van a los autobuses, aprisa, aprisa, y la estación queda por un instante en calma, casi vacía. No por mucho tiempo, el río de gente es continuo y los que no están de vacaciones no dejan de trabajar para que la máquina nunca se pare, para que nadie se de cuenta de que es una máquina, para que cada viajero sienta que tiene una experiencia única y personal, para que, si es posible, durante los días que dura el circuito, se sienta plenamente feliz.

Pero guías y conductores quizá no están tan a gusto como parece expresar su sonrisa. “¡Cómo se nota que te apasiona tu trabajo!”. Fulanito anda estresado porque no tiene reserva en el restaurante, “alguien ha cometido un error” y tiene que solucionar la cena para cuarenta personas en una hora. Menganita no puede con su alma porque lleva dos noches en vela acompañando a viajeros a hospitales y aún no se ha podido recuperar de la noche que pasó sin dormir esperando al chárter retrasado en el aeropuerto. Zutanito aprovecha el tiempo para ver si puede arreglar ese ruidito en el motor que la última vez le dejó tirado con el bus lleno en medio de la nada. Le dijo a su jefe antes de “subir” que cambiara la trócola pero, como de costumbre, no le hizo ni caso. A Renandito esta noche le toca un hotel sucio y viejo, así que ya puede empezar a rezar o a lavarle el cerebro al grupo, porque de lo contrario se le va a montar un auténtico motín en el autobús y se las tendrá que ver con Fleishmann. Guías y conductores no están de vacaciones, pero tienen que sonreír, por contrato.



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