Este texto es un fragmento de

Cenizas al alba

Daniel Jiménez de Ventrosa

Sobre un aparador de madera junto al televisor estaba el teléfono, al lado de una cajetilla de tabaco y varios encendedores de plástico. Permaneció en silencio mucho tiempo, contemplando el móvil, sin atreverse a cogerlo. Le imaginaba en aquella butaca de piel raída, bien fumando o bien dormido, iluminado apenas por la luz quebradiza que brotaba de la pantalla, apoltronado una noche tras otra, sumiéndose en un vacío sin tiempo, dejándose ir. Asfixiada por la quietud, se incorporó con rapidez, cogió el teléfono sin mirarlo apenas y rebuscó entre los papeles de alrededor hasta dar con el cargador e los introdujo en una bolsa. Al coger la cajetilla entrevió que aún contenía cigarrillos y empezó a juguetear con ella de forma distraída. Recordaba a su padre fumando, siempre. No de una forma particular o marcada de entusiasmo o ansiedad, sino constante como el murmullo de las olas. A ella nunca le había gustado fumar y consideraba el olor desagradable y amargo. Sacó un cigarro y aspiró el olor fuerte, seco, de turba. Sentía el tacto quebradizo de la picadura al deslizarlo entre los dedos y lo miraba con curiosidad. Cogió un mechero y, mirando a ambos lados como la niña que trama una travesura, se encaminó hacia la galería de la parte de atrás.

El día era frío y el viento cortante, pero era preferible al aire viciado del interior de la casa. Desde que había llegado el día anterior no había conseguido librarse de aquel olor que la estaba persiguiendo allá donde iba. Pese al dolor en las manos y en las mejillas, se acomodó en la ventana y se encendió el cigarrillo con los dedos torpes y fríos. Fumaba sin convicción ni destreza cuando un golpe seco, una puerta al cerrarse, la sobresaltó, y se sintió avergonzada y desnuda. Al volver la vista a la calle se quedó contemplando las zarzas y matorrales que asomaban sobre la vieja tapia de ladrillo que cerraba el solar que había frente a la casa. Aquel muro, ahora gris bajo la bruma, acotaba también una época dejada atrás de juegos y miedos, un tiempo ya remoto en el que, con sus abuelos, desayunaba frente a aquella misma ventana y fantaseaba con aquel solar repleto de secretos y misterios. 

Sobre el sucio alféizar de la ventana, en las junturas del gastado baldosín de color azul pálido, se había posado una pequeña cantidad de ceniza caída del cigarrillo. Mientras fumaba, Violeta contemplaba con curiosidad cómo, pese al fuerte viento, esa pequeña y polvorienta masa se obstinaba en permanecer allí. Con una tenacidad insólita, aquella ceniza se mantenía describiendo pequeños círculos hasta que de pronto, acaso un cambio imperceptible en el viento, la hizo salir despedida. La ventana sin ella ya no era lo mismo. Violeta, levemente decepcionada, tiró el cigarro sobre la tejavana antes de volver para adentro. Al fin y al cabo tampoco le estaba gustando.



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