Este texto es un fragmento de

Damas del aire

Jorge García

Ella siempre quiso que escribiera estas memorias

 
Durante muchos años, la visita semanal de mis nietos a nuestro hogar se convirtió en un ritual. Aquel momento era el más deseado para mi esposa y para mí. Pues además de deleitarnos con su presencia y sus comentarios adolescentes, podíamos enumerarles diversas historias de nuestra juventud. En mi caso, las vivencias que les contaba, sentados frente a la chimenea, me permitían retroceder en el tiempo a una etapa maravillosa de la vida.

En unos viejos pero confortables sillones orejeros, con mi sempiterna copa de coñac, les relataba a Ginés y Lucrecia mi carrera fotoperiodística y mis aventuras en el periodo de entreguerras con una precisión milimétrica. Parecía que por mi cabeza no pasaban los años.

Ellos, hermanos con apenas un año de diferencia, fueron uno de los mayores regalos que nos entregó la vida a mi mujer y a mí. Y los días que se quedaban en casa, eran para nosotros un soplo de aire fresco. Nos devolvían la ilusión, pues siempre estaban ávidos de escuchar nuestra azarosa vida. Ya que desde bien pequeños nos preguntaban una y otra vez por mi trabajo en aquella época. Décadas después, siendo ya adultos, recuerdo que me dijeron que había sido un adelantado a mi tiempo pues mis conocimientos y mis técnicas les parecían propias de la era moderna. Creo que finalmente ese fue el desencadenante de la incorporación de ambos al mundo del periodismo.

Yo nací en los albores del siglo XX. En la pequeña ciudad castellana de Salamanca, donde mis padres trabajaban en una fábrica de curtidos. Y aquello, suponía estar ajeno a los avances que comenzaban a imponerse en las grandes capitales del país tras el fin de la Gran Guerra.

Ese acontecimiento bélico, más allá de las pérdidas humanas, las enfermedades y la miseria económica que acarreó la mala distribución de la riqueza generada por la supuesta neutralidad de España, supuso para las zonas urbanas un avance hacia a la modernidad.

En campos como el ocio, la cultura, el deporte, el cine, la radio, los cafés, la fotografía y los nuevos métodos de hacer periodismo, se produjo un salto de calidad que demandaba la nueva y elitista sociedad española y que, hasta ese momento, solo se imponía en Estados Unidos y Centroeuropa. Por suerte, como les decía muchas veces a mis nietos, yo me vi inmerso en todos estos frentes durante mi etapa profesional más prolífica.

Anotaré en estas líneas que los inicios detrás de las cámaras se dieron por casualidad, ya que el sueldo de mis padres en la fábrica del pequeño pueblo de Vistahermosa apenas nos daba para comer. Los pocos ingresos que entraban en el hogar se los llevaba el alquiler de nuestra casa, situada en el extremo sureste de la ciudad. Por ello, no tuve más remedio que arrimar el hombro y llevar unas pesetas a la morada. A pesar de contar con trece años, encontré un buen empleo de mozo para los recados en una nueva empresa de la ciudad: el estudio fotográfico de Ansede y Juanes. De esa manera y gracias a mi primo Faustino, que trabajaba allí como aprendiz desde su fundación en 1912, comencé mi carrera laboral en el fascinante mundo de la fotografía.

Aquel vetusto local, de pequeñas ventanas y habitaciones de cal, estaba situado en el paseo de Carmelitas. Había pertenecido a otro maestro del oficio, el reconocido Venancio Gombau, quien se había ido encargando de preparar las distintas salas de toma y revelado.

Más tarde, en 1918, y tras cinco años de duro aprendizaje, decidí darle un giro a mi vida. Llegado a ese punto, reuní los pocos ahorros que había podido juntar y me marché a Madrid en busca de una profesión y un futuro que difícilmente podría haber logrado quedándome en mi pequeña ciudad castellana.

Una vez instalado en la capital pasé los primeros días en una lúgubre pensión de la calle Jacometrezzo, a unos pasos de la Plaza de Oriente y la Puerta del Sol. Desde allí, acudí a todas y cada una de las señas que mi mentor, Cándido Ansede, me había anotado en una pequeña cuartilla. Sin embargo me cerraron todas las puertas.

A lo largo de una semana, recorrí todas las direcciones de revistas y periódicos que llevaba escritas en el papel redactado por mi exjefe. En todos los lugares me ofrecí como auxiliar fotógrafo sin cámara. Pasé por La Acción, La Época, El Día, La Correspondencia, La Esfera, Gran  Vida, Heraldo Deportivo, El Heraldo de Madrid, Mundo Gráfico, Mundo Sport, El  Imparcial, Nuevo Mundo, El Sol, El Siglo Futuro y ABC. Pero ni una sola redacción de prensa permitió que iniciara en sus dependencias mi trayectoria fotoperiodística.

Cansado de rechazos, y tras agotar los ahorros, llamé a Cándido Ansede de forma casi desesperada. A mi preceptor ya le unía cierta amistad con alguno de los corresponsales fotógrafos de la capital, por eso me dio una nueva lista con cinco direcciones. Estas correspondían con los estudios de los reporteros José Luis Demaría López Campúa,Vilaseca,Norton, Raimundo Álvaro Santamaría —que estrenaba ese año su sucursal— y Alfonso Sánchez García —que se acababa de trasladar a un estudio de la calle Fuencarral—. Por parte de estos dos últimos colegas, conseguí algo de trabajo. Ambos, rebosantes de encargos, me pagaron decentemente por realizarles negativos sin firma. En el caso de Alfonso a condición de ayudar a su hijo Alfonso Sánchez Portela, apodado por los más veteranos Alfonsito.

De esa manera, un par de meses después, logré pagar la cama y la manutención en una nueva fonda más saludable. Se trataba del Hostal Santa Cruz, situado en el número 19 de la calle Alcalá, frente a la calle Sevilla. Un lugar que había cambiado de gerente y en el que por diez pesetas diarias me ofrecían pensión completa y grandes privilegios para la época: ascensor, habitaciones recién pintadas, vistas a la calle, teléfono, baño, calefacción y comedor con mesas individuales.

A partir de ese momento todo cambió. Ese lugar se convirtió en mi refugio para comenzar una nueva aventura laboral. Y digo aventura, porque solo a un loco se le hubiera ocurrido la ingeniosa pero insensata idea de trabajar por libre, a principios de siglo, en el difícil mundo del periodismo.

Justo antes de la década de los veinte, Madrid era la cuna de la modernidad. Y la calle Alcalá el epicentro de la vanguardia, así que todo aquello me parecía un sueño del que no quería despertar.

Recuerdo que por aquel entonces la producción de cámaras tuvo un importante avance debido a la invención y mejora de los sistemas de fotografía, ya que paulatinamente las caras e incómodas máquinas fueron sustituidas por otras más reducidas y portátiles.

Por eso, aprovechando el conocimiento que ya tenía sobre la materia, le compré a un compañero que se jubilaba la Kodak  Vest Pocket Special. Una cámara súper compacta, casi de bolsillo, que me permitía captar unas instantáneas perfectas en formato 9x12.

Para el proyecto que llevé a cabo, además de lasimágenes que aportaba, decidí acompañar cada una de las placas con un artículo exhaustivo de las noticias que cubría. Pero no un pie de foto, sino comentarios y opiniones insólitas. De esa manera, tarde tras tarde, acudía a las redacciones de los principales rotativos de la capital para ofrecerles mi trabajo en busca de una exclusiva para su medio de comunicación.

Durante los primeros días, y como ya esperaba, los redactores jefes me tacharon de loco. Varios meses antes me habían dado con la puerta en las narices, y en aquel momento no iba a ser menos. Sin embargo, poco a poco, me fueron abriendo columnas y artículos en las cabeceras. En muchos casos se trataba de noticias frescas y con un punto de vista novedoso, innovador e inusual para la España del momento, encasillada aún en los viejos modelos de prensa seria y de difícil comprensión para la mayoría de la sociedad. Mi carácter jovial y mi presencia seductora, siempre con trajes de tres piezas, prenda de cabeza y zapatos bicolor tipo Oxford Brogue, también ayudaron bastante.

Por suerte, al redactar sin ideología política entre 1919 y 1939, mi trabajo me posibilitó recopilar miles de imágenes, anécdotas e historias para el deleite del gran público. Todo ello me permitió ofrecer a la masa social las noticias que querían ver y leer. Había nacido el periodismo moderno; y yo con él, pues aquel periodo posterior a la Gran Guerra se convirtió en la época dorada de los reporteros y la prensa gráfica gracias a la utilización de un nuevo sistema de envíode fotografías por telegrafía. Todo fluía muy rápidamente entonces, y la vida, al igual que la música, comenzaba a ser trepidante. Era la época de la velocidad y el futurismo.

Esa mejora de las telecomunicaciones, consolidó la inclusión y expansión de la fotografía en prensa. Los temas más recurrentes fueron las competiciones deportivas y la aviación, ambas por su fuerte componente visual y por su modernidad. De ahí que los reporteros españoles realizáramos incontables placas de ambos campos durante aquellos años, permitiendo así la visibilidad de diversos sujetos hasta entonces obviados: como por ejemplo los colectivos de mujeres deportistas y aviadoras.

El fotoperiodismo se convirtió en pocos años en un elemento imprescindible de la prensa española, y en una pieza capital para la difusión de la práctica deportiva y aeronáutica dada la gran demanda de imágenes que se necesitaban para cubrir los artículos y reportajes.

Por ese motivo, la fotografía y la aviación fueron dos tendencias cuyo desarrollo y creciente expansión evolucionaron en paralelo. Ambas se potenciaron, en gran medida, por su fuerte vinculación. Y con ello ganamos ambos, los periodistas y los valientes aviadores.

En mi caso, los textos y entrevistas que realicé llegaron a todo el país. Como anoté previamente, acerqué al pueblo cada uno de los avances y conquistas del momento. Con el tiempo, mi firma apareció en todos los periódicos y revistas. Independientemente que fueran diarios, semanarios, de derechas, de izquierdas, monárquicos, republicanos, generalistas o deportivos.

Durante varias décadas, mi nombre, Quintín Briz Benito, fue una seña de modernidad. Pero a pesar de las diferentes temáticas que abordé, principalmente deportivas y culturales, a lo largo de mi vida siempre tuve presente la cantidad de textos que escribí sobre la mujer de entreguerras y su conquista en la sociedad urbana española.

De hecho, llevé a diferentes mujeres a la primera línea social. No en vano, aquellos artículos consiguieron dar una visibilidad a las féminas hasta entonces desconocida.

Cuando se lo contaba a mis nietos, les parecía imposible, pensaban que la grandilocuencia de mis historias venía determinada por el recuerdo y la edulcoración de los momentos más agradables de mi vida; sin embargo mi rigor periodístico era objetivo.

Por eso, en el momento en que mi amada esposa Isabella se marchó en la barca de Caronte, medité mucho abrir el lugar donde había almacenado todos los documentos de mi carrera como reportero. Habían pasado ya muchos años y tenía la obligación de volverme a sentir cronista, así que decidí abrirlo. Al fin era hora de redactar, en forma de memorias periodísticas, las hazañas de unas pioneras injustamente olvidadas: las aviadoras.

Ella siempre quiso que las escribiera —me repetía continuamente.

El tintero, que tiempo atrás se vaciaba a diario, llevaba más de medio siglo sin ser rellenado. Sin embargo no me costó volver a empuñar la pluma para dar forma a mis recuerdos.

Enseguida me puse manos a la obra. Pensaba que novelando y volviendo a la época en la que nos conocimos llevaría mejor la soledad, pues a lo largo de nuestra vida en común, desde el año 1939, Bella y yo jamás estuvimos separados. Ni un solo día.

En el momento que destapé ese baúl, que otrora fue mi santuario, me encontré con las cajas que en su momento, en los difíciles y silenciosos años de posguerra, me impidieron remover.

Mi mujer, conocedora de su valor, lo tenía todo preparado para que fuera desempolvando todos los documentos que había guardado en mi etapa de gacetillero.

Durante años, sin que yo lo supiera, organizó aquel arcón convirtiéndolo en un cofre repleto de lo que para mí eran tesoros y joyas.

Unos archivos que, tras una calculada represión política, habían quedado relegados al olvido y que solo permanecían en la memoria de quienes sentimos tan de cerca aquel legado.

Como si nunca los hubiera escrito, fui devorando lentamente todos los textos que estaban allí acumulados.

Los recuerdos se agolpaban en mi mente rememorando las noticias que ofrecí sobre temas tan variados como el deporte o los bailes de sociedad. Con cada nueva carpeta que leía, revivía una parte de mí que tenía casi olvidada.

En la parte de abajo, arrinconados, permanecían los dos cartapacios dedicados a la mujer en la aviación. Cuando los encontré, sobrevolaron sobre mi imaginación todas aquellas conversaciones que había tenido con mis nietos, especialmente con Lucrecia, sobre las conquistas de las féminas en la aeronáutica durante los años veinte y treinta del pasado siglo.

Como ya se ha dicho aquí, en aquella España de entreguerras el deporte y la aviación, como nuevos símbolos de la modernidad, estaban interrelacionados en la prensa. Por ese motivo acumulé una gran cantidad de información sobre ambas materias. En un principio me interesé por la temática para poder ofrecer noticias novedosas. Sin embargo, la amistad, los flirteos y, por que no decirlo, el amor con varias de las primeras aviadoras hicieron que convirtiera esa materia en mi pasión.

A lo largo de mis dos décadas de cronista, fotografié y entrevisté a centenares de aeronautas. Como verán los lectores a continuación, fueron tanto españolascomo extranjeras. Compartí con María Bernaldo Quirós, Margot Soriano, Pilar San Miguel, Pepa Colomer, África Llamas, Gloria de la Cuesta, Dolores Vives, Raimunda Elías, Anita Osona, Amelia Earthart, Jean Batten y tantas otras sensaciones y experiencias que después intenté transmitir a través de los artículos de prensa.

Aún recuerdo la primera información aeronáutica que publiqué en papel. Era julio de 1919 y versaba sobre la francesa Élise Léontine Deroche, la primera aviadora que recibió una licencia de piloto. Título que había conseguido en 1910. El texto era trágico, ya que fue para comunicar que la mujer que poseía los récords de altitud y distancia había perdido la vida durante un aterrizaje en el aeródromo francés de Le Crotoy. En ese mismo artículo también escribí sobre las primeras mujeres que volaron en globo: Elisabeth Thible como pasajera, en 1784, y Sophie Blanchard como aeronauta, en 1804. Aparte de eso igualmente lo hice sobre la primera mujer que voló como pasajera de un aeroplano, situación que se dio en 1908 a través de Edith Berg.




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