Este texto es un fragmento de

El autómata de bronce

Miquel Soria

Epílogo

 

Mis recuerdos aún persisten en la pura imagen de la destrucción que he tenido la desgracia de presenciar. Cierro mis ojos y vuelve a mí el hundimiento de todo cuanto conocía, todo cuanto quería y odiaba, y lloro. Pero no son lágrimas por lo perdido, ni por las muertes. Son lágrimas de impotencia al ser testigo del inmenso poder que podemos llegar a despertar y poner en nuestra contra.

 

Durante meses el mundo no dejó de advertirnos de la tormenta que se cernía sobre nosotros, de las nubes de guerra que habíamos despertado. Pero hicimos oídos sordos.

 

Por mucho que nos repitiéramos que toda la culpa era suya, que los causantes de todo el conflicto estaban al otro lado del bosque. Por mucho que intentáramos convencernos de esa idea, de la idea de que nada teníamos que ver con el estallido de la guerra, no podíamos estar más equivocados. Ambos somos, o fuimos más que responsables de esto. Fuimos culpables. Culpables por permitir y alimentar el fuego del odio del que ya es pasto todo lo que cubría el sol.



Ahora reposo en esta tierra, testigo privilegiado del embravecido océano que es ahora lo que fue mi hogar. Contemplo la ruidosa devastación provocada por un poder que jamás debimos despreciar.

 

Mis ojos, anegados de lágrimas contemplan como la niebla que oculta la magnitud de la tragedia, se abre al paso de una silueta. Una silueta que era más que eso. La silueta de nuestro apocalipsis.

 

Entre la bruma podía ver claramente una luz, una fuerza innata. No era una luz física. No se veía literalmente, se sentía. Y entonces apareció él, andando soberbio pero indulgente sobre las aguas que rugían bajo sus pies y a su alrededor, como una jauría de seguidores coléricos que reclaman a su dios.

 

Tenía el cuerpo de algo similar a un gato, pero sin serlo y de un tamaño más allá que cualquiera, que cualquier animal que yo haya visto jamás.

 

Parecía un ser inanimado, un juguete grotesco y terrible que alguien había perdido, pero por debajo de toda cortina y aspecto vivía aquello indescriptible que algún día debía alzarse al fin contra toda la Creación, devastando, sometiendo, encantando y enamorando a toda la temerosa masa que tenga la fortuna y desgracia de presenciarla.

 

Cuando mis ojos son anegados por las lágrimas de tan terrible recuerdo, noto una gran, peluda y cálida mano sobre mi hombro. Me giro y sus preciosos ojos enmarcados por el brillante pelo blanco me tranquilizan de forma casi mágica.

He pasado toda mi vida oyendo cuentos sobre ellos, creyendo que en el bosque me los encontraría hasta que tuve edad para dejar de creer en esas fábulas. Y ahora estaría perdida sin ellos. Perdida, abandonada, muerta sin ellos. ¿Acaso no lo estoy ya?

 

Eso poco importa ahora. Me incorporo sobre el rocoso suelo y miro hacia abajo. El gran acantilado sobre el que estoy ruge con fuerza y estruendo en su base como consecuencia de los últimos coletazos de la hecatombe. Mis anfitriones me llaman. Me siento terriblemente sola y devastada.

Nada queda ya, pero ellos no dejarán que me hunda con mi hogar. Dicen que

 

Él quiere otro final para mí. La intriga supera al miedo de ver cuál será mi historia.




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