El 1 de abril de 1939, cuando en España se proclamaba la victoria por el ejército de Franco, yo me encontraba en Orán. Al llegar a la ciudad norteafricana, mi mente, embotada por las emociones de los últimos días, comenzó a rememorar situaciones y vivencias pasadas. En mi cabeza se repetía, machaconamente, la frase «¡Indulto denegado! ¡Indulto denegado!». No es que me hubiesen denegado indulto alguno. El indulto que aparecía en la nebulosa de mi mente, aquel que nunca llegó a hacerse realidad, era de otros tiempos. Hacía cerca de veinte años Granada se negó a vestirse de luto. El pueblo granadino no quería que el pendón negro se enseñoreara de tan hermoso lugar, porque en aquellos días, pretendidamente modernos e innovadores, resultaba muy incongruente el bárbaro uso de la pena de muerte, y más mediante garrote vil. Era una auténtica ignominia para la ciudad. Pero la movilización de los granadinos pidiendo el perdón no consiguió los resultados esperados. Lo que había de suceder sucedió y el cumplimiento de la justicia, inexorable, vistió a Granada de negro.