Este texto es un fragmento de

El día que dejamos de creer en los ángeles

Mariano Estela Aldana

CAPITULO UNO
“UN DÍA PARA DEJAR DE REZAR”

“JUANFE”

Trazos de luz, intensos como el fuego, se asomaban por encima de los tejados del tercer piso, y por entre las ramas de los pinos que se alzaban en esa parte del patio, revelando que el sol llevaba más de seis horas alejándose de su cenit. El fulgor de sus destellos, se reflejaba contra el suelo creando algo muy parecido a un abanico gigante, rebotando con la suficiente fuerza como para hacer parpadear al hombre que venía caminando por el pasillo. Se trataba del profesor Juan Fernando, o simplemente Juanfe, como le decían con cariño algunos colegas y los alumnos de los dos últimos cursos de bachillerato.

«Hoy se ve y se siente más estrecho que de costumbre» —pensó, mirando con ojos entrecerrados hacia el fondo del corredor en un intento por esquivar la intensidad de los reflejos.

Las luces del colegio se encontraban apagadas y la única iluminación, a parte de la que entregaba el atardecer, provenía de los bombillos de emergencia instalados sobre las puertas; una caja de luz para cada salón de clases. Estas unidades de emergencia se recargaban durante el día por medio de los paneles solares que cubrían una buena parte de las terrazas; las que daban contra el bosque, en la zona más alejada, al norte del plantel.

El colegio se encontraba ubicado en las inmediaciones de San Sebastián, una población no muy grande enclavada a orillas de la cordillera, justo al final de la zona urbana, donde apenas se veía una que otra fabrica y varios terrenos baldíos. No era más que una mole de ladrillos alejada de todo, bordeaba, en su parte posterior, por un bosque de Eucaliptos que enmarcaba el comienzo de las montañas. Por fuera, sus paredes eran altas y grises, en las que resaltaban unas ventanas pequeñas, construidas a partir de una especie de cubos de vidrio, gruesos y opacos, que no dejaban ver nada en especial porque todo lo deformaban. El interior era igual de apagado y aburrido, lleno de largos corredores que se interconectaban entre sí dando paso a todas las dependencias, salones y oficinas. Y en el centro, un patio inmenso donde todo se conjugaba a la hora del recreo, en el que se podían ver algunas áreas de césped a medio podar, un par de fuentes resquebrajadas (sin agua), una estatua en honor a Domingo Savio, y una docena de bancas viejas hechas con gruesos listones de madera, abombados por el tiempo y el uso, con más de una década de capas de pintura barata, de un color muy semejante al verde con el que también se repintaban los pizarrones.

Juanfe siguió avanzando. Dos largas filas de lockers, roídos y grisáceos, se extendían a lado y lado del pasillo pegados a las paredes; asemejándose, de cierto modo, a las fichas de dominó con las que se entretendría un gigante en sus ratos de ocio. Los guarda escobas que bordeaban el suelo estaban conformados por una hilera inacabable de adoquines. El techo, alto de por sí, se desplegaba como una cinta de yeso blanco, adornado con cientos de orlados color curuba, y con la forma triangular de una que otra telaraña recién tejida. El suelo, en cambio, se extendía sobre unas baldosas de color marrón que refulgían inmutables, como un espejo ocre y alargado, pulidas con el esmero de antes —cuando se hacían las cosas para que duraran—, y a prueba de todo; incluso, contra el frenesí de los mil cuatrocientos y pico estudiantes que a diario las pisoteaban. Se trataba de una comunidad educativa muy tradicional y apacible, donde no parecía existir ningún tipo de afán por transformar lo que, por más de 24.331 días, habían establecido los curas Salesianos... un lugar tranquilo —aburrido para algunos alumnos—, donde nadie se podría imaginar que algo malo pudiera suceder.

Por un instante, Juanfe intentó creer que la gran mayoría de los alumnos y profesores habían logrado escapar de la muerte cuando esta descendió del cielo.

Los restos de los que no se espabilaron seguían esparcidos en varios sectores del colegio. La gran mayoría, estampados contra las paredes y los techos, como moscas gigantescas, formando espesas manchas de sangre, tejidos y huesos destrozados, mucho más allá del pasillo y del patio principal... Imágenes que, él ni nadie, querrían volver a traer a su memoria, o a su estómago.

Juanfe tomó aire, profundamente, y se detuvo por un minuto; un rictus de desasosiego se marcaba sobre sus labios. Se volvió hacia su izquierda donde creyó que había visto a alguien mirándolo desde las penumbras del salón de 4ºB. Ahí estaba. Desde donde se encontraba, se podía ver el rostro de un hombre de mediana edad —no más de cuarenta—, algo pálido y enjuto, no muy alto, con barba de varios días y ojeras de muchos años, vestido de vaqueros, camisa blanca y chaqueta de cuero negro. Aquel tipo lo contemplaba con lástima, envolviéndolo con una mirada llena de cansancio y temor mientras parecía aprobar, con un tácito y silencioso sí, su angustioso deseo de parar y retroceder. Por un instante pudo deducir el significado de lo que se mecía en lo profundo de esos ojos hundidos; por un momento, Juanfe trató de entender lo que le decía esa mirada carente de parpadeos.... y durante un par de segundos más, fingió creerle.

Se podría decir que, ese rostro, casi que le imploraba que lo mejor que podía hacer era volver tras sus pasos, y salir corriendo... gritando a todo pulmón ¡A la mierda con todo!

Pero no, no iba a ser así de fácil. No ese día. Varias veces, y a lo largo de los casi quince años que llevaba de docente, estuvo a punto de mandarlo todo para la mierda. El problema era que, de la mierda, nadie se alimentaba.

Una delgada línea se marcó en su entrecejo y ya no quiso seguir observando al hombre que lo encaraba desde ese salón tan oscuro y vacío; uno de los pocos a los que le gustaba entrar, no solo por ser uno de los más bonitos, sino por la buena energía del grupo de niños que lo llenaban con su alegría.

Juanfe apretó los labios y le dedicó una última mirada al número cuatro clavado en la parte superior de la puerta del salón. Luego la bajó, por un breve instante, y sin más que decirse a los ojos, dejó de contemplar su reflejo contra el cristal... Era hora de mirar hacia el frente y seguir andando.

En el preciso instante en que Juanfe se alejó, una sombra, camuflada entre las penumbras del salón de 4ºB, se despegó de la pared y se aproximó, sin mucho afán, hacia una de las ventanas. Un par de brillos color azul pálido se encendieron donde normalmente debería haber unos ojos. La sombra enfocó la incandescencia de su escrutinio hacia el hombre que se estaba alejando.

Juanfe sintió la presencia; la percibió mientras notaba que algo más se clavaba en su espalda. Los pelos de su nuca se levantaron al tiempo que un escalofrío obligaba a otras partes de su cuerpo a encogerse. Juanfe pasó saliva, pero no quiso parar, ni mirar hacia atrás; la sensación de miedo que lo agobiaba se apoderó de sus piernas dándoles un poco más de velocidad.

La sombra se inclinó hacia atrás ladeando hacia un costado lo que asemejaba ser su cabeza, como si “algo” la llamara. De pronto, sus pupilas se inflamaron pasando del azul al rojo. Y en menos de un parpadeo, la sombra se esfumó… como si nunca hubiera estado ahí.

La presión que sentía se extinguió, así, de repente. Juanfe soltó el oxígeno que había retenido en sus pulmones y se enfocó en seguir hacia adelante, como fuera. Era evidente que algo lo había escaneado como si fuera una fruta —fresca y jugosa—, recién cosechada; algo por lo que Juanfe no tenia ningún interés de volver la vista atrás.

Sin darse cuenta, había andado un buen trecho sumido en su afán por alejarse. Unos metros más adelante ya se podía ver la bifurcación por donde debería doblar para llegar al siguiente corredor; el que lo llevaría al área de preescolar y al gimnasio. Dio un par de pasos más, pero antes de doblar en la siguiente esquina, Juanfe se detuvo... Algo en su interior le decía que debía tratar, así fuera por un momento, de intentar vencer el miedo que sentía; algo muy fuerte, en el centro mismo de su corazón, lo estaba instando a que le echara un último vistazo a todo lo que estaba dejando tras de si.

Tras pensárselo un poco, Juanfe volvió su rostro para contemplar el camino que había recorrido.

El fuerte resplandor del sol que de frente lo cegaba, ahora se convertía en una gran linterna de luz ambarina que le permitía observar lo que sucedía a su espalda. Pudo ver, que habían sido unos veinticinco metros los que había ganado hacia delante. Más de lo que se creía capaz... mucho más de lo que lo creían capaz los que lo estaban observando.

Atrás, al inicio del pasillo, se agolpaba un grupo de hombres y mujeres que se asomaban, apretujándose unos a otros, en un intento por ver lo que Juanfe hacía. Eran quince o dieciséis almas, aunque podría haber más, igual de arrinconados y paralizados por el miedo, ocultos en algún otro sector del colegio. En sus rostros se veía el paso de los días; se notaba que llevaban mucho tiempo con la misma ropa, y con la misma mugre en sus manos y en sus semblantes. En una buena cantidad de ellos se manifestaba algo más que mera curiosidad. Había algo más poderoso y notorio... algo muy parecido al terror.

Un par de mujeres del departamento administrativo del colegio se destacaban adelante del grupo, casi en primera fila. Una de ellas era la secretaria de la rectoría, Lola; una cincuentona alta y acuerpada, como guardia de prisión de película gringa, con más de treinta años al servicio del colegio, experta en capotear y lidiar con alumnos, profesores y padres de familia. Especialista también, en eludir cualquier posibilidad en el ámbito sentimental. Era la expresión máxima de la soltería empedernida; orgullosa de serlo y de predicarlo.

Lola lo miraba con una expresión tensa, con la boca torcida por el desespero y la impotencia. Al mismo tiempo, y sin darse cuenta, sus manos apretaban con fuerza los hombros de Laura, la recién llegada al área administrativa; una joven de veintidós años, de rostro delicado, delgada, no muy alta, un poco tímida, pero amable y dulce con los niños... y con él también.

Por lo que ella misma le había contado, Laura había guerreado durante varios meses hasta conseguir que la tuvieran en cuenta para aplicar a ese puesto. Luego, tras pasar por varias pruebas y exámenes, superando a una docena de aspirantes, por fin había sido aceptada. Juanfe notó, desde un principio, que debajo de esas capas de dulzura y buenas maneras, se ocultaba una sobreviviente, una mujer aguerrida que no se amilanada ante nada... Hoy, ese rostro angelical, se asemejaba más a una sábana blanca, atenazado por la más pura expresión de espanto.

Por un segundo, Juanfe sintió el deseo de devolverse y correr hacia ella para cobijarla entre sus brazos. Pero por alguna razón, su mente solo atinó a acordarse de la última vez que se había masturbado pensando en ella. Ese fugaz pensamiento lo apocó acercándolo hacia la vergüenza, pero no lo apartó de atreverse a pensar que, sino se hubiera trasnochado corrigiendo esa maldita tesis que le habían encargado en el pueblo, tal vez no se hubiera levantado tan tarde —justo el día que todo se fue al traste—, y mal que bien, hubiera podido, por cinco o seis minutos, haberla vuelto a añorar, bajo la ducha.

No pudo tampoco, evitar sentir rabia, de sí mismo, por no haberle expresado en su momento lo que sentía por ella, a pesar de las múltiples ocasiones que el universo confabuló para que se llenara de valor y abriera su boca; para que le dijera algo más que el mismo y simple «hola, cómo vas» de siempre.

«¡Qué rabia!» —esputó, para sí mismo, contrariado por lo que no fue.

Vencido por la impotencia, y algo más de vergüenza, desvió su mirada hacia un costado. A un lado de Lola, se podía ver a la maestra de danzas y al profesor de educación física. Sus facciones expresaban lo mismo; como si todos los ahí reunidos, hubieran ido a la misma tienda de máscaras a comprar sin gusto ni imaginación.

Era curioso el efecto que una situación como esta lograba en la psiquis de las personas. En la de danzas, esa explosión de alegría con la que inundaba el día a día de la jornada estudiantil —todo un fastidio a veces—, hoy era tan solo un remedo; una sombra apabullada a punto de colapsar. Y el de educación física, siempre tan avasallador e imponente —y tan malparido—, hoy no era más que un alfeñique; desconsolado y acurrucado como un ratón.

A un lado de estos dos, y un poco relegada, se alcanzaba a ver el rostro atemorizado de la señora que atendía la cafetería: la negra Martina. Una mujer muy agradable, que se caracterizaba por su gran sonrisa: amplia, contagiosa, de dientes grandes, perfectos y blancos como cerámica china. Una mujer, camino ya de los cincuenta, con una personalidad arrolladora, quien, con frecuencia, no titubeaba en levantarle el ánimo a todos con su alegría y sus ocurrencias. Y que —algunas veces, también—, no dudaba en inclinarse hacia delante para que, uno que otro, pudiera ver la piel que adornaba sus imponentes y achocolatadas tetas... Hoy, su escote se había esfumado, al igual que su sonrisa, dando paso a una expresión donde predominaban la angustia y el desasosiego.

Más al fondo, donde ya la oscuridad desdibujaba los rostros, Juanfe pudo reconocer al profesor de ciencias y a la de español. Dos petardos que solo veían por lo suyo; sin hacer mayor esfuerzo por integrarse con los demás docentes o por colaborar más allá de lo que les correspondía como seres humanos. Hoy los veía abrazados, inermes por el cansancio y el terror; igual de atrapados y sin ninguna posibilidad, como todos. Los ojos de Juanfe no se detuvieron por más de un segundo sobre ellos; su angustia, o lo demás que pidieran estar sintiendo, le importaban menos que un pito de lombriz.

Y, seguramente, había muchos más, atrás en la penumbra, donde las sombras de la tarde ya no permitían ver nada; tal vez, recargados contra la pared o sentados en el suelo sollozando, o dormitando a medias, tragándose su angustia y sus ganas de salir corriendo. La gran mayoría, lo observaban expectantes, mirándolo igual de aterrados, apenas conteniendo el aliento, aferrados aun a la esperanza de que algo pudiera pasar para que pusiera fin a esa vigilia de hambre, pavor y muerte…

«Si, debieron haber sido muchos los que quedaron atrapados en el momento en que todo esto sucedió» —pensó, mientras recorría con su mirada los rostros de todos; sin ningún rencor o interés por alguno. Aunque, por alguna curiosa y cruel paradoja, su estómago protestó, con una especie de gruñido felino, cuando el escrutinio se devolvió por donde estaba Martina.

«¡Ohh, mierda!... claro: hoy ya es jueves» —Cayó en la cuenta. Se le había pasado ese pequeño detalle. Algo que su estómago parecía tener muy presente a pesar de las circunstancias... ¿Sabría la negra lo importante que era para él, la torta que ella preparaba los jueves? No era un gran pedazo, pero hacía que valiera la pena venir a trabajar ese día.

Juanfe eludió la mirada de la negra Martina. También evitó ponerse a pensar en el alivio que varios parecían estar sintiendo, por haberse salvado de tener que llevar esa maldita bolsa al gimnasio: la que él recogería al otro lado de ese umbral del tiempo en el que habían quedado atrapados.

Sí... hoy, por tercera vez, alguien debía cargar la gran bolsa amarilla. Y él fue el único tonto que, veinte minutos atrás, se había ofrecido a recogerla.

Solo él tuvo… ¿Las agallas? ¿Los cojones?

—Qué idiota fuiste, más bien —masculló entre dientes.

Mientras daba la vuelta en la esquina, un cúmulo de dudas cruzaron por su cabeza como una manada de galgos alimentados a punta de energizantes:

¿Realmente, él se ofreció?... ¿o fue el hastío, la angustia y las ganas de que todo terminara de una vez?
¿O tal vez fue, que algo influyó en su mente para que lo hiciera?

Repasó el momento en que se ofreció a ir por la bolsa… Recordó haberse levantado del suelo y haber caminado hacia delante alzando la mano, sin pronunciar una sola palabra. Pero por más que lo intentó, tan solo pudo traer a su mente un confuso cúmulo de imágenes; como cuando tratamos de evocar los sueños en la mañana, y solo podemos acordarnos del último.

«Qué más da» —concluyó resignado.

Veinte metros más adelante de la aparente seguridad en la que quedaron los demás, era ya muy tarde para ponerse a barruntar sobre lo que lo motivó a levantar el brazo; veinte metros pueden ser, perfectamente, la mejor distancia para saber que, todo lo que pasó, tenía ahora tanta o menos importancia que la cagada de un mosquito.

Decidió entonces que lo mejor era seguir moviéndose. Llenó de aire sus pulmones. Lo sostuvo por unos segundos sintiendo que el oxígeno hacía lo suyo. Y luego, avanzó sin vacilar... sin mayor valor, pero con más decisión.

No había dado más de cinco pasos cuando Juanfe sintió como si hubiera atravesado una membrana invisible.

Una sacudida térmica se abalanzó hacia él desde el fondo del pasillo, cabalgando implacable sobre cada molécula de aire; reptando por los muros y el suelo en busca de su piel, como si tuviera vida propia. El ramalazo de frío se introdujo por la pernera de su pantalón sin ninguna intención febril o generosa —y sin permiso, ni pudor—; todo lo opuesto a lo que sus testículos hubieran podido desear. Luego, siguió hacia arriba, oprimiendo su vientre y su pecho, hasta enroscarse en su cuello. Con un gesto seco, más bien brusco, Juanfe se acomodó el cuello de su chaqueta, en un intento por protegerse contra esa alteración de la temperatura tan lacerante. Notó de inmediato que sus manos se estaban agarrotando, mientras sus dedos eran atravesados por unos agudos relámpagos que dolían hasta el tuétano.

A pesar del dolor y la angustia, Juanfe siguió avanzando apoyando su hombro izquierdo contra una de las paredes. La bifurcación que lo llevaría a preescolar estaba justo al frente.

Un zumbido penetrante comenzó a invadir sus oídos, mientras sus pupilas se sacudían temblando sin control. Una sensación de mareo se hizo presente. El frío se aferró a su quijada y garganta estrechando su tráquea. El aire comenzó a faltar en sus pulmones.

Juanfe sacudió su cabeza intentando no perder el conocimiento. Dio un par de pasos más... y otros tres, hasta que pudo doblar hacia la izquierda, donde cayó sobre sus rodillas... justo donde se encontraban los que lo estaban esperando.

Juanfe levantó su mirada hacia ellos. Eran diez policías de asalto, altos y fornidos, enfundados en unos uniformes de color grafito. Llevaban puestos pasamontañas estilo balaclava de poliéster negro, chalecos blindados, y cascos negro mate.

Mientras intentaba ponerse en pie, Juanfe abrió su boca para decir algo. Su garganta se encontraba tan estrecha que apenas pudo emitir un gorgoteo. Sin más, sus piernas y su mente se rindieron.

Uno de los policías corrió hacia él para evitar que se estrellara contra el suelo. Juanfe tan solo lo vio venir, como en cámara lenta. Los demás, se quedaron estáticos, midiéndolo con frialdad, y en silencio, a través de sus inmensas gafas de asalto... y con el dedo índice firmemente apoyado sobre el guarda gatillo de sus rifles de combate Tavor-21.

El policía lo retuvo entre sus brazos antes que se desplomara.

—Shhh ya… calmado, nené —le dijo el policía: un tipo de 1,80 de estatura, corpulento y de voz recia.

Juanfe asintió, mirándolo entre brumas, sintiendo que sus oídos se cerraban; una gota de sangre empezó a bajar por su nariz. El policía comenzó a acomodarlo en el piso mientras le explicaba a donde había llegado. Se trataba, ni más ni menos, del policía al mando de la operación: El capitán Wright.

—Ni te me angusties, ni te aceleres: acabas de cruzar una de las barreras que separa este umbral del otro. Y acá, el tiempo, se mueve a otro ritmo —le comentó con frialdad, en un tono de voz más bien alto.

El capitán sabía muy bien lo que estaba sucediendo en los oídos de Juanfe porque, desde que lo agarró y antes de que se desplomara, ya había subido el volumen de su voz para que lo pudiera escuchar.

—¿No te lo habían explicado ya, cariño? —le dijo con algo de sorna—. ¡Wooo, qué mal!

Tomó aire, fingiendo resignación, mientras lo ayudaba a recostarse contra la pared.

—Vale, que te lo explico yo. —Abarcó con el brazo el área donde se encontraban—. En este sector todo va 10 veces más lento. Así que, para ti: todo va 10 veces más rápido. ¿Capisci?

Juanfe asintió con un leve parpadeo.

—Bien, ahora: respira... —le indicó, como cuando se le enseña a un perro a saludar con la pata—. Eso… así… lento… ¡más lento!… ok… muy bien… de nuevo… bien.

Le dio un cachetito (algo fuerte) para que Juanfe reaccionara y no cerrara de nuevo los ojos.

—¡Acá nené! ¡conmigo! —le dijo, con severidad—… eso… ok.

A continuación, el capitán le dio un sorbo de agua de su cantimplora.

—Vale... Ahora, tómatelo con calma mientras comenzamos a estabilizar tu metabolismo. —Se volvió hacia atrás—. ¡Médico!... llegó el pichón.

Un policía, de estatura media, con ribete de paramédico, se asomó desde la puerta de uno de los salones y corrió hacia ellos...

...continuará




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