Este texto es un fragmento de

El pintor ciego

Mariano Sánchez Soler

“En este negocio hay que saber andar sobre las aguas”. La pantalla estaba tan vacía como mi cerebro. Miré hacia la ventana cansado, pero no vi la calle. El mundo exterior había sufrido un suave fogonazo y las luces, los ruidos, el intrépido chasquido de los coches, todo, había desaparecido por unos instantes mientras mis tímpanos reproducían un zumbido de insectos contra el silencio total, contra una calma inaguantable y pulcra.

“Álex, qué mala suerte”.

Tomé los folios y escribí a bolígrafo con letras mayúsculas: "EL PINTOR CIEGO”. Apilé cuidadosamente las páginas numeradas, me abaniqué con ellas y las dejé caer en la papelera de mimbre, derramadas de golpe.

"Todo acaba”, me dije. “Final de trayecto".

Había llegado a la conclusión de que jamás conseguiría nada positivo por mis propias fuerzas. Yo, que me esforzaba en hacerlo todo de la mejor manera posible; que peleaba contra las palabras y las fórmulas fáciles; que no me conformaba con la primera solución; que luchaba, corregía y repasaba los textos una y mil veces... Yo, el perfeccionista, nunca conseguiría el fruto de mis méritos. “Para algunos que venimos de abajo –me repetía– hagamos lo que hagamos, jamás será suficiente”. Aquel era mi destino. A mis cincuenta años, mi obra había concluido con mi quinta novela mientras la oscura propuesta del fantasmal Milelire flotaba en mi mente. "Quizás podamos hacer algo por tu carrera literaria; el mundo editorial también está en nuestro holding", dijo el maldito. “Jamás aceptaré”. La muerte de Álex trepaba en mi cerebro, cuestionaba mi inteligencia, dejaba galopar todos mis miedos indignos.

“Álex, Álex...”

Aquel nudo en la garganta era el principio de una red amarga que descendía hasta mis intestinos y tejía en mis vísceras su derrotado nihilismo. “Álex, nunca conseguiré romper el cristal acorazado contra el que me doy de bruces permanentemente. Estoy vencido”. Sobrevivía en tierra de nadie, en la certidumbre, sin armas con las que luchar y sin chaleco antibalas para resistir los impactos; perdido como un naufrago sin refugio posible.

Comencé mi deriva hace dos semanas, cuando el timbre del teléfono me hizo saltar de esta misma silla, como un gato de dibujos animados capaz de clavar sus garras en el techo. Era la voz de mi madre que, al otro lado del auricular, me daba la terrible noticia:

–Hijo, ha muerto Álex. Lo han matado.

–¿Qué?

–¿Me oyes?

–Sí...

–Han matado a Álex, a tu amigo.

–¿Cómo... ha... ocurrido, mamá?

–Dicen que lo han encontrado dentro del maletero de su coche. ¡Asesinado! Pero yo no sé nada; sólo he oído habladurías. Muchos que le tenían envidia no dejan de inventar historias tremendas. ¿Vendrás, hijo?

–Tomaré el primer avión.

La página web del diario La Verdad recogía la primera noticia: El cadáver de don Alejandro Rocamora Parodi,  de 53 años, apareció ayer, a las doce menos cuarto de la mañana, en el interior  de un coche estacionado en el aparcamiento del Aeropuerto de l'Altet. El cuerpo  estaba desnudo, en avanzado estado de corrupción, atado y en la espalda  presentaba una herida que, según algunas versiones, parece que era de las  llamadas "en sedal"; o sea, con un orificio redondo como el de una  bala. Tampoco se descarta la posibilidad de que fuera producida por arma  blanca, pero más bien punzante, ya que no tiene desgarros y la perforación es  "limpia".

El BMW azul, en  cuyo interior fue hallado, pertenecía a su cónyuge, doña Amparo Climent  Planelles, y era utilizado habitualmente por el señor Rocamora. El cadáver fue  encontrado por su propia esposa, que fue a buscar su coche al aparcamiento. La  víctima había salido de viaje en avión y, como era usual, había dejado allí el  coche para utilizarlo al regreso. Sin embargo, ayer, a la hora indicada, sus  familiares acudieron al aeropuerto. En esta ocasión, al acercarse al automóvil  percibieron un olor característico que les puso sobre la pista. Y en efecto, al  destapar el maletero, apareció en su interior el cuerpo del señor Rocamora,  embutido y dando la espalda. El grito fue impresionante; al escucharlo, las  personas que estaban en el aparcamiento creyeron que se trataba de un  accidente, pero pronto comprobaron el macabro hallazgo.

La información estaba firmada simplemente por las iniciales "JS", y yo conocía muy bien a su autor.

Al tenerse  conocimiento de la forma en que se encontraba el cadáver y el estado de  descomposición que presentaba, las conjeturas fueron tomando cuerpo en las más  heterogéneas de las versiones, dada la popularidad del fallecido y las muchas  amistades que frecuentaba en su quehacer diario. Se suscitó la posibilidad del  crimen a quemarropa. No se descartó la idea de que hubiera sido asesinado para  robarle dada su posición social, como destacado industrial que, en los últimos  tiempos, había desarrollado una gran actividad en el ramo del calzado, con la  marca Pop-Corn, creada en Elche y con establecimientos de distribución y venta  en Europa y los Estados Unidos. El cadáver no tenía cerca ningún objeto  personal, tampoco el automóvil guardaba documentación alguna. De todos modos,  aún no hay una hipótesis clara ni están determinados los móviles del crimen.  Con esta muerte se plantean varios interrogantes que hoy están en la calle, de  boca en boca: ¿por qué murió don Alejandro Rocamora? ¿Quién o quiénes le  mataron? ¿Cuándo, cómo y dónde murió en realidad? Preguntas éstas que la  Policía tendrá que barajar hasta que obtenga una pista clara que le lleve al  esclarecimiento total de un hecho que ha conmocionado a la capital alicantina.

Regresar a mi ciudad natal me produjo una angustia inesperada. Cada vez que volvía albergaba un sentimiento de liberación, de calma, de reencuentro con los seres queridos, con los paisajes y con los recuerdos; pero en esta ocasión todo tenía un regusto marchito a tanatorio, a mármol decorado con crisantemos; ese difícil olor de las flores mortuorias, asépticas, penosas. Siempre sospeché que escribía novelas policíacas para exorcizar a la muerte, la idea de la extinción, el miedo a desaparecer sin dejar rastro. Ahora estaba convencido y me resultaba insoportable.





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