Este texto es un fragmento de

El último Samhain

Sergio Blanco Aparicio

El invierno estaba dejando ver su lado más cruel. A dos días para terminar el año, las temperaturas estaban por debajo de los cero grados y la oscuridad se hacía patente en cuanto el sol comenzaba a caer entre las montañas del Valle de Siris. En el pequeño pueblecito de Baendal, el olor a leña quemada inundaba cada esquina y poca era la gente que paraba en las calles. Salazar, por su parte, seguía tras la barra de su bodega. Era un hombre que alcanzaba los cuarenta, pero cuyos marcados rasgos faciales dejaban entrever lo complicada que había sido su vida.

A su madre apenas la conoció pues una enfermedad se la llevó por delante a las pocas semanas de nacer él. Su padre siempre le decía que ella desde el cielo era quien los arropaba cada noche y quien les protegía de todo mal. Era una infancia dura donde tuvo que aprender a valerse por sí mismo y a ayudar a su padre en las labores del campo. También tenían una pequeña bodeguita de vinos de cosecha propia donde los hombres del pueblo iban a tomar unos chatos mientras hablaban de sus vidas. Era una vida compleja pero no por ello triste. A Salazar le gustaba corretear por las callejuelas del pueblo buscando los gamusinos que le había pedido su padre o yendo a recoger tardanza a la carnicería de la plaza. Cuando contaba con casi veinte años sus vidas se truncaron, como la de tantos otros, por culpa de aquella maldita guerra civil que asoló el país. Salazar perdió a su padre ejecutado por uno de los bandos y fue él quien tuvo que hacerse cargo de la bodega mientras intentaba zafarse de acabar yendo a luchar al frente. La bodega constaba de un pequeño salón repleto de barricas de roble y una destartalada madera que hacía las veces de barra. Era poco, pero era lo único que conservaba de sus padres; puesto que la casa donde vivieron, estaba llena de recuerdos para el tabernero y desde la muerte de su padre no había vuelto a poner un pie en ella.

La humilde bodega no atraía demasiados clientes: quizá que Salazar no fuera alguien muy sociable influía en este hecho. Aun así, solía tener un grupo de clientes asiduos que no perdonaban tomarse un vino allí. Una de las cosas buenas que tenía ser el dueño de esa bodega, era que Salazar siempre estaba al día de los tejemanejes que ocurrían dentro y fuera de los hogares de Baendal; cosa que le tenía distraído la mayoría del tiempo.

El espíritu navideño y la cercanía de la campaña de la aceituna, acaparaban todos los temas de conversación últimamente, por lo que Salazar se sorprendió cuando una nueva noticia comenzó a sobrevolar Baendal.

– ¿Te has enterado? Ha llegado un forastero a Las Cadenas –dijo Blas, uno de los pocos buenos amigos de Salazar, que acababa de entrar en la taberna y sentarse en un taburete.
– ¿Y qué tiene eso de especial? –respondió el tabernero, quien no entendía a dónde quería llegar su canoso compañero.
– Déjame acabar, hombre. Ha llegado un forastero y dicen que viene desde muy lejos; no lleva equipaje, no lleva documentación, nadie sabe dónde va a dormir y trae consigo una extraña historia detrás.
– ¿Qué historia? –la noticia comenzaba a tornarse interesante para Salazar, quien sirvió dos vasos de vino.
– Dicen que puede hablar con los que no están –continuó Blas vaciando de un trago su chato de vino.
– ¿Cómo que con los que no están? ¡Explícate, porras!
– Con el más allá, Salazar, ¡con los muertos! –decía mientras sus ojos se agrandaban como platos.
– Eso son patochadas, Blas, por Dios. Parece mentira que creas esas historietas de patio de escuela –sentenció el tabernero, quien lamentaba la ingenuidad de su amigo.
– Se dice que en un pueblo de Castilla consiguió que una hija hablara con su padre, muerto en la guerra.
– Se dice, se dice,… eso no es más que un bulo y el tipo ese un sacacuartos –pese a su escepticismo, no pudo evitar pensar en sus padres.
– Va a venir al pueblo en estos días, podrás comprobarlo en tus carnes, amigo –insistió Blas, mientras se servía el mismo de la jarra de vino otro vasito.
– La magia y la brujería no dan de comer, Blas, piensa eso. Y pon los pies en la tierra de una vez, que siempre has sido demasiado espiritual y no están los tiempos para eso –le cortó algo molesto.
– Piensa lo que quieras, compañero, pero voy a intentar encontrarme con él cuando venga –finalizó Blas mientras se acababa el vino y se despedía haciendo un ademán.

Para Salazar, la salida de su amigo de la taberna siempre era indicador de la hora de cerrar; puesto que normalmente siempre era el último en pasar a verle. El día había ido como siempre, seis o siete clientes, y lo único que quería era meterse en la cama lo antes posible. Cuando lo tuvo todo recogido y se había tomado su último chato de vino del día, Salazar salió del bar, cerró la cancela y enfiló en dirección a la plaza del pueblo. Cinco minutos más tarde, ya estaba en su casa, al lado del ayuntamiento, haciéndose algo de cenar. La sobremesa la pasó como solía ser habitual haciéndose una pipa de tabaco que fumarse tranquilamente de cara a la estufa. No había podido dejar de pensar en la noticia de la que había hablado con su amigo e incluso se durmió pensando en lo que ocurriría si el poder de ese forastero fuese real.

A la mañana siguiente, y después de dejar la casa medianamente limpia, Salazar salió a la calle de camino a abrir la bodega. Iba ensimismado pensando en la gente que visitaría ese día su negocio hasta que un alboroto le hizo reaccionar. Había llegado a la plaza y, pese al frío de la mañana, una muchedumbre se agolpaba bajo el altivo campanario que siempre miraba desde arriba al resto de casas del pueblo. Salazar se acercó al ver que su cano amigo estaba allí para preguntarle qué sucedía y le separó del grupo.
– Buenos días, Blas. ¿Qué estáis tramando por aquí?
– Esta señora ha venido de Las Cadenas, ¿sabes lo que ha pasado? –contestó eufórico.
– Pues no, esperaba que me lo dijeras tú.
– La Toñi, la boticaria, ayer entró en un trance extraño mientras estaba con El Sofista. Comenzó a hablar en primera persona de cómo murió su hermana. Pero sabes que cuando eso ocurrió no había nadie en el cuarto, ella no podía saberlo. ¡Es increíble, Salazar! –las palabras salían tan deprisa de su atropellada boca que era complicado seguirle.
– ¿El Sofista?
– Sí, el forastero del que te hablé ayer. Se hace llamar así.
– Ah, sí. En fin, Blas, me voy a abrir la bodega y espero verte por allí esta noche –finalizó el tabernero, quien no tenía intención de volver a sacar el tema.
– De eso quería hablarte, les he dicho a estas señoras que quizá no te importe que nos reuniéramos esta tarde allí con El Sofista para hacer una sesión. Se supone que visitará hoy Baendal –Blas no tenía todas consigo de recibir una respuesta positiva.
– ¿Cómo? No, no y no. ¿Estás loco? Ya sabes lo que pienso de la charlatanería de ese personaje.
– ¿Pero no te das cuenta? Podrías ganar mucho dinero, parece que suele ir mucha gente a estas sesiones.
– Malos tiempos vienen si antepones el dinero a tus principios. Yo al menos no lo haré, así que, lo siento pero prefiero servirle vino a las ratas que viven en mi bodega.
– Eres un cabezón Salazar –se resignó Blas para después volver con el grupo.
Era increíble que su amigo le hubiera hecho tal propuesta, ¿acaso no quedó claro ayer que no quería oír hablar de ese hombre?

Aún con el enfado en el cuerpo, Salazar sacó la llave y abrió la desvencijada puerta de su local. Encendió las luces y comenzó a llenar las vasijas y jarras con el vino que guardaba en las grandes cubas. Se echó un vaso y decidió bebérselo despacio, disfrutándolo, hasta que llegara el primer cliente. Era un vino sacado de su propia cosecha de uvas y cuidado con esmero y absoluto mimo por su parte, pero no podía competir con algunos de los caldos que llegaban de la capital. Aún con todo, para Salazar era uno de los mejores vinos que había probado; es más, la soltura con la que estaba entrando el trago que estaba tomando, hacía de ese momento una auténtica delicia. Tan ensimismado estaba que no vio entrar a una de las señoras que hacía unos minutos estaban en la plaza.

– Salazar, tengo que llamar a la Guardia Civil, ¿puedo usar tu teléfono? –preguntó entre sollozos y con la angustia marcada en sus ojos.
– Sí, claro. Está al fondo de la barra, ¿ocurre algo?
– Mi hija ha desaparecido. No ha venido hoy a dormir a casa y… –no pudo continuar pues un mar de lágrimas inundó sus mejillas.
La angustiada señora se tambaleó hasta el teléfono y comenzó a marcar. Salazar, por su parte, decidió darle privacidad y salió del local para fumar de su pipa. El frío viento le sacudió la cara nada más salir como una certera bofetada, pero eso le gustaba al tabernero. Eran estos pequeños y nimios detalles los que le hacían sentirse vivo: el sentir las palabras con las que la naturaleza le hablaba. Saborear que estaba vivo. Desde el umbral, se entretenía mirando el pasar de los pocos coches que cruzaban el pueblo mientras daba bocanadas a su pipa.

De pronto, la maltrecha puerta se abrió y la desolada mujer salió a la calle.
– ¿Puedes ponerme un vino, Salazar?
– Faltaría más, Victoria. ¿Qué te han dicho desde el cuartel? –preguntó entrando de nuevo a la bodega.
– Que no le han dado noticias de ninguna desaparición ni de que hayan encontrado nada extraño –las últimas palabras salieron entrecortadamente de su boca.
– Bueno, no te preocupes que estará bien. Habrá quedado con algún mozo. A su edad es lo normal, son jóvenes y están alocados –intentaba tranquilizarle el hombre echando un vaso de vino y acercándoselo.
– No Salazar, tú no lo entiendes, Itzal siempre me hace saber dónde está. Así se lo tengo dicho y no ha habido día que no lo haya cumplido –comenzó a sollozar Victoria mientras ahogaba sus penas en el fondo del tosco vaso de barro.
– Bueno, pues... –comenzó el tabernero sin saber muy bien qué iba a decir, pero la puerta de la calle se abrió y un fornido hombre de mediana edad hizo presencia en el lugar.
– Vic, vámonos a casa que va venir tu hermana –dijo, para volver a salir a la calle.
– Salazar, no llevo dinero encima, te importa que...
– Descuida Victoria, a esta invita la casa. Y estate tranquila, que ya verás como no pasa nada y todo queda en un susto –le cortó él recogiendo el vaso y echándolo al fregadero.

Salazar se quedó ensimismado mirando la puerta por la que hacía unos minutos había salido la lastimosa mujer. Le había dejado con un profundo pesar esa noticia. Nunca sucedían estas cosas en Baendal. ¿Una desaparición? No cabía en ninguna cabeza que pudiera ser alguien del pueblo. Además esa chica, Itzal, era muy querida en todo el pueblo. Era risueña y muy considerada con todo el mundo: si podía echarte una mano, lo haría sin pensarlo dos veces. “Todo quedará en una simple anécdota, seguro que a la chiquilla se le fue la hora y le da miedo volver a casa por la reprimenda de su padre”, pensaba él, intentando quitarle hierro al asunto.
Las horas pasaban lenta y cansinamente, como las de cualquier día en la rutinaria vida de Salazar. Poner cuatro o cinco chatos de vino, esperar a que viniera Blas para hablar tranquilamente y, cuando caiga la noche, cerrar hasta el día siguiente. Pero esa tarde fue distinta; nadie apareció por la bodega. Algo enfadado y antes de la hora normal, el tabernero echó el pestillo a la puerta y caminó refunfuñando hacia casa. No era muy tarde pero todo el pueblo tenía un aspecto fantasmagórico: una fina neblina, que cubría como un manto de algodón el suelo, acompañaba a Salazar por las estrechas calles de detrás de la iglesia. Cuando llegó a la plaza, algo comenzó a chocarle: no había nadie en las calles y eso era extraño incluso para ser Baendal en invierno. Siempre había alguien, aunque fuera un grupito de chiquillos en los soportales, pero no esta vez. Salazar decidió darse una vuelta por el pueblo para entender qué estaba ocurriendo y el enfado que cargaba se transformó en curiosidad. ¿Dónde estaba la gente?
Comenzó a bajar absorto por la calleja de los Bueyes. Una empedrada y estrecha calle que hacía una pequeña curva y bajaba hasta las lindes del río Xerit. Su intención era ir a casa de Victoria a preguntar si sabía algo más sobre su hija y no quería perder tiempo para no encontrarles cenando. Tras golpear varias veces la puerta y no recibir respuesta, el tabernero desistió y decidió bajar a sentarse a la orilla del Xerit. El cauce del río iba muy alto en esta época del año y a Salazar le encantaba percibir levemente el sonido del agua moviendo las rocas que poblaban el fondo. Pero no pudo disfrutar de ello pues, en un momento dado, una algarabía se escuchó a la derecha del tabernero. Era una pequeña vaquería propiedad de Francisco, el marido de Victoria. Se acercó lentamente y comenzó a escuchar el runrún constante del aplaudir de la gente. Picado por la curiosidad no pudo evitar asomarse por la ventana y se encontró que medio pueblo estaba allí. Habría alrededor de veinte personas sentadas alrededor de una mesa, Salazar conocía a todos menos a uno que en ese momento le daba la espalda. “Seguro que es el maldito charlatán, ¿qué demonios les estará contando?, todo patrañas seguro”, pensaba Salazar hasta que una mano se posó en su hombro y le hizo darse la vuelta al instante. Era una mano amiga.
– ¿No decías que esto era una artimaña de El Sofista para sacarnos los cuartos, Salazar? Al menos has entrado en razón –dijo Blas sonriendo victorioso pues pensaba que había cambiado de actitud.
– No me hagas reír, Blas, no he visto a nadie en todo el pueblo y he venido a entender por qué.
– Venga, no seas orgulloso, pasa conmigo que he salido a buscar leña. ¿Te has enterado de lo de Itzal? Que lastima, pobre niñita… –replicó Blas abriendo el portón y empujándole dentro sin darle tiempo a objetar.

Cuando la puerta se abrió, todos los ojos se posaron en Salazar salvo los de El Sofista, quien seguía de espaldas mirando la mesa y a quien parecía importarle poco quién hubiera entrado. Victoria se levantó de su silla y acudió a verse con el tabernero:
– Hola Salazar, gracias por venir. Sólo hemos comenzado con los preparativos, la sesión aún no ha empezado. Coge sitio donde puedas.
– Buenas noches Victoria, buenas noches a los presentes, prefiero verlo de pie. No te preocupes –contestó Salazar mientras se apoyaba en una puerta cerrada en la pared del fondo, de cara a El Sofista.

Era un anciano con un aspecto muy demacrado, tenía unas grandes arrugas que surcaban su faz: desde la frente hasta los pómulos. El atuendo que le cubría estaba viejo y roto, pero no parecía que sus gastadas apariencias preocuparan a los demás. En sus ojos, grandes líneas pintadas con un tinte verde descansaban en sus párpados inferiores. Su pelo, que trataba de taparle la cara como la hiedra a los edificios, era un batiburrillo de feos y descuidados cabellos llenos de grasa. Tenía una protuberante nariz que destacaba en el medio de ese oscuro rostro. Sus dedos bailoteaban entre sí en sus cruzadas manos sobre la mesa. Lentamente, las pupilas del anciano comenzaron a elevarse desde sus manos, buscando la mirada de Salazar. Cuando la encontraron, un extraño brillo en ellas, un color blanquecino que inundaba su iris, hicieron que un escalofrío recorriera el cuerpo del dueño de la bodega de Baendal. Era ciego. Tras un sonoro carraspeo, y volviendo a bajar lentamente la vista hacia sus dedos, El Sofista comenzó a hablar:
– Que alguien le sirva un poco de la infusión que hemos tomado.
Acto seguido, Victoria, que permanecía de pie caminando sobre sí misma, acudió con un vaso a servir un caldo desde la tetera que estaba sobre la mesa. Un azulado humo salía de ella y se quedaba pensativo en el aire hasta volatilizarse. Al lado había un pequeño cofrecito negro y una bolsa con hierbas de infusión.
– Toma, bebe.
– No..., no quiero, gracias. Estoy bien así –contestó Salazar dubitativo.
– Has de tomarla para que empecemos la sesión de grupo –replicó pausadamente el anciano mientras seguía mirando fijamente cómo sus falanges jugueteaban anodinas.
– No veo que haya razón para no poder empezar sin mí.
– No he dicho que busques razones para beberlo, he dicho que le des unos sorbos a la infusión –pese a que hablaba pausadamente y no alzaba la voz en ningún momento, sus palabras sonaban amenazantes.
– Y yo te estoy diciendo que no voy a tomar nada. Victoria, no me pongas en un compromiso, por favor –contestó apartando el vaso que insistentemente le ofrecía la mujer.
– Salazar, no seas tan egoísta. Quiero empezar todo esto de una vez. Quiero saber dónde está mi hija, ¡así que por el amor de Dios bébete la maldita infusión! –dijo gritando la mujer y mirándole fijamente a los ojos.
– Está bien, entonces será mejor que me vaya, que paséis una feliz noche –acabó el tabernero, quien se dirigió a la puerta y salió por ella, no sin antes mirar al anciano por última vez.

¿¡Qué demonios era eso?!, toda esa gente tan apagada, tan perdida. Todos esperando a que ese viejo hablara como si fuesen a aceptar como ley cualquier cada cosa que dijera. Y esa infusión, ese humo tan azulado y esa insistencia de tener que tomarla, no daban confianza alguna para pensar otra cosa que no fuera que ahí dentro estaba ocurriendo algo extraño. Salazar llegó a la puerta de su casa y se fue, a buen paso, directo hacia la cama, donde poco tardó en caer rendido ante el sueño.
Las primeras luces de la alborada entraban por los finos resquicios que la persiana permitía. Los haces de luz hacían brillar las motas de polvo que flotaban pausadamente por toda la habitación. Era una habitación no demasiado grande, con un armario empotrado y un par de mesillas con libros sobre ellas. La angosta cama de Salazar entraba con calzador entre las cuatro paredes pero el tabernero no necesitaba mucho más para que sus sueños fuesen felices y tranquilos. Aunque esa noche no fue así; la cabeza le dio vueltas y vueltas intentando comprender por qué sus paisanos habían perdido de ese modo la razón. De ese modo, Salazar se despertó a las siete: sudando y con la cabeza trastornada de tanto pensamiento. Había llegado el último día del año 1953: era Nochevieja. Y Salazar se había regalado una hora más para intentar conciliar el sueño de nuevo pero de poco le sirvió. Una y otra vez, lamentó haber ido a husmear lo que pasaba en el interior de aquella cuadra desde la ventana. Aunque era lo último que él quería ese día, sabía que Blas le visitaría hoy en la bodega para recriminarle su actitud sobre lo que ocurrió ayer y hablarle de lo que estuvieron haciendo cuando se marchó.

La luz del sol picaba sobre cada esquina de su pedregosa calle cuando Salazar salió de su casa. Pero era una luz que no podía competir contra el gélido soplar de los aires que venían de la montaña. Sus piernas se entumecían lentamente por el frío bajo el abrigo de un robusto pantalón de pana. Pero eso, a expensas de molestarle, le volvía a recordar que la naturaleza le estaba hablando. Y que ese pequeño detalle le daba la seguridad de saberse vivo. Sin prisa, con las manos en los bolsillos, disfrutando de ese día tan glacial, acudió a su modesto local para abrirlo al nuevo día. Cuando se disponía a cruzar la carretera, una diminuta mano le cogió de su brazo:
– ¡Disculpe, señor! –exclamó una niñita de rojizos cabellos cuyos acristalados ojos hacían ver que no había podido aguantar las lágrimas.
– Ehm... hola, jovencita. ¿Qué te ocurre? –respondió sorprendido y quien no había visto en su vida a aquella infante.
– Necesito su ayuda, mi perrita se ha caído a una fosa muy profunda y no puede salir. Y si yo me tiro a rescatarla luego no podré salir. ¡Ayúdeme, por favor! – la chica estaba temblando de frío y miraba fijamente al tabernero.
– Claro, dime dónde es y ayudaré a tu perrito. Ah, y toma, ponte esto –respondió el hombre dándole su chambergo a la niña, a quien le quedaba socarronamente grande.

La niña sacó la mano de Salazar de su bolsillo y la unió con la suya para comenzar a guiarle hasta su amigo. Cruzaron la carretera y entraron por la calle que dejaba a la izquierda su bodega. Era una calle ascendente por cuya mitad corría un surco de agua y en cuyos lados había pequeñas fincas de árboles frutales. Siguieron subiendo hasta que el empedrado suelo se tornó en tierra y la ascendente calle se transformara en una empinada cuesta. Salazar había estado por esa calle varias veces, era lo normal viviendo en un pueblo tan pequeño, pero nunca había subido tanto. Casi sin resuello, Salazar llegó a un pequeño repecho en la montaña. Las vistas desde ese lugar eran magníficas y ver la neblina caminar sobre Baendal, dejaba volar el sosiego del tabernero. Pero la insistencia de la niña en no descansar, hicieron que Salazar volviera a recordar por qué estaba allí. Estuvieron andando durante un cuarto de hora, penetrando en los oscuros bosques de la montaña cada vez más hasta que llegaron a una gran cascada escondida entre decenas de frondosos robles rebollos.
– Señor, ya queda poco pero ahora va a tener que andar con cuidado. Tenemos que andar por el agua saltando de roca en roca –dijo la niña, que no había hablado en todo el viaje, girándose y viendo al castigado tabernero respirar fuertemente.
– Descuida, niñita, que aunque me veas tan cansado he tenido mucha montaña en mi vida –contestó el tabernero, a quien le hacía gracia la preocupación de la chica.
– Lo sé, por eso le he buscado a usted.

– ¿Cómo que lo sabes? Si no nos conocemos... – estaba tan confundido con esa afirmación que se detuvo, pero emprendió la marcha al ver que la pequeña continuó sin mirar atrás.
Cuando por fin llegaron al foso, Salazar se encontró que estaba totalmente inundado de las cristalinas aguas que caían de varios chorreros hacia ese mismo lugar. Salazar, no entendía nada, el perro no podía estar ahí. La propia poza generaba otras cascadas que eran las que acababan formando el gran salto del principio.
– Jovencita, aquí no puede estar tu perrito. ¿Seguro que se ha caído aquí? Si lo hubiera hecho, podría salir sin ningún problema.
– Sí, señor. Ha sido aquí, verá, meta la cabeza en el agua y escuche.
La extraña petición de la niña comenzaba a incomodar al tabernero, todo le estaba pareciendo muy extraño pero de forma instintiva se arrodilló y sumergió la cabeza. Aquél tortazo helado que le sacudió la cara en la puerta de su local el día anterior, no era nada comparado al que le estaba dando esa agua tan congelada. Salvo el rugir del agua cayendo, nada se escuchaba ahí abajo y la abisal oscuridad que reinaba hacía que la imaginación de Salazar comenzara a imaginar todo tipo de criaturas horribles dispuestas a devorarle. Pronto sacó la cabeza y se restregó los ojos, estaba seguro que ahora se pillaría un catarro:
– Aquí no hay nad… –comenzó a decir Salazar mientras se giraba cuando de pronto se dio cuenta que estaba solo. No había ni rastro de la niña, por mucho que mirara por cada esquina. Salazar estaba aterrado, ¿qué estaba sucediendo?, no tenía ninguna explicación para ello. Intentó irse de vuelta al pueblo pero a poco de empezar a andar, el camino por el que habían venido se había evaporado: un enorme y denso zarzal cubría ahora el paso. Salazar intentó partir un palo de un árbol para poder romper las zarzas pero no podía arrancar nada. Todo parecía de piedra. Sus manos no tenían la fuerza necesaria para poder quebrar ni un ápice de la naturaleza que le rodeaba. Angustiado y con la cabeza helada decidió volver a aquel pozo tan hondo que ni la luz llegaba al final. Se volvió a agachar y metió la cabeza una vez más en aquel transparente fluido. Todo seguía tranquilo, el resonar de los saltos de agua eran todo lo que despertaba el interés de los sentidos de Salazar hasta que, en lo más profundo del foso una azulada y tenue luz se iluminó De pronto, la melodiosa voz de la niña resonó con dulzura desde abajo por todas las paredes:
– Humano, estos bosques van a ser pronto escenario de la violenta muerte de uno de tus congéneres y tú, no podrás evitarlo.
Acto seguido todo quedó en calma de nuevo y, como en una décima de segundo, un grito rompió el silencio, el fondo de la gruta se iluminó, el agua desapareció, e Itzal apareció mirando a Salazar desde abajo e implorando enmudecida su ayuda.




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