No quería decir que no, pero tampoco había nada que le motivara demasiado como para decir que sí. No sabía realmente lo que quería, pero aquella era una oportunidad de oro, e irse sin decir nada la dejaría en mal lugar, y, probablemente, no volvería a aparecer otra situación igual.
Jimena miró su reloj y levantó los ojos de nuevo para mirar a Miguel. Tenía que responder. Él lo estaba esperando.
– Ya te diré –balbuceó–. Tengo que pensarlo.
– No olvides que es una gran oportunidad. Si la rechazas no habrá marcha atrás.
El chico recogió su carpeta y se levantó de la silla.
– Miguel… –le llamó– ¿Es necesario que esto sea tan formal?
Él la miró y sonrió.
– Sí, querida. Lo es.
Se fue.
Un año antes
Se levantó sonriente, contenta, emocionada. Era su primer día. Había trabajado mucho para llegar a un puesto como este. Se trataba, nada más y nada menos, que del periódico de su región. Puede que no fuera el mejor trabajo del mundo, pero a ella le entusiasmaba la idea de quedarse a trabajar en Madrid. No aspiraba, como muchos de sus compañeros de facultad, a irse al extranjero. Londres, Berlín o París no significaban para ella nada fuera de lo normal. En una ocasión viajó a Londres. Le gustó, pero no para vivir. Se juró no volver para buscar trabajo. Era una ciudad tan fría, tan gris. En los dos meses que estuvo apenas salió el sol. Y los ingleses eran tan rectos, tan firmes, tan serios. Excepto Mike. Fue compañero suyo durante aquella breve estancia. Enseguida se ofreció a ayudar a Jimena con cualquier cosa e incluso la invitó a salir por sitios para que fuera conociendo la ciudad. Aunque la fiesta no duraba demasiado, los bares que le gustaban cerraban temprano. “No es necesario que me enseñes mucho –reía Jimena–, no creo que vaya a volver”. Entonces, Mike sonreía y le acariciaba el mechón de pelo que siempre rondaba la frente de la chica. Para ser inglés era muy tierno.
Llegó a la redacción y Raquel la esperaba con los brazos abiertos. Era la jefa de personal, quien se encargó de contratarla. La conocía de antes. Había estudiado con ella el máster en Barcelona. ¡Qué tiempos aquellos! No había una noche que no salieran de fiesta.
– ¡Jimena! –se acercó sonriente– ¡Qué bien te veo!
– Tú también estás espléndida –le acarició el brazo.
– ¿Qué, nerviosa?
– Un poco. Pero bueno, no es mi primer trabajo.
– Sabrás desenvolverte –Raquel mostró su perfecta dentadura una vez más–. Ven, mira, te voy a presentar a tu jefe. A los demás compañeros ya los irás conociendo.
– Perfecto –murmuró Jimena.
Raquel alzó las cejas cuando un chico la miró.
– ¡Miguel! Ven aquí un momento.
A medida que se acercaba observaba a Jimena.
– Buenos días –saludó con voz varonil.
– Te presento a la nueva compañera. Es amiga mía, así que trátala bien –sonrió–. Se llama Jimena –se giró a la chica–. Es Miguel, el jefe de información.
Se estrecharon la mano.
– Encantada –dijo mientras observaba los enormes ojos verdes de Miguel.
– Igualmente.
– Bueno, me voy –miró a Miguel–. La dejo en tus manos.
– Descuida.
Raquel sonrió a Jimena y se fue a su despacho. En la tercera planta.
– ¿En qué lugares has trabajado? –preguntó Miguel mientras caminaba hacia una de las secciones de la redacción.
Jimena le siguió mientras le citaba los periódicos donde había estado desde que se licenció. ¡Anda que no hacía tiempo de eso! Por un momento recordó el día de la graduación. Su corto vestido negro y aquella rebeca blanca que terminó perdida. Nunca la encontró. Fue una noche tan larga que jamás pudo recordar dónde abandonó la prenda.
– ¿Y en qué secciones? –volvió a preguntar aquel chico.
– Casi siempre me he encargado de los temas locales o comarcales de Madrid, aunque en alguna ocasión me encargaron reportajes nacionales.
Miguel se detuvo ante una fila de ordenadores, tras los que sólo había una persona.
– Jorge, ella es Jimena –la presentó–. Es la nueva redactora. Quiero que le hagas una foto para la ficha.
El fotógrafo sonrió.
– De acuerdo, Michel. –La miró a ella– Vamos a la sala de reuniones.
Jimena la buscó con la mirada y se percató de que Miguel se había ido. Giró un poco más la cabeza y lo encontró en su ordenador.
– Vamos –Jorge la agarró suavemente por el brazo.
Después de hacerle las fotos, Jimena salió de la sala. No le hizo falta pensar. Miguel estaba esperándola.
– Por el momento, te voy a meter en Comarcas. A ver cómo trabajas.
– ¿Eres tú el jefe de Comarcas? –se interesó ella.
– Sí. Estaré para cualquier consulta que quieras hacerme.
Ella esbozó una sonrisa.
– Mira –comenzó Miguel mientras mostraba unos papeles–. Es un pequeño pueblo de la sierra. Carceo.
– ¿Carceo?
– Sí.
– Nunca lo había oído.
– Yo tampoco sabía que existía. Está en la sierra, pero en un lugar remoto. Es difícil llegar
–explicó Miguel.
– ¿Y qué ha pasado allí? –Jimena frunció el ceño mientras estiraba el cuello para ver las fotos de los papeles.
– Eso queremos averiguar.
Ella levantó la mirada.
– ¿Cómo?
Miguel sonrió.
– Hemos encontrado esto –separó dos papeles y mostró una imagen.
– Es un bosque…
– Sí, un pinar.
Jimena alzó una ceja.
– ¿Y qué pasa?
– Nadie quiere entrar, nadie quiere atravesarlo.
Ella miró a izquierda y derecha.
– Bueno, es normal. Es frondoso. La gente tendrá miedo.
– No. En una ocasión enviamos a un reportero y volvió sin nada. Él tampoco entró. Dijo que sentía que no debía entrar –explicó Miguel.
– Vale. Con todos mis respetos, ¿desde cuándo tratáis asuntos relacionados con lo paranormal? –preguntó Jimena.
– Nadie ha dicho que sea paranormal.
Ella se encogió.
– Un pinar frondoso y profundo que nadie quiere atravesar. ¿De qué otra cosa puede tratarse? Probablemente de alguna leyenda. Mi madre me contó una vez que en un pequeño pueblo del norte existía la leyenda de los aquelarres y las brujas, y que, cuando ella fue un día de verano, nadie hablaba, la gente se escondía tras los visillos de las ventanas y apenas había señoras mayores y gatos alrededor de ellas –rió–. Me contó que llegó a pensar que los gatos eran brujas.
Miguel sonrió, pero enseguida se repuso.
– ¿Siempre tienes esa visión tan limitada?
– ¿Perdón?
– Si siempre piensas que no puede ser más de una cosa. A un lado están las leyendas y al otro las realidades. Las leyendas vienen de algún lugar. Y, en muchas ocasiones, hay algún crimen detrás de los casos que tratamos, y no leyendas.
– ¿Y qué quieres que haga?
– Que vayas allí y preguntes, que te adentres en ese bosque y me digas lo que hay. Tenemos ese caso atragantado desde hace años. Quiero saber por qué nadie quiere atravesar el pinar. Será un reportaje fabuloso, ¿no crees?
Jimena lo consideró. Era su primer encargo. No podía negarse bajo ningún concepto.
– Está bien. ¿Qué sabemos del pueblo?
– Toma –le tendió un documento–, aquí tienes el lugar exacto. Apenas tiene treinta habitantes. Bueno, eso en el último censo que consta, hace dos años. Esperemos que aún quede alguien.
– Esperemos –contestó Jimena mientras echaba un ojo al papel.
Jimena miró su reloj y levantó los ojos de nuevo para mirar a Miguel. Tenía que responder. Él lo estaba esperando.
– Ya te diré –balbuceó–. Tengo que pensarlo.
– No olvides que es una gran oportunidad. Si la rechazas no habrá marcha atrás.
El chico recogió su carpeta y se levantó de la silla.
– Miguel… –le llamó– ¿Es necesario que esto sea tan formal?
Él la miró y sonrió.
– Sí, querida. Lo es.
Se fue.
Un año antes
Se levantó sonriente, contenta, emocionada. Era su primer día. Había trabajado mucho para llegar a un puesto como este. Se trataba, nada más y nada menos, que del periódico de su región. Puede que no fuera el mejor trabajo del mundo, pero a ella le entusiasmaba la idea de quedarse a trabajar en Madrid. No aspiraba, como muchos de sus compañeros de facultad, a irse al extranjero. Londres, Berlín o París no significaban para ella nada fuera de lo normal. En una ocasión viajó a Londres. Le gustó, pero no para vivir. Se juró no volver para buscar trabajo. Era una ciudad tan fría, tan gris. En los dos meses que estuvo apenas salió el sol. Y los ingleses eran tan rectos, tan firmes, tan serios. Excepto Mike. Fue compañero suyo durante aquella breve estancia. Enseguida se ofreció a ayudar a Jimena con cualquier cosa e incluso la invitó a salir por sitios para que fuera conociendo la ciudad. Aunque la fiesta no duraba demasiado, los bares que le gustaban cerraban temprano. “No es necesario que me enseñes mucho –reía Jimena–, no creo que vaya a volver”. Entonces, Mike sonreía y le acariciaba el mechón de pelo que siempre rondaba la frente de la chica. Para ser inglés era muy tierno.
Llegó a la redacción y Raquel la esperaba con los brazos abiertos. Era la jefa de personal, quien se encargó de contratarla. La conocía de antes. Había estudiado con ella el máster en Barcelona. ¡Qué tiempos aquellos! No había una noche que no salieran de fiesta.
– ¡Jimena! –se acercó sonriente– ¡Qué bien te veo!
– Tú también estás espléndida –le acarició el brazo.
– ¿Qué, nerviosa?
– Un poco. Pero bueno, no es mi primer trabajo.
– Sabrás desenvolverte –Raquel mostró su perfecta dentadura una vez más–. Ven, mira, te voy a presentar a tu jefe. A los demás compañeros ya los irás conociendo.
– Perfecto –murmuró Jimena.
Raquel alzó las cejas cuando un chico la miró.
– ¡Miguel! Ven aquí un momento.
A medida que se acercaba observaba a Jimena.
– Buenos días –saludó con voz varonil.
– Te presento a la nueva compañera. Es amiga mía, así que trátala bien –sonrió–. Se llama Jimena –se giró a la chica–. Es Miguel, el jefe de información.
Se estrecharon la mano.
– Encantada –dijo mientras observaba los enormes ojos verdes de Miguel.
– Igualmente.
– Bueno, me voy –miró a Miguel–. La dejo en tus manos.
– Descuida.
Raquel sonrió a Jimena y se fue a su despacho. En la tercera planta.
– ¿En qué lugares has trabajado? –preguntó Miguel mientras caminaba hacia una de las secciones de la redacción.
Jimena le siguió mientras le citaba los periódicos donde había estado desde que se licenció. ¡Anda que no hacía tiempo de eso! Por un momento recordó el día de la graduación. Su corto vestido negro y aquella rebeca blanca que terminó perdida. Nunca la encontró. Fue una noche tan larga que jamás pudo recordar dónde abandonó la prenda.
– ¿Y en qué secciones? –volvió a preguntar aquel chico.
– Casi siempre me he encargado de los temas locales o comarcales de Madrid, aunque en alguna ocasión me encargaron reportajes nacionales.
Miguel se detuvo ante una fila de ordenadores, tras los que sólo había una persona.
– Jorge, ella es Jimena –la presentó–. Es la nueva redactora. Quiero que le hagas una foto para la ficha.
El fotógrafo sonrió.
– De acuerdo, Michel. –La miró a ella– Vamos a la sala de reuniones.
Jimena la buscó con la mirada y se percató de que Miguel se había ido. Giró un poco más la cabeza y lo encontró en su ordenador.
– Vamos –Jorge la agarró suavemente por el brazo.
Después de hacerle las fotos, Jimena salió de la sala. No le hizo falta pensar. Miguel estaba esperándola.
– Por el momento, te voy a meter en Comarcas. A ver cómo trabajas.
– ¿Eres tú el jefe de Comarcas? –se interesó ella.
– Sí. Estaré para cualquier consulta que quieras hacerme.
Ella esbozó una sonrisa.
– Mira –comenzó Miguel mientras mostraba unos papeles–. Es un pequeño pueblo de la sierra. Carceo.
– ¿Carceo?
– Sí.
– Nunca lo había oído.
– Yo tampoco sabía que existía. Está en la sierra, pero en un lugar remoto. Es difícil llegar
–explicó Miguel.
– ¿Y qué ha pasado allí? –Jimena frunció el ceño mientras estiraba el cuello para ver las fotos de los papeles.
– Eso queremos averiguar.
Ella levantó la mirada.
– ¿Cómo?
Miguel sonrió.
– Hemos encontrado esto –separó dos papeles y mostró una imagen.
– Es un bosque…
– Sí, un pinar.
Jimena alzó una ceja.
– ¿Y qué pasa?
– Nadie quiere entrar, nadie quiere atravesarlo.
Ella miró a izquierda y derecha.
– Bueno, es normal. Es frondoso. La gente tendrá miedo.
– No. En una ocasión enviamos a un reportero y volvió sin nada. Él tampoco entró. Dijo que sentía que no debía entrar –explicó Miguel.
– Vale. Con todos mis respetos, ¿desde cuándo tratáis asuntos relacionados con lo paranormal? –preguntó Jimena.
– Nadie ha dicho que sea paranormal.
Ella se encogió.
– Un pinar frondoso y profundo que nadie quiere atravesar. ¿De qué otra cosa puede tratarse? Probablemente de alguna leyenda. Mi madre me contó una vez que en un pequeño pueblo del norte existía la leyenda de los aquelarres y las brujas, y que, cuando ella fue un día de verano, nadie hablaba, la gente se escondía tras los visillos de las ventanas y apenas había señoras mayores y gatos alrededor de ellas –rió–. Me contó que llegó a pensar que los gatos eran brujas.
Miguel sonrió, pero enseguida se repuso.
– ¿Siempre tienes esa visión tan limitada?
– ¿Perdón?
– Si siempre piensas que no puede ser más de una cosa. A un lado están las leyendas y al otro las realidades. Las leyendas vienen de algún lugar. Y, en muchas ocasiones, hay algún crimen detrás de los casos que tratamos, y no leyendas.
– ¿Y qué quieres que haga?
– Que vayas allí y preguntes, que te adentres en ese bosque y me digas lo que hay. Tenemos ese caso atragantado desde hace años. Quiero saber por qué nadie quiere atravesar el pinar. Será un reportaje fabuloso, ¿no crees?
Jimena lo consideró. Era su primer encargo. No podía negarse bajo ningún concepto.
– Está bien. ¿Qué sabemos del pueblo?
– Toma –le tendió un documento–, aquí tienes el lugar exacto. Apenas tiene treinta habitantes. Bueno, eso en el último censo que consta, hace dos años. Esperemos que aún quede alguien.
– Esperemos –contestó Jimena mientras echaba un ojo al papel.