1988, Juegos Olímpicos de Seúl: mis primeros Juegos
En septiembre de 1988 nos fuimos a Seúl; partíamos para casi un mes y yo preparé una maleta como si me fuera a marchar seis meses. Esa fue la primera vez que me di cuenta de lo que es pasear una maleta llena de ropa que luego no te pones porque, además de todo lo que llevaba, incluíamos la ropa oficial del uniforme que teníamos que vestir, de manera que con menos de la mitad hubiera bastado. Sin embargo, sabiendo que nos íbamos a ir tanto tiempo y preparándonos para comer comida muy diferente a la que estábamos acostumbrados, decidimos entre varios compañeros llevarnos provisiones de comida española.
Sabíamos que la mayoría de las personas del operativo iba a ir a un hotel reservado especialmente para nosotros, pero no cabíamos todos, así que en la Villa Olímpica de prensa habían preparado, si no recuerdo mal, cuatro apartamentos para tres personas cada uno con la intención de alojar a los que no teníamos plaza en el hotel.
Aquello, como todo en la vida, tenía su lado bueno y su lado malo. Los que estaban en el hotel disponían de comida occidentalizada y de otros servicios, como sauna, piscina o masajista, que en la Villa no había. Por el contrario, los que estábamos en la Villa teníamos la fortuna de estar al lado mismo del parque olímpico, con el ahorro de tiempo en traslados que eso nos suponía. Además, todos los que íbamos a la Villa ya sabíamos cuál iba a ser nuestro alojamiento en Seúl, así que decidimos organizarnos con el tema de las provisiones.
En estos asuntos nos dejamos guiar por los más veteranos en estas lides: José Ángel de la Casa y Gregorio Parra, que compartían apartamento con Nacho Calvo, quien también debutaba, como yo, en unos Juegos Olímpicos.
El apartamento que me asignaron lo ocupábamos María Antonia Martínez, Luismi González, un productor y yo, además de un tercero que era de personal de productores y responsables. Nos habíamos puesto de acuerdo entre todos para ver qué llevábamos y cómo lo llevábamos, así que compramos cuatro quesos del pueblo de María Antonia, en plena Mancha, y embutidos, sobre todo jamón serrano, lomo, chorizo y salchichón, a lo que había que añadir un buen número de latas de conservas (anchoas, mejillones, atún, berberechos...). Fuimos envasando al vacío el queso y el embutido, siempre en un envase que no tuviera papel de plata por ningún sitio, porque corríamos el peligro de que, al pasar la maleta por el escáner, lo detectaran. Con todo hicimos varias bolsas y cada uno se encargó de llevar una. Yo, además de mi maleta, llevé una bolsa en donde metí todo el embutido. Mal hecho, pues nunca debe agruparse todo en una sola bolsa, ya que si te la descubren te has quedado sin nada, aunque estas cosas se aprenden con el tiempo y la experiencia.
En el aeropuerto de Seúl estábamos esperando para pasar la aduana y, de repente, un soldado se fijó en la bolsa del embutido:
—Chicos, que ese soldado no le quita ojo a la bolsa beige, que es donde van el queso y el jamón….
El soldado no paraba de mirarnos y de mirar a la bolsa. De repente, allí, esperando para poder pasar el control, Gregorio, Matías, José Ángel, María Antonia, Luismi y yo misma empezamos a contar chistes y a hacer como que nos reíamos mucho para que el soldado dejara de mirarnos tan fijamente y se relajara. Con la risas y el bullicio parece que se le pasó el control de la bolsa del embutido y, al ser tantos los que llegábamos a la vez y llevando la acreditación olímpica, abrieron el control y pasamos sin problemas, con embutido y todo.
Todas las noches nos reuníamos en nuestro apartamento para cenar; nosotros aportábamos el embutido y los vecinos, Gregorio y José Ángel, las conservas, así que todos cenábamos juntos. Eso sí, allí cenaba el que llevara algo, si no, que se buscara la vida. Coincidió, de hecho, que algunos de nuestros compañeros pasaban por el apartamento con el fin de que los productores les abonaran los gastos y, cuando veían la cena que teníamos todos los días, se hacían los remolones para ver si los invitábamos a quedarse.
—¿Tú no estás en el hotel? Pues anda, a cenar al hotel… Que a nosotros nos ha tocado el «Bronx» —que era como familiarmente llamábamos a la Villa Olímpica de prensa por su lejanía y su color grisáceo.
Así que se corrió la voz y aquel apartamento, por las noches, parecía una romería. Todos querían ver si era cierto que cenábamos a diario queso manchego, jamón, chorizo, lomo y conservas españolas, por lo que decidimos que solo se podía quedar a cenar el que viniera con algo, ya que los que habíamos tenido la idea de comprar el embutido y llevarlo hasta allí habíamos sido nosotros y no nos parecía bien que el resto quisiera cenar a la española a costa de los compañeros.
Por la cercanía del «Bronx» y del Parque Olímpico, había veces que nos daba tiempo a volver a la villa a comer y, un día, haciendo una transmisión de gimnasia con Olga, le dije que, puesto que teníamos tiempo, la invitaba al apartamento, así ella lo conocía y yo le daba una sorpresa. Ella aceptó, así que nos fuimos andando por el Parque hasta llegar a la Villa y subimos al apartamento. Cuando estábamos allí le dije:
—Ahora vamos a comer, y a comer bien —y saqué el embutido.
No soy capaz de describir la cara de Olga cuando vio el jamón, el queso, etc., pero fue emocionante… Nunca valoras del todo esas pequeñas cosas tan tontas cuando estás en casa pero, tan lejos del hogar, nosotras nos hicimos fotos con las lonchas de jamón en la mano.
Los Juegos Olímpicos de Seúl fueron mis primeros Juegos como periodista, pero no como espectadora, pues desde que tengo uso de razón me recuerdo viendo deporte y Juegos por televisión. Mi casa era una de esas privilegiadas que en los años sesenta/setenta tenían televisor, uno de esos vetustos aparatos que ocupaban toda una mesa y en los que se veían las transmisiones en blanco y negro del Real Madrid. Cuando repetían las jugadas, en un ángulo superior de la pantalla, salía un rótulo que intermitentemente indicaba que aquello era una repetición. Ese rótulo rezaba: replay, y yo, en mi inocencia y mi desconocimiento, asociaba ese replay al nombre de un jugador.
—Mamá… Este «Replay» lo hace todo él… Siempre está saliendo…
Otra imagen grabada en mi memoria es el movimiento de anillas denominado «Cristo» que tan magistralmente realizó el que fuera campeón de Europa de gimnasia, Joaquín Blume, aunque las primeras imágenes de Juegos Olímpicos que recuerdo fueron las de Múnich, con Mark Spitz, sus siete medallas y el atentado palestino. A partir de ahí fui siempre una gran consumidora de deporte televisivo; me veía los campeonatos de atletismo, natación, fútbol, baloncesto..., lo que fuera.
Estando ya en Seúl, todas esas imágenes me venían a la memoria y no podía imaginar que yo hubiera sido protagonista de unos Juegos Olímpicos como periodista. Pensaba en los últimos que se habían disputado: Los Ángeles 84, que yo vi por las noches, de guardia, en alguna de las habitaciones desocupadas del Ruber, clínica donde trabajaba por aquel entonces.
Cuánto había cambiado mi vida en cuatro años, ¡un ciclo olímpico! De estar de auxiliar de clínica a estar cubriendo unos Juegos Olímpicos, en Seúl, como periodista de Televisión Española. Me sentí muy afortunada, pero también muy orgullosa por todo lo que había luchado y estudiado para poder estar ahí algún día. El hecho es que, ya puestos, pensé que sería un privilegio estar en la ceremonia de inauguración; sin embargo, si hay algo prohibitivo, tanto por precios como por falta de entradas, eso es la ceremonia de inauguración de unos Juegos Olímpicos.
No podía ir por parte de TVE porque solo iban los que iban a hacer la transmisión: Olga y Matías. El embajador español había preparado una recepción para todos los periodistas y los representantes de la delegación española en la que estarían la Reina y el Príncipe. Yo estaba ilusionada porque era la primera vez que los iba a ver, pero una vez allí no se me ocurrió otra cosa que acercarme al que entonces era el presidente del Comité Olímpico Español, Carlos Ferrer Salat, y, con todo el desparpajo que tenía en aquel momento, decirle:
—Mire, presidente… Usted me conoce poco, pero yo hace cuatro años estaba trabajando en una clínica y vi los Juegos de Los Ángeles por televisión; aún estaba estudiando la carrera y..., fíjese, ahora estoy aquí, dentro del grupo de TVE, cubriendo los Juegos. Me preguntaba si usted, que es el presidente, no tendría una entrada que le sobrara para que yo pudiera ver la ceremonia en el estadio… Me haría mucha ilusión.
El señor Ferrar Salat se aguantó la risa y me dijo:
—Aquí no, pero en el hotel sí. Si quieres te dejo una en recepción y vas a buscarla esta noche para que mañana puedas ir a la ceremonia,
Una vez más, haciendo frente a lo que tenía por delante, sin rendirme y luchando por lo que quería, conseguí una entrada para ver la Ceremonia de Inauguración de los primeros Juegos Olímpicos a los que asistía como periodista. El asunto estaba ahora en averiguar de qué hotel se trataba y en llegar hasta él, pero eso, a esas alturas, ya no me pareció nada complicado. En cuanto acabó la recepción me marché y me vi recorriendo las calles de la inmensa Seúl, de noche, lloviendo porque estábamos en plena época de monzones, en un taxi con un conductor que no hablaba nada que no fuera coreano. Encontramos el hotel y recogí la entrada, «mi» entrada, así que al día siguiente me levanté a las seis de la mañana y salí camino del Estadio Olímpico con mi entrada y mi mochila. Cuando llegué me puse a llorar de emoción. Yo creía que estaba experimentada con los Juegos Mediterráneos del año anterior, pero los Juegos Olímpicos son de otra dimensión, otra historia. La inmensidad de las instalaciones, de las distancias y de las emociones no tiene nada que ver con lo que yo había vivido hasta entonces como periodista, y fue en la capital coreana donde a mí se me inoculó el virus del olimpismo, del esfuerzo, de la consecución de un sueño que todos esos atletas y deportistas han ido haciendo crecer en su mente desde que cada uno de ellos se inició en la práctica deportiva, seguramente como una actividad más de su infancia, muchos de ellos para reponerse de alguna enfermedad, como el asma, por problemas óseos y de crecimiento o porque no paraban quietos y sus padres los enviaron a hacer deporte para que perdieran algo de adrenalina por el camino.
Aquello, sin embargo, acabó convirtiéndose en el objetivo de su vida, en su sueño. Casi todos los deportistas olímpicos consagran más de quince años a poder estar en unos Juegos; su renuncia a una vida como el resto de los niños o muchachos de su edad se ve compensada con creces cuando alcanzan ese vomitorio del Estadio Olímpico que los lleva a desfilar con el resto de la delegación, ante un escenario de millones de personas que los ven por televisión.
Convierten su vida en una religión, en una pauta de comportamiento casi castrense, pero lo hacen con gusto, dedicación y total libertad. Porque llegar a ser un deportista olímpico no puede conseguirse si no es con un convencimiento absoluto de que lo que estás haciendo merece la pena, ni siquiera por un aspecto económico, sino solo por la propia satisfacción de saber que has alcanzado tu gloria olímpica. Para mí, el olimpismo y los Juegos Olímpicos tienen una vertiente mística que no he encontrado más que en los espíritus más elevados. Esa es la parte romántica del deporte, porque desde el punto de vista empresarial los Juegos Olímpicos representan un imponente negocio en torno al cual giran muchos, muchísimos intereses monetarios y, aunque yo prefiero fijarme en el aspecto romántico, no dejo de reconocer el fabuloso negocio que hay detrás de todo esto.
Si para un deportista su meta más alta es llegar a ser olímpico, para un periodista de deportes la meta puede dividirse en dos: estar en unos Juegos Olímpicos y acudir a la final de la Copa del Mundo de fútbol, las dos grandes citas deportivas universales por excelencia. Nunca he estado en ninguno de los operativos que TVE ha hecho para cubrir un Mundial de fútbol, pero tampoco lo he echado de menos, sinceramente. Desde que empecé a trabajar con los deportes olímpicos, minoritarios y paralímpicos me he ido alejando progresivamente del mundo del fútbol, que en estos momentos me satisface únicamente como espectadora.
También en Seúl conocí por primera vez el fenómeno «fan». Había un seguidor irredento de la gimnasta soviética Marina Lobatch que la seguía a cualquier competición, fuese donde fuese. Estando en el pabellón de la rítmica, preparando la transmisión, apareció a mi espalda este seguidor que, si no recuerdo mal, era gallego y se llamaba Ramón.
Me sorprendió mucho el que pudiera acceder a la zona de comentaristas, porque en los Juegos las acreditaciones llevan un número por el que se identifica a qué zonas puedes acceder, y sin embargo el tal Ramón ni siquiera tenía acreditación. No quise saber cómo se había colado en esa zona, pero me contó que llevaba ahorrando mucho tiempo para poder ir a Seúl, alquilar una habitación y comprar entradas para seguir a su adorada Marina.
Llevaba, además, un imponente equipo de fotografía, así que me imagino que el número de fotos que le habría hecho a la gimnasta habría sido grande. A mí también me hizo muchas, puesto que se me pegó como una lapa en los momentos en los que yo no tenía transmisión o trabajo en el IBC, el centro internacional de televisión.
De ese primer viaje tan largo, tan intenso y tan emocionante me traje muchas experiencias, casi todas ellas buenas. Empecé a detestar, sin embargo, una determinada marca de pizzas, muy americanas, que fueron el único recurso de comida que tuve durante muchos días en los que, cuando llegaba al IBC, ya no había posibilidad de comer otra cosa y terminaba comiendo una de esas pizzas que tienen nombre de sombrero.
También me di cuenta de las necesidades físicas de los hombres que, por lo general, las mujeres controlamos bastante mejor. Muchas noches, cuando se cerraba la emisión, muchos de los compañeros solían irse a cenar juntos, especialmente los que estaban en el hotel, situado en una zona considerablemente más céntrica que el «Bronx». Y salir a cenar significaba también relajarse y rematar la intensa jornada de trabajo tomándose alguna copa y, en el caso de algunos, recorriendo las innumerables peluquerías de Seúl. ¿Por qué las peluquerías? Pues porque en ese momento —desconozco si sigue igual porque no he vuelto a Seúl nunca más— existían estos establecimientos de uso exclusivamente masculino, con esos distintivos en su puerta tan identificativos y característicos que también había en España (una especie de tubo blanco giratorio con rayas azules y rojas), en los que, efectivamente, cortaban el pelo y afeitaban, si se daba el caso, pero también ofrecían un servicio extra que se remataba en la parte trasera del local. Ese «complemento» ya no era ofrecido por peluqueros o barberos, sino por señoritas.
Así, a los pocos días de estar allí, mucho personal acreditado, de todas las nacionalidades, empezaron a aparecer con el pelo corto, raramente cortado con una técnica apresurada y poco meticulosa. Un día aparecía uno, al día siguiente otro; a los pocos días eran ya varios los que llevaban el pelo cortado de manera irregular… Alguno gastó mucho dinero en las peluquerías de Seúl.
*
Por aquel entonces el director de deportes era Luis Sánchez Enciso y la Directora General de RTVE era Pilar Miró, una veterana realizadora de la casa que fue la primera mujer que llegó a la presidencia de una empresa tan grande y tan emblemática como esa. Pilar, que era una mujer que había desarrollado toda su carrera dentro de TVE, conocía muy bien los recovecos de semejante empresa, y los conocía desde dentro; había vivido en sus carnes el trabajo bien hecho de los inicios de la televisión y conocía también los vicios que la casa tenía.
Pilar Miró fue innovadora, trabajadora y quiso proveer a TVE de medios con los que poder defender el modelo de televisión pública ante la llegada, inminente, de las televisiones autonómicas y de la televisión privada. No le dejaron terminar su proyecto porque las desavenencias internas de aquellos que la llevaron a ese puesto hicieron que, harta de tantas historias, presentara su dimisión unos meses después de terminados los Juegos.
Por mi parte, la experiencia de Seúl, no solo en lo profesional sino en lo personal, me sigue impactando hoy en día, y eso que ha pasado mucho tiempo. Mucho de lo que aprendí allí lo sigo poniendo en práctica hoy y sigue impresionándome la dimensión extraordinaria que adquieren unos Juegos Olímpicos a todos los niveles.
A la vuelta de los Juegos viví, o más bien vivimos, uno de los episodios más rocambolescos que pueden darse en este país que es España. Los protagonistas fueron algunos de los deportistas que participaron en la delegación española, entre ellos María Martín. Coincidió que durante los Juegos se debían realizar en el INEF de Madrid las pruebas de ingreso para poder hacer la carrera, y María y otros deportistas, lógicamente compitiendo en Seúl, no las hicieron y se encontraron con que no tenían plaza para poder estudiar. Hubo un revuelo mediático en defensa de estos deportistas de élite que estaban defendiendo a su país en unos Juegos Olímpicos y a los que se les pedían las mismas pruebas que a cualquier estudiante. Finalmente, en vista de la que se había organizado, convocaron unas pruebas especiales para todos ellos y María suspendió «por falta de flexibilidad»; era increíble, una gimnasta de rítmica que suspende por falta de flexibilidad... Parecía un chiste. Tuvo que intervenir el Consejo Superior de Deportes para que todos ellos pudieran entrar en el INEF y ahora María es doctora en esa materia. Qué vueltas da la vida.
Acabados los Juegos de Seúl y de vuelta a la rutina, María Antonia Martínez dirigió el programa matinal de deportes, que se denominaba Domingo Deporte y que presentaba María Escario. María Antonia nos escogió a Ramón Pizarro y a mí para ser los subdirectores y a José Ramón Díez como realizador. En toda esa etapa mi conocimiento del mundo de la televisión, de los deportes, de la gestión de derechos deportivos, de cómo llevar un programa, coordinar un grupo de profesionales y sentarse en un control de realización fue lógicamente en aumento. Se trató, de hecho, de toda una escuela de aprendizaje de la que yo seguía absorbiendo cuanto se me iba poniendo por delante.
Cuando tenía transmisiones de gimnasia, de hípica o de tenis de mesa las hacía, pero en el día a día el objetivo principal era el programa del domingo. Acabé, de hecho, convirtiéndome en una máquina de leer prensa deportiva no solo española, sino también internacional, pues leía sobre cualquier deporte, hasta sobre los más desconocidos en España. Así fui también perfeccionando la técnica de hacer las transmisiones; enseguida te das cuenta de qué es lo que la gente quiere de ellas y, sobre todo en las que yo hago, lo que se nos exige es cierto silencio para poder escuchar la música.
Por aquel entonces la comunicación con los aficionados a estos deportes era menos sofisticada que ahora; no existía Internet y mucho menos las redes sociales. Los aficionados empezaron a ponerse en contacto conmigo a través de cartas enviadas por correo ordinario de sobre y sello. Los más intrépidos se atrevían a llamar por teléfono. Cuando llegaron las primeras cartas yo me acordé de mí misma y mi experiencia con Rosa Montero. Si ellos se han tomado la molestia de escribirme, de buscar la dirección, de enviar la carta, ¿qué me cuesta a mí responderles agradeciéndoles el gesto? Muy poco o nada. Es curioso el fenómeno de los fans, porque te encuentras personas de todos los pelajes, culturas, edades y procedencias que sin embargo sienten un placer y una satisfacción extraordinarios mirando algunos deportes en televisión y tratando de llegar a su comentarista. Empecé a recibir las primeras cartas después de los Juegos Olímpicos de Seúl; también alguna llamada, pero no era nada comparado con lo que vendría después.
Mis transmisiones con Susana Mendizábal y con Pepe Novillo continuaron durante esos años. Nuestra relación era cada vez más estrecha. Es normal, pues en cuatro o cinco días estás, de la mañana a la noche, con la misma persona; desayunas, trabajas, comes, trabajas, cenas, siempre juntos, y hablas de gimnasia, claro que sí, pero también del día a día, de tus inquietudes, de tus sentimientos y problemas... De la vida, vamos.
Por aquel entonces no me daba cuenta de todo lo que aprendí de ellos y de lo fluidas que eran las transmisiones cuando las hacíamos juntos. Hasta entonces siempre hacíamos las transmisiones con otra persona y nos complementábamos perfectamente: yo llevaba el hilo conductor y narraba la competición, presentaba a los gimnastas, iba llevando las cuentas, las notas y las rotaciones, mientras que Susana o Pepe hacían la parte técnica de cada ejercicio y yo les escuchaba y seguía aprendiendo sobre técnica, movimientos, etc. Además, y como es lógico, cuando pasas tantas horas narrando también tienes tus momentos divertidos. Muchas veces me preguntan si no he tenido ataques de tos…, ¡claro que sí! Y de risa..., especialmente con Susana. Habitualmente nos daba la risa cuando salía alguna gimnasta de la que no podíamos destacar especialmente nada y cada una le pasaba a la otra el turno para que la comentara, pero hay gimnastas anodinas, de las que no sabes qué decir. Era entonces cuando llegaba el lío, ya que lo hacíamos todo por señas porque no podíamos hablar para no interrumpir el ejercicio y la música de la gimnasta que estaba en el tapiz en ese momento.
—Que esta es para ti… —decía una de nosotras.
—No, esta la comentas tú…
—Ni hablar…
—Yo no hablo, ¿eh?
—Esta es tuya…
—Me voy al baño…, para ti.
Y al final, una de las dos se levantaba y se iba y dejaba colgada a la otra, que no tenía más remedio que narrar… A los momentos divertidos también hay que añadir los más emotivos, y uno de ellos, con Susana, fue en la final de la Copa de Europa de Hanover, en donde la gimnasta Ana Bautista, tinerfeña, conseguía la medalla de bronce de la general y un oro, una plata y un bronce en las finales por aparatos. Haciendo Susana y yo la transmisión, de repente, veo que Susana está llorando. Corto el micro y le pregunto:
—¿Estás bien?
—Si… —pero seguía llorando.
Apenas articulaba palabra, no podía, no dejaba de llorar; era un llanto silente, las lágrimas recorrían sus mejillas y yo no entendía nada, pero sus motivos tendría y, a buen seguro, me lo explicaría.
El bronce de la clasificación que consiguió Ana era la segunda medalla de la gimnasia rítmica hasta ese momento; la anterior la había conseguido la propia Susana once años antes, en el Europeo que se disputó en Madrid. El hecho de que Ana Bautista ganara una medalla parecía indicar que, de alguna manera, llegaba el relevo y Susana quedaba «liberada» del peso y la responsabilidad que suponía, hasta ese momento, ser la primera y única medallista en la gimnasia rítmica española. Eran lágrimas de satisfacción por Ana, pero también de alivio para Susana; eran lágrimas de emoción contenida durante más de una década. Y el relevo lo tomó precisamente la gran Ana Bautista, mujer modesta, sencilla, de gran personalidad y muy profunda que, años más tarde, trabajó como entrenadora del equipo nacional en el CAR de Madrid.