Bajaron los tres muchachos.
—El autobús te puede llevar a Leku —dijo Emerson a Carmelo.
—Ya —respondió este —, pero he dejado por aquí mi bici, es tan vieja que a nadie se le ocurre mangarla. Si queréis vamos mañana los tres a por las truchas esas, os ayudo y mi deuda queda saldada.
—No tienes ninguna deuda con nosotros, pero siendo tres le podemos putear al Reptil en su puta cara —dijo Tomax—. ¿A las nueve aquí?
—¡Hecho! —contestaron los otros dos al unísono.
—Yo traigo los aparejos —dijo Tomax.
—Yo veré de traer alguna cosa también —asintió Carmelo.
Emerson comenzó a subir la cuesta hacia su casa. Carmelo se escabulló en un callejón donde tenía escondida su bici. Tomax estaba a pocos metros del portal de su casa. Por pura pereza, llamó al timbre. Siempre es más cómodo que te abran a molestarte en abrir. No quiso insistir, no había nadie en casa. Tenía la mesa puesta en el sitio ocupado siempre por él y una nota con la letra de su madre, escueta, como era ella: «Tomax, tienes espaguetis en la nevera».
Efectivamente, sacó un bol de cristal, precintado por papel de aluminio, lo retiró hasta la mitad y con el tenedor vertió una generosa cantidad en su plato. Se preguntó cuándo era mejor echar el queso, antes o después de meterlo a calentar en el microondas. Decidió añadirlo una vez caliente. Comió tranquilamente, sintonizó en la radio una emisora en la que podía escuchar sólo música, dejó la vajilla sucia en la fregadera. Fue a su habitación, se quitó sus botas y se tumbó sobre la colcha, pensando en todo lo vivido aquella mañana. Empieza a darle al coco: Resulta que su madre había sido novia de «el gilipollas de Julián». De casualidad, entonces, su madre, Milagros Mendiluce, no es la madre de Machu. Pero claro, si ellos —su madre y «el gilipollas de Julián»— hubieran tenido un hijo, no habrían adoptado a Emerson del Perú. ¿Y si su padre se hubiera casado con la que es hoy la madre del Machu? De no haber tenido hijos igual hubieran adoptado uno, y él, entonces, no aparecería en esta película. Bueno, todo esto en base a que sean las mujeres las que no pueden tener hijos, ¿y si fueran los hombres? Joder, qué lío.
Luego aparece Carmelo Caramelo, es de mi edad, igual un año mayor, pero parece que es un tío de la calle, está acostumbrado a pelearse con cualquiera, a que se haga lo que él dice, si me peleo con él... este sí me puede partir la cara, pero yo no me quiero achantar. El tipo parece conocer la naturaleza, dice que le ha enseñado su tío. Puedo aprender cosas de él. Con todo, me ha mosqueado lo que ha dicho Peio sobre mi tío Enrique. ¿Qué es «esto» que se ha de solucionar para que venga de vuelta? El tío está en Alicante porque le da la gana, tiene un buen negocio y vive muy bien; vamos, que yo sepa. Se lo preguntaré al aita cuando venga a cenar.
Tío Enrique
La televisión estaba puesta, estaban acabando las noticias de las nueve de la noche, pero nadie le hacía caso. Mila estaba fregando los platos que Juan Mari y Tomax iban dejando en la encimera. Como era costumbre, el hijo limpió la vitrocerámica y el padre recogió la mesa, mantel incluido; esta vez no quiso esperar a que estuviera la cocina vacía para pasar la escoba. Como sin darle importancia, Juan Mari comentó:
—O sea, que Peio te ha preguntado por el tío Enrique, ¿eh?
—Sí, me ha dicho que era de su cuadrilla —respondió Tomax.
—Así es, pero antes de ir a la mili.
—Eso es hace mucho tiempo... —reflexionó Tomax.
—Sí... —contestó su padre, pensativo.
—Pero está en Alicante porque él quiere, ¿verdad?
—No exactamente.
Tiró la poca porquería que había barrido del suelo al cubo de la basura, guardó la escoba en su sitio, junto al recogedor. Mientras los dos secaban y guardaban en su lugar correspondiente cubiertos, vasos y cacerolas, Juan Mari empezó a hablar. Era un tema para él doloroso: el disgusto y la recaída de su madre, una depresión que le hundía en un pozo del cual ni los medicamentos, ni el cariño de su marido, incluso la comprensión de las vecinas, «mujer, tú no tienes la culpa», eran capaces de poner un mínimo de luz; el miedo por ver a su hermano marginado, amenazado y finalmente huido de su pueblo; lejos de familia y amigos y finalmente el alejamiento afectivo que supuso la discusión entre las dos familias, la de Enrique y la suya, en la última visita a Alicante para la comunión de Borja.
Cuando ya estaba todo limpio y en orden, Juan Mari pronunció su tradicional frase: «ite missa est» y apagó la luz. Sentados en la sala de estar, Mila bajó el volumen del televisor. En ese momento a Juan Mari le apeteció encender un cigarrillo, pero recordó que llevaba once meses sin fumar y no lo iba a fastidiar ahora.
—Enrique era la leche, el tío más parrandero del pueblo, alegre, simpático, no sabías si te hablaba en serio o en broma; era capaz de meterte la mayor bola del mundo tan serio que te la creías y cuando veía que habías mordido el anzuelo se echaba reír. Se sabía todos los chistes: verdes, de Franco, de «van un francés, un inglés y un español», a todo le sacaba punta. Era el más popular de la cuadrilla, incluso le invitaban amigos suyos a cenar con gente desconocida, solamente para contar chistes y que amenizara la cena. Si un día te encuentras con Peio fuera del autobús y está de humor, le pides que te cuente las gamberradas que hacían en el pueblo, sobre todo cuando salían de cenar en la sociedad con el morro caliente; más de una vez tuvieron que salir por patas delante de los guripas, al menos es lo que se cuenta.
Justo acabar oficialía, en la escuela profesional, le cogieron en el taller de reparación de neumáticos, uno que había a la salida de Leku. Hace años cerró ese negocio. Ahora han puesto un supermercado con un buen aparcamiento en su lugar. Era joven, tenía la parte del sueldo que no entregaba en casa; vamos, vivía como dios el hombre. Para mí que todo se fastidió en la mili. Le tocó a Canarias, catorce meses allí, apenas vino en tres permisos, el de la jura de bandera y dos más. Al principio escribía bastante y siempre que podía llamaba por teléfono a la ama. Contaba lo que siempre se dice en esas cartas, que estaba bien, que tenía un sargento con muy mala leche, que el capitán era buena persona, que la comida era malísima y que se acordaba mucho de la comida de casa, que si los isleños, los chicharreros, eran muy parados, seguramente porque siempre hace veintidós grados, pero eran buena gente, que había soldados que no sabían leer ni escribir, que si los gallegos, que si los catalanes, que si le habían arrestado en compañía por una chorrada, que había pasado
catorce días en la prevención... y que estaba tachando los días que le faltaban para que le dieran la blanca y volver a casa. Las últimas cartas nos llegaron de mes en mes. Cuando llamaba por teléfono sólo quería hablar con la ama, parecía que era como un refugio, un abrazo que necesitaba sentir en la distancia.
Por fin llegó el día esperado de la licencia. Otro conocido de Bailara que estaba con él en Canarias, aunque en otro cuartel, se extrañó cuando le dijimos que Enrique no había llegado todavía, «pues los de su agrupación ya están todos en la calle», nos dijo. Cuando se lo comentamos, al cabo de unos días, nos dijo que había pasado un par de días en Madrid, con unos amigos; nos quedamos de piedra. Volvió más moreno, más serio, incluso algo triste. Pensamos que se había echado alguna novia allí y que la añoraba, pero Enrique siempre lo desmentía. Estoy seguro de que es el único de Territorio que una vez licenciado iba todos los años al cuartel a que le sellaran la blanca; ese día siempre llegaba a casa tarde y bebido.
Volvió al taller de reparación de neumáticos, a quedar con la cuadrilla, a ir al monte, a pescar...pero no lo hacía igual que antes del servicio militar. Le dio por pintar cuadros, cosa que nunca entendimos, porque nunca le había gustado dibujar ni nada relacionado con el arte, «bueno, alguna cosa buena ha traído este de Canarias, además de unos buenos relojes, mientras le dé por ahí, no va de chiquiteo», dijo nuestra madre, porque ir de vinos equivalía a llegar «tocado del ala». Le enseñaba a pintar un antiguo militar, el Chusquero le llamaban sus
amigos, un andaluz que aún conservaba resquicios de su acento cordobés. Vino a Loyola a hacer la mili, conoció a una moza del barrio, se reenganchó, se casó con ella, para escándalo de la familia, que eran de un caserío saqueado por los requetés cuando la guerra. Total, cuando dejó el ejército se puso de zapatero remendón en un portal de la capital y le dio por pintar. Más de una vez aparecía en los periódicos, que si exposiciones en la galería tal, que si mención en un certamen provincial... Antonio, eso es, Antonio se llamaba este hombre. Cuando tu tío le conoció ya era mayor, murió hace unos años. Lo que es la vida, Antonio tiene una hija escapada al parralde, al principio fue a alguna concentración de padres de presos y refugiados, pero pronto no se le volvió a ver más el pelo. Esa es la explicación de por qué en aquellos años pudo vivir en Leku tranquilamente, incluso tenía en la zapatería la hucha para recoger dinero para los presos.
—El autobús te puede llevar a Leku —dijo Emerson a Carmelo.
—Ya —respondió este —, pero he dejado por aquí mi bici, es tan vieja que a nadie se le ocurre mangarla. Si queréis vamos mañana los tres a por las truchas esas, os ayudo y mi deuda queda saldada.
—No tienes ninguna deuda con nosotros, pero siendo tres le podemos putear al Reptil en su puta cara —dijo Tomax—. ¿A las nueve aquí?
—¡Hecho! —contestaron los otros dos al unísono.
—Yo traigo los aparejos —dijo Tomax.
—Yo veré de traer alguna cosa también —asintió Carmelo.
Emerson comenzó a subir la cuesta hacia su casa. Carmelo se escabulló en un callejón donde tenía escondida su bici. Tomax estaba a pocos metros del portal de su casa. Por pura pereza, llamó al timbre. Siempre es más cómodo que te abran a molestarte en abrir. No quiso insistir, no había nadie en casa. Tenía la mesa puesta en el sitio ocupado siempre por él y una nota con la letra de su madre, escueta, como era ella: «Tomax, tienes espaguetis en la nevera».
Efectivamente, sacó un bol de cristal, precintado por papel de aluminio, lo retiró hasta la mitad y con el tenedor vertió una generosa cantidad en su plato. Se preguntó cuándo era mejor echar el queso, antes o después de meterlo a calentar en el microondas. Decidió añadirlo una vez caliente. Comió tranquilamente, sintonizó en la radio una emisora en la que podía escuchar sólo música, dejó la vajilla sucia en la fregadera. Fue a su habitación, se quitó sus botas y se tumbó sobre la colcha, pensando en todo lo vivido aquella mañana. Empieza a darle al coco: Resulta que su madre había sido novia de «el gilipollas de Julián». De casualidad, entonces, su madre, Milagros Mendiluce, no es la madre de Machu. Pero claro, si ellos —su madre y «el gilipollas de Julián»— hubieran tenido un hijo, no habrían adoptado a Emerson del Perú. ¿Y si su padre se hubiera casado con la que es hoy la madre del Machu? De no haber tenido hijos igual hubieran adoptado uno, y él, entonces, no aparecería en esta película. Bueno, todo esto en base a que sean las mujeres las que no pueden tener hijos, ¿y si fueran los hombres? Joder, qué lío.
Luego aparece Carmelo Caramelo, es de mi edad, igual un año mayor, pero parece que es un tío de la calle, está acostumbrado a pelearse con cualquiera, a que se haga lo que él dice, si me peleo con él... este sí me puede partir la cara, pero yo no me quiero achantar. El tipo parece conocer la naturaleza, dice que le ha enseñado su tío. Puedo aprender cosas de él. Con todo, me ha mosqueado lo que ha dicho Peio sobre mi tío Enrique. ¿Qué es «esto» que se ha de solucionar para que venga de vuelta? El tío está en Alicante porque le da la gana, tiene un buen negocio y vive muy bien; vamos, que yo sepa. Se lo preguntaré al aita cuando venga a cenar.
Tío Enrique
La televisión estaba puesta, estaban acabando las noticias de las nueve de la noche, pero nadie le hacía caso. Mila estaba fregando los platos que Juan Mari y Tomax iban dejando en la encimera. Como era costumbre, el hijo limpió la vitrocerámica y el padre recogió la mesa, mantel incluido; esta vez no quiso esperar a que estuviera la cocina vacía para pasar la escoba. Como sin darle importancia, Juan Mari comentó:
—O sea, que Peio te ha preguntado por el tío Enrique, ¿eh?
—Sí, me ha dicho que era de su cuadrilla —respondió Tomax.
—Así es, pero antes de ir a la mili.
—Eso es hace mucho tiempo... —reflexionó Tomax.
—Sí... —contestó su padre, pensativo.
—Pero está en Alicante porque él quiere, ¿verdad?
—No exactamente.
Tiró la poca porquería que había barrido del suelo al cubo de la basura, guardó la escoba en su sitio, junto al recogedor. Mientras los dos secaban y guardaban en su lugar correspondiente cubiertos, vasos y cacerolas, Juan Mari empezó a hablar. Era un tema para él doloroso: el disgusto y la recaída de su madre, una depresión que le hundía en un pozo del cual ni los medicamentos, ni el cariño de su marido, incluso la comprensión de las vecinas, «mujer, tú no tienes la culpa», eran capaces de poner un mínimo de luz; el miedo por ver a su hermano marginado, amenazado y finalmente huido de su pueblo; lejos de familia y amigos y finalmente el alejamiento afectivo que supuso la discusión entre las dos familias, la de Enrique y la suya, en la última visita a Alicante para la comunión de Borja.
Cuando ya estaba todo limpio y en orden, Juan Mari pronunció su tradicional frase: «ite missa est» y apagó la luz. Sentados en la sala de estar, Mila bajó el volumen del televisor. En ese momento a Juan Mari le apeteció encender un cigarrillo, pero recordó que llevaba once meses sin fumar y no lo iba a fastidiar ahora.
—Enrique era la leche, el tío más parrandero del pueblo, alegre, simpático, no sabías si te hablaba en serio o en broma; era capaz de meterte la mayor bola del mundo tan serio que te la creías y cuando veía que habías mordido el anzuelo se echaba reír. Se sabía todos los chistes: verdes, de Franco, de «van un francés, un inglés y un español», a todo le sacaba punta. Era el más popular de la cuadrilla, incluso le invitaban amigos suyos a cenar con gente desconocida, solamente para contar chistes y que amenizara la cena. Si un día te encuentras con Peio fuera del autobús y está de humor, le pides que te cuente las gamberradas que hacían en el pueblo, sobre todo cuando salían de cenar en la sociedad con el morro caliente; más de una vez tuvieron que salir por patas delante de los guripas, al menos es lo que se cuenta.
Justo acabar oficialía, en la escuela profesional, le cogieron en el taller de reparación de neumáticos, uno que había a la salida de Leku. Hace años cerró ese negocio. Ahora han puesto un supermercado con un buen aparcamiento en su lugar. Era joven, tenía la parte del sueldo que no entregaba en casa; vamos, vivía como dios el hombre. Para mí que todo se fastidió en la mili. Le tocó a Canarias, catorce meses allí, apenas vino en tres permisos, el de la jura de bandera y dos más. Al principio escribía bastante y siempre que podía llamaba por teléfono a la ama. Contaba lo que siempre se dice en esas cartas, que estaba bien, que tenía un sargento con muy mala leche, que el capitán era buena persona, que la comida era malísima y que se acordaba mucho de la comida de casa, que si los isleños, los chicharreros, eran muy parados, seguramente porque siempre hace veintidós grados, pero eran buena gente, que había soldados que no sabían leer ni escribir, que si los gallegos, que si los catalanes, que si le habían arrestado en compañía por una chorrada, que había pasado
catorce días en la prevención... y que estaba tachando los días que le faltaban para que le dieran la blanca y volver a casa. Las últimas cartas nos llegaron de mes en mes. Cuando llamaba por teléfono sólo quería hablar con la ama, parecía que era como un refugio, un abrazo que necesitaba sentir en la distancia.
Por fin llegó el día esperado de la licencia. Otro conocido de Bailara que estaba con él en Canarias, aunque en otro cuartel, se extrañó cuando le dijimos que Enrique no había llegado todavía, «pues los de su agrupación ya están todos en la calle», nos dijo. Cuando se lo comentamos, al cabo de unos días, nos dijo que había pasado un par de días en Madrid, con unos amigos; nos quedamos de piedra. Volvió más moreno, más serio, incluso algo triste. Pensamos que se había echado alguna novia allí y que la añoraba, pero Enrique siempre lo desmentía. Estoy seguro de que es el único de Territorio que una vez licenciado iba todos los años al cuartel a que le sellaran la blanca; ese día siempre llegaba a casa tarde y bebido.
Volvió al taller de reparación de neumáticos, a quedar con la cuadrilla, a ir al monte, a pescar...pero no lo hacía igual que antes del servicio militar. Le dio por pintar cuadros, cosa que nunca entendimos, porque nunca le había gustado dibujar ni nada relacionado con el arte, «bueno, alguna cosa buena ha traído este de Canarias, además de unos buenos relojes, mientras le dé por ahí, no va de chiquiteo», dijo nuestra madre, porque ir de vinos equivalía a llegar «tocado del ala». Le enseñaba a pintar un antiguo militar, el Chusquero le llamaban sus
amigos, un andaluz que aún conservaba resquicios de su acento cordobés. Vino a Loyola a hacer la mili, conoció a una moza del barrio, se reenganchó, se casó con ella, para escándalo de la familia, que eran de un caserío saqueado por los requetés cuando la guerra. Total, cuando dejó el ejército se puso de zapatero remendón en un portal de la capital y le dio por pintar. Más de una vez aparecía en los periódicos, que si exposiciones en la galería tal, que si mención en un certamen provincial... Antonio, eso es, Antonio se llamaba este hombre. Cuando tu tío le conoció ya era mayor, murió hace unos años. Lo que es la vida, Antonio tiene una hija escapada al parralde, al principio fue a alguna concentración de padres de presos y refugiados, pero pronto no se le volvió a ver más el pelo. Esa es la explicación de por qué en aquellos años pudo vivir en Leku tranquilamente, incluso tenía en la zapatería la hucha para recoger dinero para los presos.