Este texto es un fragmento de

Etílico

Carlos Mayoral

Poe

Enero no es buen mes para morir. La lluvia cae sin demasiada fuerza sobre aquel rostro difuminado por la tragedia. Tiene un matiz abandonado y servicial. Los párpados están lastrados por la falta de sueño, envueltos por una capa violácea que obliga a cerrar un poco más los ya de por sí diminutos ojos. El cabello ha crecido por la indomable tiranía del paso del tiempo, aunque sí ha vigilado, mínimamente, los minutos que se alojaron en su bigote. Los pómulos cada día se marcan con mayor rebeldía, como quejándose por la falta de alimento.

Edgar Allan Poe lleva ya unos minutos ausente, como si aquello llevara tiempo sin ir con él. Recuerda los ojos alegres de Virginia, inevitablemente repletos de juventud, apagándose poco a poco hasta verse obligados a dirigir la mirada hacia la oscura pared de su casa de campo en Fordham, destruidos por la tuberculosis. Recuerda también cómo aquellos ojos se clavaron en la madre que los había criado, obligando con aquel leve gesto a que nadie se apartara jamás de Eddie, consciente de la fragilidad mental de la que su marido hacía gala.

Fitzgerald

Lucinda atravesó por su mirada agitando el vestido en un gesto provocativo que le sorprendió con la guardia baja. La joven giró su cabeza hasta encontrarse con la mirada de Scott, perdida entre su cintura y sus piernas. Ella sonrió mientras se acariciaba el muslo. Un segundo después, desapareció por la escalera que llevaba hasta los dormitorios. Fitzgerald se abalanzó sobre la barra, agarró una botella de champán que reposaba sobre hielo junto al vino y comenzó a recorrer el mismo camino que había recorrido Lucinda segundos antes.

Se despertó varias horas después. Estaba tirado en el suelo con la camisa desabrochada. Reconoció los instrumentos del cuarteto de jazz recogidos a unos dos metros de su posición. La cabeza le estallaba. Un nombre escapó de su boca.

—Zelda...

Hemingway

Hemingway devuelve el papelajo al cajón de la mesilla que el hotel madrileño le ha proporcionado para poner en orden la numerosa correspondencia que ha de mantener con su país natal. Frente a él, un taco de folios y una botella de absenta. Siempre le gustó escribir de pie, pero necesita mantener una organización mínima dentro de la vorágine bélica que ha supuesto para todos la Guerra Civil Española, así que se ha decido a utilizar el viejo pupitre para escribir.

Se levanta y camina hasta la ventana. Afuera, la antigua Gran Vía, que todos llaman Avenida de Rusia, muestra todas sus cicatrices ahora que se ha desnudado. El color grisáceo de las trincheras. Las heridas provocadas por los bombardeos. Hace frío dentro de la habitación. Sin duda, la guerra ha hecho mella incluso en los hoteles más reputados. Expulsa algo de vaho, tal es la temperatura que se ve obligado a soportar. La textura etílica de su aliento le devuelve a la realidad. Recoge de nuevo el vaso de absenta y con un movimiento eléctrico aniquila su contenido. La absenta, a su vez, le recuerda que todavía queda tiempo para el ocio aun en plena batalla.

Sylvia

El verso le sacudió de pronto, como si su alma hubiera recordado aquello que no debía. Arrojó el libro contra la pared. Las páginas estallaron, lloraron, murieron. Sylvia conocía perfectamente esa sensación. Su vida, irremediablemente, respondía a este tipo de estímulos. Todo iba bien. En general, solía ir mejor cuanto menos se recreara en su propio pensamiento. Pero entonces, sin más, un suspiro cambiaba la tendencia. Podía ocurrir bajo la ducha, durante un paseo por los campos de su niñez o cualquier noche de las muchas que el insomnio se ha empeñado en visitar.

A veces, también, todo cambiaba con un verso. Con una mirada. Quizás con un gesto. Cierra los ojos con rabia. No puede ser. No puede ser. Lo que tanto le cuesta construir, se derrumba en sólo un instante.

Tiembla.

Bukowski

-El mar no es nada bonito.

El padre se llevó al niño de vuelta a su sitio. Bukowski no podía comprender qué había pasado. ¿Por qué había reaccionado así un niño de tan corta edad? ¿Por qué se dirigió a él? Entonces recordó: "Déjame recomendarte algo. Es por aquello que decías, lo de meter en la caja. Cuando te lo cuenten, no lo metas directamente. Obsérvalo tú antes".

Devolvió la vista hacia aquella inmensa masa de agua y comprendió. Después de tantos años, por fin se había dado cuenta: el niño tenía razón.

Extrajo parte del cartón encargado de proteger su vinilo perdido y le pidió prestado un lápiz al padre que todavía vigilaba a su hijo, ya más tranquilo. ¿Qué pensarían de él en la oficina de correos?

Sobre el cartón escribió unos versos. Empezaba a sentirse libre.




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