Lejos de los grandes discursos, de las fotos, los centenarios, las placas y las estatuas, lo cierto es que nuestras ciudades se hacen a base de jirones, de cicatrices.
En Santander lo sabemos bien: la ciudad actual parte de un gigantesco cráter dejado por el incendio de 1941.
Pero las esquinas del mapa reflejan desgarros que siguen supurando: sitúate y mira a la cara al Cabildo de Arriba, con tres muertes tras el derrumbe de un edificio en un barrio lleno de jeringuillas, putas y abandono; observa Tetuán, con un incendio que dejó a los propietarios como dueños de un solar, recuerda ese parque infantil al que se le dio la vuelta para construir un parking en el que entraron…cuatro coches, nuestro aeropuerto de Castellón; ahí arriba tienes a los barrios del Prado San Roque y el Pilón en vilo porque sus vistas a la Bahía resultaban más atractivas de lo que puede soportar cualquier constructor adolescente; más allá, en la zona más agreste las salvajes fueron las máquinas a las que hubo que domar para que no invadieran con cemento y vallas el recinto de la brisa del norte, y al final de la ciudad tienes, last-but-not-least, ese gigantesco surco que es el vial donde antes había la casa de una anciana que se murió porque luchó demasiado. Se llamaba Amparo.
Así son las ciudades que no cuentan los cronistas, los barrios que no inaugura nadie, las entradas que no se escriben en Wikipedia. Las páginas en blanco de las Facultades de Arquitectura.
Durante años no lo sabíamos, pero los españolitos urbanitas vivíamos en una geometría del vacío, en unas ruinas silenciosas, en un mundo que no existía. Era una guerra invisible.
Paseábamos entre solares abandonados y cascotes a cinco minutos del Ayuntamiento sin saber lo que significaba la palabra gentrificación ni imaginar que el urbanismo acabaría siendo el gran problema. El vacío de los solares necesitaba el vaciado de la gente.
De eso va todo. Desde el principio de los tiempos. En Santander lo sabemos bien: antes de que en Lavapiés se abriera la primera tienda de muffins, antes de que se acabara el último plazo de renta antigua de tu vecina, y antes de que llegara aquella (otra) franquicia, antes, decimos, Franco se encontró mirándole a los ojos, seductor y galante, un gigantesco solar vacío, un lienzo en blanco en el que pudo pintar su ciudad ideal. No hablamos sólo de arquitectura, de la arquitectura del poder, de los edificios con moquetas, de los despachos de las decisiones. Hablamos de una ciudad en la que debía vivir quien debía vivir. Es cuestión de espacio vital, del salvaje oeste: o el dinero o los vecinos, pero esta ciudad es demasiado grande para los dos. Sobraba algo.
Hablamos de la expulsión, porque a veces en las ciudades sí se planean las cosas, y toda la vida hay gente que estorba en esos planes. A Hannibal Franco le encantaba que los planes salieran bien, y si algo funciona no hay que cambiarlo. Por eso, es por eso, nada ha cambiado y para hacer las ciudades en las que viven las personas hay quien se tiene que librar de las personas. De Santander al Cabañal, de Lavapiés al Barrio San Francisco, la dictadura del ladrillo, la transición urbanística que no llegó nunca, nos quiere fuera, desahuciados, refugiados. Expulsados.