Este texto es un fragmento de

Fuimos crimen, seremos poesía

José Manuel Cotilla Conceiçao

Recordé sujetar la maleta con la misma fuerza al navegar por las aguas del río Couesnon aquella noche que llegué por primera vez al Monte Saint-Michel, una pequeña isla rocosa del estuario de este río situado en la región de Normandía, Francia. Quisiera decir que aquella vez era diferente, que aquella vez algo distinto me había llevado a visitar aquel lugar tan mágico que había desafiado y diseñado con su paso la historia de los últimos siglos de la Europa contemporánea; sin embargo, mi corazón se rendía a la melancolía del lugar, al hálito a lila y naranja que embriagaban mis sentidos ya aquella majestuosa abadía benedictina que se esculpía como la joya de la corona entre aquellas murallas de espuma y sal. Con la mirada centrada en el corazón de aquel rincón del viejo continente, no pude sino sentir que de una forma u otra mi corazón se sentía más vivo, más fuerte y me atrevería a decir que si me abriesen en aquel momento, sería capaz de emitir una luz especial; de ese tipo de luces que no se encuentran en lugares comunes y corrientes, sino como la luz que caracteriza un recuerdo específico, el primer beso, el primer amor, el primer adiós. Una luz que aquella noche brillaba con especial intensidad y que, terca como el destino, se empeñaba en hacer sombra a la neblina que rodeaba la isla.

Me dejaron en el sitio de siempre.
Aquel hombre modesto de mediana edad, al que podría decir si me saludó como si me recordara o como si quisiera prestar únicamente un buen servicio de atención al cliente, recogió aquella maleta que casi se me pegaba a la mano tras el viaje en barco y lo subió al coche que me llevaría al apartamento. No había sido fácil conseguir aquel estudio. Aquella habitación. No había sido fácil ir allí en primer lugar y, cualquier trámite entre mis frágiles e intensos deseos y aquella noche habían servido de excusa para seguir adelante. “El coche era nuevo”, pensé. Quizás era lo único que había cambiado, quizás para mejor. El clásico Renault 5 que había alumbrado por primera vez las calles de Saint-Michel había sido remplazado por el silencio. Aquel coche eléctrico hizo que mi piel temblara ante un corazón que olvidaba la inercia y se encogía por momentos ante la bruma exuberante de los recuerdos. Mi vello erizado solo se dejaba alterar por aquel corto hilo de brisa marina que entraba por la ranura de la ventana delantera. No dudé en sonreír. Quizás incluso llegué a pronunciar una breve carcajada. Fuera lo que fuere, aquel hombre amable no pareció escucharlo o decidió ignorar lo que consideraría el ‘efecto turista’ del visitante; y qué equivocado estaba. Al llegar, sin pronunciar más palabras de las necesarias, ofreció meter las maletas dentro del apartamento. “Ce n'est pas nécessaire”, repetí como aquella primera vez. Esta vez me tocó agarrar las maletas a mí; la primera vez, sus manos rodearon las mías sobre el tirador de la misma. El silencio con el que aquel coche llegó al estudio no se llevó la soledad que dejó tras él. Quizás, quien algún día lea esto, no entienda aún por qué me encontraba allí en ese momento; no entienda aún qué hacía en aquel umbral entre la realidad y la fantasía, entre la realidad y los sueños, entre lo imposible e inimaginable; pero estoy seguro de que, en algún momento u otro, todos llegamos a sentirnos del mismo modo. Algunos lo definan como crecer, otros como madurar; yo, si me lo permiten, utilizaría una expresión algo más humilde y, quizás, infantil: seguir adelante.

La casa estaba vacía. Sonreí, contrariado, quizás nervioso, o simplemente aterrado ante lo que se me venía encima. Aquella pequeña casa seguía igual que el primer día. A pesar de ser bastante estrecha, lo cual curiosamente incrementaba la calidez de la casa y las ganas de pasar tiempo en ella, ambos extremos daban al exterior: mientras la cocina, lo primero nos encontrábamos al entrar, daba hacia la abadía, la habitación tenía unas vistas únicas a la bahía. Dejé la maleta de mano en la entrada y, con mi antiguo diario en la mano recorrí el edificio. Tonto de mí, me quedé parado en la entrada a la habitación. Tonto, porque sonreí al ver cada rincón de aquella casa sin luz, deslizándome entre mis recuerdos y mis anhelos, dejando que lo que contenía y estaba a punto de estallar dentro de mi pecho iluminara aquel lugar. La luna hizo lo demás. Aquel pequeño cubículo que ejercía de dormitorio no debía medir más de ocho metros cuadrados. Sí, faltaban los pósters, las banderas, las fotos y postales en el tablón sobre la cómoda, la ropa amontonada cayéndose del armario empotrado, las zapatillas tiradas en un rincón junto a una buena cantidad de cables y cargadores; quizás faltaba todo eso, pero no faltaba nada. Me dio la sensación de que cada vez que mis ojos parpadeaban, todo aquello volvía a estar en su lugar y que nada había realmente cambiado. Pestañeaba y las noches del pasado y presente parecían fundirse en las dos caras de una misma moneda. Una moneda cuyo valor no paraba de crecer. Juramos miradas, nos prometimos veranos y regalamos septiembres; acabamos por ser no más que víctimas de un infinito diciembre.

Y tú. Sí, tú, aquel que abras este alma contrariada en tinta azabache, exprimida sobre piel de roble y tono algodón; tú serás testigo de la eclosión de mi alma, de la belleza de lo inoportuno y de la claridad de las faltas. Tú compartirás mis últimos momentos como víctima de la belleza shakesperiana, como interrogante sostenido en do menor, como páginas desgastadas en una biblia sin religión; compartirás no más que mis sueños y anhelos, mis tentaciones y rendiciones, mis todos y mis nada. Serás no más que la víctima de mi corazón en un nuevo amanecer. Solo pido que no me juzgues, porque algún día, yo podría ser tú.




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