Este texto es un fragmento de

Hay que matarlos a todos

Héctor Carré

Ahora que estoy muerto puedo hablar sin miedo.

 

En los últimos quince años han sido asesinados en el mundo más de ochocientos periodistas, lo que equivale a una media de cincuenta muertos anuales. Un periodista asesinado cada semana, año tras año, incansablemente.



No se trata de una vieja herencia. No son vestigios de un tiempo pasado superado por la historia. Al contrario. El número de muertes va en aumento. Sólo en el año dos mil once murieron asesinados sesenta y seis periodistas. Dieciocho en América, veinte en Oriente medio, nueve en África, diecisiete en Asia y dos en Europa. Todos ellos murieron por intentar contar la verdad. Los asesinos segaron las voces de los periodistas para mantener sus propios privilegios, para evitar que se conocieran las injusticias que cometían, o simplemente para echar tierra sobre la mierda, con la vana esperanza de torcer el curso de la historia.



La llegada de las redes sociales y de las noticias publicadas directamente por los ciudadanos que las vivieron, sin intermediación por parte de los periodistas, no sólo no cambia la tendencia asesina contra los que se atreven a contar su verdad, sino que introduce una nueva variedad de victimas. En el año dos mil once fueron asesinados cinco internautas informadores. En septiembre del dos mil doce ya eran veintinueve los internautas muertos desde el comienzo del año.



Además de los asesinatos, en dos mil once, fueron detenidos en el mundo más de mil periodistas, dos mil fueron agredidos o amenazados, quinientos medios de comunicación fueron censurados, setenta periodistas fueron secuestrados, otros setenta sintieron la necesidad de huir de sus países de origen, doscientos cincuenta blogueros e internautas fueron detenidos o agredidos y sesenta y ocho países se vieron afectados por alguna forma de censura en la tela de araña formada por Internet.



Yo también era periodista. Me llamaba Néstor Varela.



No tenía miedo de morir asesinado, pero tenía todos los demás miedos que pueden atenazar a la gente de nuestro oficio. Tenía miedo de no encontrar un punto de vista adecuado, miedo de no comprender el contexto, miedo de desvirtuar la historia. Tenía miedo de no saber descubrir la información que los entrevistados esconden por interés, por temor, por vergüenza, o incluso por ignorancia de su verdadero valor. Tenía miedo de fracasar en mi propósito de contar lo que acontecía a mi alrededor, pero sobre todo, en el momento de suma estrechez económica en el que vivíamos, tenía miedo de perder mi trabajo.



Antes de ver la muerte de cerca, a los veintinueve años, veía el periodismo con la pereza que produce la falta de pasión. Me frustraba la rutina de un trabajo diario que nunca me sacaría de pobre. Quería algo más, pero no sabía lo que estaba buscando.



Luego llegó un día en el que mis miedos profesionales se transformaron en uno solo miedo real, un miedo físico que venía acompañado de un dolor punzante.



Una niebla oscura se apoderaba de mi conciencia como si una nevada de muerte estuviera a punto de sepultarme. Tumbado sobre el pavimento, veía la luz de una farola reflejada sobre un charco dibujado en la calle. Tenía la mejilla derecha apoyada en el suelo. Veía las siluetas caminando apresuradamente, veía como dos de ellos chocaban las manos en un saludo de satisfacción. El sonido del mar, que llegaba desde la playa del Orzán, parecía alejarse como si alguien estuviese bajando lentamente el volumen de un aparato de televisión. La música que salía del interior de los bares desafinaba, monótona, como si fuera el reflejo de un corazón incapaz de seguir latiendo. 



Una ráfaga de viento arrancó la luz de mis ojos y todo quedó sumido en la oscuridad y en el silencio. 

 

Aquel había sido uno de esos días en los que el verano se rinde definitivamente en brazos del otoño. Las fuerzas de la naturaleza anunciaban tiempos peores. Aún no había llegado noviembre, pero octubre agonizaba. El viento silbaba entre los árboles y las casas. Negros nubarrones se desgarraban al caer sobre la ciudad como si fueran paños empapados, que golpeaban insolentemente los rostros de los transeúntes. Los paraguas no se podían abrir por la fuerza del viento, pero aún no hacía frío.



Yo tenía ganas de tomar unas cervezas. 



Salí de la redacción bien pasadas las doce y llegué al bar cerca de la una. Aquel local ya albergaba un pub antes de que yo hubiese nacido. Las capas de pintura se iban superponiendo en las paredes como las historias de los jóvenes que iban pasando por allí a lo largo de los años. En ese momento se llamaba Dinamita. Ya no se podía fumar en su interior, pero el olor a tabaco no había desaparecido por completo. Al fondo del local había una mesa de billar americano con su paño verde lleno de sietes. Las bandas estaban blandas después de años de insistente golpear de las bolas. Estaba inclinada. Era un verdadero desastre, pero servía para pasar el rato. Junto a la mesa había una pizarra pequeña. Si querías jugar te apuntabas, y cuando te tocaba, te enfrentabas al ganador de la partida anterior.



Yo había practicado con amigos en mesas buenas, había recorrido A Coruña entera a través de sus mesas de billar. Sabía darle efecto a las bolas y comprendía como rebotarían en las bandas dependiendo del efecto y del ángulo de incidencia. Sabía hacer que mi bola, después de golpear a la otra, siguiera avanzando o se detuviese en seco.



Me gustaba concentrarme en el juego para olvidar mis preocupaciones y solía darle tiza al taco antes de cada tiro. Ya había bebido dos cervezas y por fin empezada a relajarme. Llevaba todo el día intentando recoger información en varios sitios, pero no había conseguido nada relevante. En los altavoces del pub sonaba Pistol of fire, una canción muy caliente de los Kings of Leon. 



Cogí mi copa y di un trago. La cerveza estaba perfectamente fría. Volví a dar tiza en la punta del taco mientras observaba la mesa. Todas las bolas estaban tapadas. Decidí lanzar la blanca a una banda para que después golpease la bola doce y la mandara al rincón derecho.



–A ver, hostia. Que es para hoy –la voz llegó entre otras muchas, entre la música y las carcajadas de un grupo que intentaba ligar con unas estudiantes extranjeras con becas Erasmus.



Escuché la frase como si no fuera conmigo. Seguí concentrado, calculé el ángulo y golpeé sin prestar atención a mi contrincante. La bola blanca pegó en la banda y fue rodando hasta tocar la bola doce, pero sin dirigirla a ninguna parte. Las dos quedaron prácticamente juntas.

–Tanto mirar y remirar para hacer esa cagada –me dedicó la frase con una mueca de desprecio.

–Las bandas están fatal –dije encogiendo los hombros a modo de disculpa.

–Sí, hombre, sí. Las bandas.

El tipo separó con la mano a bola blanca de la número doce para poder golpearla más cómodamente. 

–Eso no lo puedes hacer.

–No me digas…

–No están juntas. Puedes darle a la blanca.

–Vete a tomar por culo. 



Dio un golpazo que movió todas las bolas sin ningún sentido. Me miró con aire desafiante apoyando el taco en el suelo. Era un joven musculoso. El pelo rapado por los lados, cresta de futbolista, tatuajes en los brazos y en el cuello. Vestía una camiseta con un enorme logo de Kalvin Klain y pantalones vaqueros decolorados industrialmente. Yo creía devolverle una mirada inexpresiva, pero quizás distinguió alguna traza de asco en mis ojos. 

–¿Qué carajo miras con esa cara de subnormal?

El tipo estaba con dos amigos que se rieron por la agudeza del comentario. Yo no quería líos. Lo único que pretendía era tomar unas copas. Miré la mesa. Había una bola que había quedado cerca de un agujero. Un tiro fácil. Me dispuse a apuntar, pero el tipo se metió en medio.

–¿Por qué me miras con cara de subnormal?

–Soy periodista. Miro con cara de periodista. Si quieres seguimos jugando, pero si prefieres hacer el subnormal.



El tipo me dio un empujón que me hizo chocar de espaldas contra la pared. Vino hacia mí y lanzó un puñetazo que detuve instintivamente con el antebrazo. Cogió el taco e intentó darme un estacazo. Salté a un lado. El palo golpeó violentamente contra la pared haciendo saltar la pintura. Rozó mi oreja derecha y me quemó la piel. Intenté devolver el golpe con mi taco, pero uno de sus amigos lo agarró, impidiéndome hacer el movimiento. El tercero se acercó a mis espaldas. Me cogió por la oreja y tiró con todas sus fuerzas. Pensé que me la arrancaba. En ese momento, el que estaba jugando conmigo me arreó con el taco en la clavícula derecha. Sentí el dolor como una punzada profunda. Entonces me cayó una hostia en la cara. Después un puñetazo en el estómago. Una ola de pánico se apoderó de mí y me hizo perder el control de mis movimientos. La adrenalina gobernaba mi cuerpo.



Salí corriendo hacia la calle, pero ellos vinieron detrás y me cortaron el paso en la acera, acorralándome contra un contenedor de basura. Intenté defenderme lanzando golpes a diestro y siniestro pero sin conseguir alcanzar a mis agresores. Ellos actuaban como una manada de hienas, rodeándome y pegándome por la espalda cuando intentaba atacar al que tenía enfrente. Sentí un golpe muy fuerte en la espalda, a la altura de los riñones. Después una patada en una pierna que me hizo arrodillar. Recibí un puñetazo en la cabeza. Otra patada en el estómago me quitó el aire y me hizo caer al suelo. 



Luego el tipo se agachó para hablarme al oído.

–A ver si dejas de meter los hocicos donde no debes, periodista del carajo.




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