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Eran tres. Caminaban en silencio, por una senda intuida entre los terrones rotos del suelo. Uno, poco más que un hombre por hacer, abría la marcha algunos pasos por delante. Proyectaba una sombra desgajada sobre el camino, arremolinándose en una pelliza oscura y rota que abatía en torno a su cuerpo menudo, adolescente. Parecía darle a sus piernas un cierto ritmo de pretendida formalidad; el cansancio lo consumía. Forzaba sus rodillas con un gesto mecánico, y el suelo crujía bajo sus pies; el eco de los pasos, al arrastrar las botas, quedaba amortiguado por la colcha arenosa del roquedal. Detrás, dos hombres andaban a la mano. No se miraban, evitándose con mutua apatía. Cirros largos y blancos como sábanas de mortaja se entrelazaban en un cielo de espuma naranja. Los trazos de opalescencia hendían el añil profundo de las nubes; rompían con tajos ocres la continuidad con que se anunciaba la noche. Caía el relente, plomo húmedo, sin viento, sobre las cabezas. Una manta de oscuridad y frío los envolvía, pero los tres parecían ajenos a lo de afuera. Caminaban silenciosos, hacia el norte, buscando un paso abierto entre las montañas por el que alcanzar la meseta. De los que cerraban la marcha, el más joven, hundido en un gabán negro cuyas mangas estaban descosidas y mostraban unos puños sucios de camisa en otro tiempo blanca, se agarraba con la mano un pañuelo deshilachado que llevaba atado al cuello. Al lado, el otro se embutía en un capote gris, echado con desgana sobre los hombros. Mantenía el paso con dificultad, pero no parecía molestarle la marcialidad terca con la que los llevaba a ambos el niño de la pelliza oscura. Fijos sus ojos en el cielo, se le encrespaba sobre el rostro una barba de días, dejada, sucia, punteada de canas por el mentón y la gruesa papada. La cadencia sorda de las pisadas se fue espaciando hasta que, tácitamente y sin hablarse, los tres fijaron un acuerdo. Se arrastraron hasta un recodo en donde la vereda hacía esquina y una amplitud oculta bajo el escalón de matorrales se ofrecía para pernoctar al raso. Un austero castaño, lleno de nudos en el tronco y erguido entre dos rocas muy altas, derramaba sus ramas secas en torno a la cava aquella que parecía hecha a propósito por alguna mano invisible. Al hombre flaco del gabán, tras un breve reconocimiento, le pareció suficiente para protegerse del frío y la intemperie. El otro se despojó de un capote raído que tenía sobre los hombros, y los dos, dejando al niño en medio, se acurrucaron, mudos y hambrientos, sobre el colchón tierno de la grama muerta que recubría la tierra. En el firmamento, el espumón naranja se plegaba hacia el horizonte, haciéndose finito; adelgazando en una línea de brillo tenue y muriendo, finalmente, enterrada debajo de la negrura que se había adueñado del cielo nublado. No había luna. El que había cedido el capote recompuso el abrigo del joven, que ya cabeceaba con la barbilla colgando sobre el cuello huesudo y sin carne por el que sobresalían dos pronunciados pomos de clavícula. De los tres, era el único que dormitaba. Los dos hombres, uno a cada lado, clavaban la mirada frente a sí, en el matorral y la piedra que los rodeaba procurándoles refugio.
—Mañana habrá que buscar algo de comer —musitó el primero, apretujándose contra el cuerpo del de en medio.
—Habrá, habrá —dijo el otro, en un susurro casi imperceptible.
Eran tres. Caminaban en silencio, por una senda intuida entre los terrones rotos del suelo. Uno, poco más que un hombre por hacer, abría la marcha algunos pasos por delante. Proyectaba una sombra desgajada sobre el camino, arremolinándose en una pelliza oscura y rota que abatía en torno a su cuerpo menudo, adolescente. Parecía darle a sus piernas un cierto ritmo de pretendida formalidad; el cansancio lo consumía. Forzaba sus rodillas con un gesto mecánico, y el suelo crujía bajo sus pies; el eco de los pasos, al arrastrar las botas, quedaba amortiguado por la colcha arenosa del roquedal. Detrás, dos hombres andaban a la mano. No se miraban, evitándose con mutua apatía. Cirros largos y blancos como sábanas de mortaja se entrelazaban en un cielo de espuma naranja. Los trazos de opalescencia hendían el añil profundo de las nubes; rompían con tajos ocres la continuidad con que se anunciaba la noche. Caía el relente, plomo húmedo, sin viento, sobre las cabezas. Una manta de oscuridad y frío los envolvía, pero los tres parecían ajenos a lo de afuera. Caminaban silenciosos, hacia el norte, buscando un paso abierto entre las montañas por el que alcanzar la meseta. De los que cerraban la marcha, el más joven, hundido en un gabán negro cuyas mangas estaban descosidas y mostraban unos puños sucios de camisa en otro tiempo blanca, se agarraba con la mano un pañuelo deshilachado que llevaba atado al cuello. Al lado, el otro se embutía en un capote gris, echado con desgana sobre los hombros. Mantenía el paso con dificultad, pero no parecía molestarle la marcialidad terca con la que los llevaba a ambos el niño de la pelliza oscura. Fijos sus ojos en el cielo, se le encrespaba sobre el rostro una barba de días, dejada, sucia, punteada de canas por el mentón y la gruesa papada. La cadencia sorda de las pisadas se fue espaciando hasta que, tácitamente y sin hablarse, los tres fijaron un acuerdo. Se arrastraron hasta un recodo en donde la vereda hacía esquina y una amplitud oculta bajo el escalón de matorrales se ofrecía para pernoctar al raso. Un austero castaño, lleno de nudos en el tronco y erguido entre dos rocas muy altas, derramaba sus ramas secas en torno a la cava aquella que parecía hecha a propósito por alguna mano invisible. Al hombre flaco del gabán, tras un breve reconocimiento, le pareció suficiente para protegerse del frío y la intemperie. El otro se despojó de un capote raído que tenía sobre los hombros, y los dos, dejando al niño en medio, se acurrucaron, mudos y hambrientos, sobre el colchón tierno de la grama muerta que recubría la tierra. En el firmamento, el espumón naranja se plegaba hacia el horizonte, haciéndose finito; adelgazando en una línea de brillo tenue y muriendo, finalmente, enterrada debajo de la negrura que se había adueñado del cielo nublado. No había luna. El que había cedido el capote recompuso el abrigo del joven, que ya cabeceaba con la barbilla colgando sobre el cuello huesudo y sin carne por el que sobresalían dos pronunciados pomos de clavícula. De los tres, era el único que dormitaba. Los dos hombres, uno a cada lado, clavaban la mirada frente a sí, en el matorral y la piedra que los rodeaba procurándoles refugio.
—Mañana habrá que buscar algo de comer —musitó el primero, apretujándose contra el cuerpo del de en medio.
—Habrá, habrá —dijo el otro, en un susurro casi imperceptible.