1
Es cerca de mediodía. La luz del sol atraviesa la cortina estampada reflejando sobre la pared y el suelo un patrón irregular de luz. Su respiración etílica es el único sonido audible. En su cerebro, la imagen de un grotesco y aterrador payaso baila una extraña danza. Podría ser Pennywise o algo parecido. Los sueños no siempre son fáciles de interpretar. Súbitamente, un ruido sordo y desagradable llena la estancia. Algún imbécil ha decidido que es un buen momento para utilizar el taladro y el sonido de la widia sobre el hormigón es más de lo que el sueño, por profundo que sea, es capaz de soportar.
– Joder –. Exclama cogiendo la almohada y apretándola contra sus orejas.
Es inútil. Siente como la broca atraviesa sus tímpanos horadando su ya lastimado cerebro y taladra sus entrañas. Es el terrible remate para una resaca desastrosa e insoportable. En realidad, el hipotético imbécil está en su derecho. Son casi las doce. No es justo, piensa, o quizás sí. Quizás merezca todo ese dolor y no únicamente el provocado por la resaca, sino el que a su vez la ha originado. Estira una pierna tratando de alcanzar el suelo. A duras penas apoya el pie e intenta incorporarse con torpeza. Sobre el cristal resbalan gotas de lluvia, ventana abajo, en una tragicómica alegoría de las lágrimas de dolor que, manando de su corazón, resbalan por sus venas. Por algún lugar que la cortina no permite distinguir debe de estar el arco iris. Deambula hasta el baño apoyándose sobre las paredes para mantener el equilibrio. El espejo es a su vez un armario. Lo abre buscando algo. Lo encuentra. Toma dos pastillas de paracetamol y las engulle. Coge el vaso que hay sobre la balda de cristal bajo el armario y echa un trago de agua. De lo contrario es imposible que las pastillas bajen por la áspera superficie de su esófago castigado por el whisky y el humo de tabaco. Fuera de la habitación, una cocina americana. En una esquina, sobre un soporte, una acústica Martin que lleva demasiado tiempo sin que nadie la abrace acumula polvo, al igual que un pequeño amplificador. Pasa a su lado ignorándolos una vez más camino de la nevera. Encuentra un yogur entre la poca comida que hay sin caducar y lo ingiere con desgana. En el cielo, las nubes se deshacen en un eterno llanto, como en su pecho su corazón. Desde aquel día en que no supo entender un gesto. Una mirada de auxilio. O quizás supo, pero su cobardía no le permitió reconocerlo. O quizás no fue eso. Quizás sencillamente no es capaz de perdonarse algo que ni siquiera hizo. Algo de lo que no es culpable, diga lo que diga ese estúpido payaso.
Sobre la mesa yacen un paquete de Chester con apenas un par de cigarrillos y una botella con tres dedos de Johnnie Walker. Pronto no quedará más rastro de ellos que el vidrio y el papel. En la calle continúa lloviendo y el payaso danza bajo la lluvia con esa grotesca sonrisa en su rostro.
2
El señor Brown deambula de un extremo a otro del pasillo del hospital. Marion le mira absorta como un espectador de un partido de tenis sentada en la esquina de una hilera de asientos de plástico dispuestos sobre una barra de acero cromada. Su padre es como una pelota rebotando entre dos paredes. No fuma. Quizás hacerlo le ayudaría a mitigar su ansiedad, pero hace tiempo que decidió no volver a tocar un cigarrillo. Exactamente el día que su esposa le anunció que estaba embarazada de la niña que ahora le observa sonriendo.
–Todo va a ir bien, ¿sabes? –parece decirle-. No sé por qué estás tan nervioso.
La mira a los ojos como si de verdad la hubiera escuchado hablar. Ella le contagia su sonrisa.
–Lo sé, lo sé. Es sólo que tengo unas ganas locas de conocer a tu hermana.
En ese instante, como si hubiese estado escuchando la conversación que se produce en la cabeza del señor Brown, la enfermera abre la puerta cautelosa buscándole con la mirada. Con gesto tranquilo le informa de que su segunda hija acaba de llegar al mundo. Pueden acompañarla a la habitación. Su esposa llegará con la niña en pocos minutos. Guiña un ojo a su hija. Ella baja al suelo de un brinco y sigue a la enfermera dando saltitos. Tras ella su padre cuyo rostro aún conserva el rastro de la contagiosa sonrisa.
En la mesilla de la habitación hay un jarrón con flores. Son cortesía de los empleados del hospital, compañeros de trabajo de la señora Brown. También una caja de bombones. El señor Brown la acerca a Marion y le susurra que guarde el secreto. Será difícil. Pocos segundos después los restos de chocolate en la cara y la blusa de la pequeña la delatan. El señor Brown ríe a carcajadas liberando una buena dosis de la tensión acumulada. Descarta limpiar el chocolate de la cara de su hija. Está muy graciosa. Servirá para atraer un momento la atención de su madre y evitar que la pequeña se sienta ignorada por la que acaparará la recién nacida. La puerta se abre y la camilla donde reposa la señora Brown con una sonrisa fatigada entra empujada por la misma enfermera que les ha guiado hasta la estancia escasos minutos antes. Tras ella, otra enfermera lleva a la recién nacida en una pequeña cuna. El bebé mira a su alrededor con una sonrisa sorprendentemente tranquila. Sus enormes ojos color pizarra parecen observarlo todo con detalle, como si realmente pudiesen ver.
El señor Brown besa con cariño a su mujer en la boca.
– ¿Qué tal estás? –Se interesa–. Bien. Un poco cansada. Pero bien.
Marion se acerca a saltitos a la cama de su madre.
– Mami. Hay bombones. ¿Puedo coger uno? –Pregunta con una expresión que simula inocencia–. Querrás decir otro, ¿verdad? – Pregunta su madre sonriendo.
– Vale, pero dame otro a mí.
El señor Brown se sienta junto a la cuna de su hija recién nacida. La mira a los ojos reprimiendo lágrimas de felicidad y le hace cosquillas en la nariz. Amy hace gorgoritos.
3
Ethan trata de concentrarse en los deberes, pero la acústica que reposa en su soporte en la esquina opuesta de la estancia ejerce una atracción hipnótica, casi insoportable. Se levanta y se aproxima despacio. Sobre el clavijero puede leerse C.F.Martin & Co. Acaricia el mástil con admiración. No lo ve venir. La bofetada estalla sobre su rostro como un relámpago incendiando de rojo su mejilla.
– ¿Quién coño te ha dado permiso para tocarla? –.Escupe Pennywise.
El marido de su madre nunca se muestra agradable. Es incapaz de comprender lo que ella vio en él. Sin embargo, ese hecho no hace que la quiera menos. Quizás también ejerza sobre ella una atracción hipnótica, como sobre él la guitarra. Se traga las lágrimas.
– Perdón señor –agacha la cabeza, avergonzado, volviendo a sus deberes.
El payaso grita preguntando por la cena, recordando una vez más que está hambriento. Por fortuna la cena no tarda en estar lista.
– ¿Quién te enseñó a cocinar? ¿Sabes lo que es la sal?
– Perdona, cielo, ten el salero.
– Pero ya sabes que no es lo mismo ahora. Se notan los granos y es desagradable. Espero que la próxima vez no se te olvide o voy a tener que darte unas lecciones de cocina.
El resto de la cena transcurre en un tenso silencio. Ella recoge la mesa cabizbaja, evitando su mirada mientras Ethan esquiva la situación y pide permiso para huir a su dormitorio. Su sueño sirve de justificación. Recibe una aprobación confusa. A regañadientes. Cathy le da un beso en la frente.
Sólo una cama y un escritorio. Las paredes pintadas de un gris pálido. Los rodapiés y la puerta de pino americano teñidos con nogalina. No parece el cuarto de un niño. No hay juguetes a la vista. Ni objetos sobre las baldas más allá de un par de libros. Ni posters en las paredes. Nada que pueda traducirse de algún modo en desorden. Nada que pueda distraerle de sus obligaciones. Se tumba sobre el colchón boca abajo. Sin cubrirse. Aprieta el rostro contra la almohada y llora. En silencio. Pennywise no debe oírle. O será peor. Ethan tiene nueve años.
El payaso está en la sala. Mira las noticias en la televisión. De reojo vigila su Martin de cuando en cuando. Se asegura de que nadie la ensucia con sus asquerosos dedos grasientos. De que nadie ensucia el tesoro de su padre. Mientras tanto, en la cocina, Cathy friega los platos. Habrá días mejores. Él es bueno. El trabajo es muy estresante. Tiene que hacer tareas de mucha responsabilidad. Es normal que necesite desahogarse de vez en cuando. Ella debe aplicarse más para no molestarle.