Desde su posición en una de las esquinas de la celda fotografió todos y cada uno de los movimientos del celador que le llevaba la cena. Sus ojos actuaban como una de esas cámaras de alta definición que son capaces de registrar miles de fotogramas por segundo. Instantes en continuidad que su cerebro reproducía como si los proyectase en una pantalla. Estudiar a fondo el patrón que su guardián seguía a la hora de depositar la bandeja en el suelo era el único modo de anticiparse a él. Llevaba mucho tiempo encerrado y había aprendido a observar los límites de su mundo. A menudo rememoraba su vida anterior, un tiempo lejano en el que corría en libertad y nadaba en el río con los muchachos de su barrio. Se imaginaba cómo serían las cosas si no hubiese enfermado. Recordaba el mundo exterior como un haz de luz que deshacía las sombras proyectadas por los internos de su unidad y le parecía que aquel modo de vida era maravilloso. El principio del fin comenzó para él con un pequeño lunar que se extendió por su espalda hasta convertirse en una especie de caparazón de tortuga. El caparazón le obligaba a dormir de costado y cuando, por accidente, amanecía boca arriba, se sentía como un repugnante insecto. Los chicos de su barrio lo apodaron el Hombre Tortuga y se encargaron de propagar la existencia de semejante fenómeno por toda la ciudad. Unos tipos con brazalete blanco que se identificaron como funcionarios del IPLI llamaron un día a su puerta y se lo llevaron. Era apenas un muchacho. Durante sus años de encierro había dedicado muchas horas a cultivar su físico. Eso le permitía sentirse fuerte. Y necesitaba ser fuerte, porque aunque su confinamiento no era vitalicio, sabía que los doctores deseaban retenerlo por tiempo indefinido. Los científicos del IPLI estaban convencidos de que un alto porcentaje de los hijos de las primitivas; las mujeres que se quedaban embarazadas de manera natural, manifestaban taras, malformaciones y otros problemas genéticos, pero el Hombre Tortuga era consciente de que esa teoría no era más que una excusa para purgar los nacimientos no controlados. En consecuencia, la policía del IPLI perseguía, detenía y confinaba a todo aquel primitivo que tuviera el más mínimo defecto. Los que habían sido internados siendo bebés no sentían afecto alguno por el mundo exterior, si acaso una pizca de inquietud por saber qué había allende los muros. En cambio, aquellos que habían tenido una vida anterior advertían que no existía futuro para ellos, sólo fragmentos de un pasado que se descomponía en miles de piezas. Los internos tenían prohibido todo contacto con el exterior y no podían ver la tele ni escuchar las noticias. Se trataba de expulsarlos del mundo condenándolos a vivir en un tiempo pretérito; un genocidio justificado por el bien de la ciencia. La convivencia entre reclusos era más bien escasa, aunque suficiente como para sentir afectos. Algunos conspiraban contra los guardas y hablaban de fugarse, pero lo hacían como quien planea un viaje de placer a un territorio en guerra. Pretendían encontrar una motivación, algo que les inyectase vitalidad para sobrevivir al encierro. El Hombre Tortuga, por contra, estaba dispuesto a asumir cualquier riesgo.
Aquella noche la vigilancia era escasa debido a una festividad. El momento ideal para fugarse. Cuando el guardián giró la llave para entrar de nuevo en la celda, los músculos del Hombre Tortuga se tensaron como las cuerdas de un arpa; el riesgo convertido en impulso nervioso. Escondido en la umbría esquina en la que le obligaban a sentarse cada vez que un celador entraba o salía de la celda, se colocó en cuclillas por medio de un gesto silencioso que tenía bien estudiado. Y en el instante en que su custodio se disponía a agacharse para recoger la bandeja vacía, sus piernas ejecutaron el movimiento que había ensayado durante tanto tiempo; un salto de metro y medio que le situó a la distancia precisa para propinarle al celador una patada en la boca. Un golpe certero que lo noqueó de manera fulminante. Acto seguido, le arrancó a su víctima el llavero que colgaba de uno de los pasadores del pantalón y salió al pasillo. Lo siguiente era liberar a Chen, el Hombre Árbol, su mejor amigo. El manojo contenía muchas llaves, tal vez treinta, quizá cincuenta, y descubrir cuál era la correcta no parecía tarea fácil, sobre todo porque el tiempo jugaba en su contra; a cada segundo que pasaba se incrementaban las posibilidades de que los vigilantes de la entrada principal miraran las pantallas y lo vieran pululando por los pasillos. De manera que se acercó a la celda de Chen, golpeó la puerta con los nudillos y le advirtió a voz en cuello que estaba buscando la llave y que pronto lo liberaría. El Hombre Árbol le informó de la existencia de una llave maestra que abría todas las puertas del internado. «Busca una llave roja con la letra M. Y si no la encuentras, lárgate y déjame aquí», le dijo. Había varias llaves rojas. El Hombre Tortuga las revisó una a una, pero no vio ninguna letra M. Las manos le temblaban y el tiempo pasaba como si el presente se conjugara en futuro; las graves consecuencias, la reclusión perpetua. La tensión era un agente atmosférico que le provocaba sudores fríos; grandes gotas resbalaban por su caparazón y terminaban cayendo al suelo. Y cuando su cerebro estaba a punto de colapsar, vio una letra M que en ese momento le pareció gigante, obvia. Pero la llave no era roja, sino naranja.