Este texto es un fragmento de

La diosa Zu-Tú

Oihana Basilio Ruiz de Apodaca

Ella tambor

Era un día feliz en el mundo al otro lado. Ni-Yo no sabía por qué, pero lo sentía en cada célula de su cuerpo. Vibraba todo su ser, al ritmo de panderos y trikitixas. El tambor de su corazón se aceleraba y el tam-tam constante que la acompañaba desde que había llegado a ese sitio oscuro hacía pulsar su pensamiento al son del otro mundo.

A Ni-Yo le gustaba bailar, rodar, jugar a hacer equilibrios sobre la cabeza y ponerse los pies en la oreja, aunque nadie la mirara; pero sabía que Zu-Tú la veía por dentro. Zu-Tú era la diosa del otro lado. Nadie que conociera le había podido mirar a los ojos, y los más curiosos habían desaparecido de su mundo para nunca volver.
Su mundo era oscuro, como el más profundo océano, pero Ni-Yo lo veía de los colores del arcoiris porque las leyes de la luz eran distintas ahí. Era un mundo pequeño, perfecto para hacer volteretas sobre el ombligo y observar la oscuridad de abajo arriba.

El otro mundo, sin embargo, era extraño. La diosa Zu-Tú intentaba explicarle los ecos que llegaban del más allá y algunas cosas importantes, como la existencia de peligrosas bestias que habían perdido los colores en batallas en blanco y negro. Pero también le había contado otros secretos, y conocía el sabor dulce de las bombas de nata y de las fresas maduras, y el olor de las violetas. La verdad es que Ni-yo no tenía ni idea de qué era una fresa, pero tenía que ser alguien muy divertido.

El caso es que era un día especial en el otro mundo y Ni-Yo no sabía por qué. Intentaba comunicarse constantemente con la diosa para que le explicara qué gran aventura desconocida se estaba librando a ritmo de tambores. Pero el tam-tam de su cabeza era más fuerte que nunca y no podía escuchar la respuesta.
Ni-Yo sabía perfectamente qué les pasaba a los curiosos y temía que los peligros del otro lado no la dejaran volver a su oscuro mundo de colores. Es más, tenía un miedo atroz a las bestias grises de las que tanto había oído hablar. Le gustaba demasiado el verde lima de sus pies y el amarillo ámbar de sus ojos.

Pero también era curiosa. Lo había sido desde que plantó su primera sonrisa en este mundo. ¡Y los tambores la estaban llamando! Quería que alguien viera el baile que tanto había practicado y hablar con las fresas maduras de algunas preguntas que la inquietaban.

Así que, ¿qué le íbamos a hacer? Ni-Yo se tiró de cabeza al otro mundo, que de tanta claridad parecía de un blanco radiante y, tras el grito de susto por tanta luz en sus pupilas, vio los ojos de la diosa Zu-Tú por primera vez. Amarillos, como la cerveza.



El arboldeón

En los albores de la Tierra solo había árboles, viento y música. Las briznas de hierba eran flautistas, los almendros tocaban el violín, las secuoyas el bajo y los olmos el fagot. Entre todo ese sonido, a veces estridente y otras melodioso, nació una encina, que tardó en crecer porque se entretenía con las piedras (se me ha olvidado mencionar que en los albores de la Tierra también había piedras; eran percusionistas). Cuando le tocó elegir su sonido, acostumbrada al viento en sus ramas y hojas, eligió uno de aire y madera, y colores de ajedrez; una rareza para el mundo en sus inicios. El abuelo sauce le avisó de que no cometiera ese error: estaba preocupado porque creía que tenía corteza de chelista. Pero ella estaba segura de que su cuerpo era de madera de acordeón.

Arboldeón, se llamó la encina, tenía poca paciencia y mucho tiempo, porque mientras sus amigos dormían sin hojas en invierno, ella seguía despierta y sola, esperando a poder jugar en primavera. Mientras tanto, sonaba con el viento, a tango, a romances afrancesados, y a bellows-shakes polacos. Los países todavía no habían surgido, pero su música sí. En las horas del invierno, con su limitada paciencia, exploraba intrépida sonidos nuevos, ritmos alocados y acordes prohibidos. No se sabía dónde empezaba la encina y acababa el fuelle de su instrumento. Y así pasaron los inviernos, y las raíces de Arboldeón se hacían profundas y fuertes.

Al despertar sus amigos, una primavera, Arboldeón percibió que ya no era parte de la orquesta, en la que su voz desentonaba entre los demás árboles, algunos ya con frutas y cerezas, muy típicas de la adolescencia. Sintió una punzada en su tronco, adelantándose unos siglos al desarrollo del acero y de las hachas afiladas, que tantos árboles cortarían en un futuro con menos música y más asfalto.

Sin saber muy bien qué partes de sus ramas o cuerpo le dolían, Arboldeón sacó primero unas raíces y luego otras, con un gran esfuerzo, puesto que estaban ya bastante profundas, para poder hablar con las puntas de sus pies. Así, estas le confirmaron que se le había agotado la última gota de savia, que era la base de toda la paciencia de los árboles.

Entendiendo este momento crucial en su vida y lo que significaba, la encina dejó su instrumento en el suelo, separando con cuidado el fuelle de sus hojas para no romper más ramas, y comenzó a andar. Partió a buscar otros mundos y aventuras, en los que su sonido no sonara tan extraño, ya que había entendido que lo diferente es a veces difícil de escuchar.

Pasó algún invierno, pocos en la vida de una encina, hasta que volvió a por su acordeón, ya que entendió que un árbol sin su instrumento es como la música sin silencios. Y desde entonces, en las noches más cálidas, se puede oír a Arboldeón bailando con el viento, en el encinar del Urdaibai, en un bonito rincón del mundo.




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