Este texto es un fragmento de

La espiral turca

Ermelinda Martín Duarte

Eran las 3.45 PM del día cuatro de octubre cuando Maya se disponía a tomar el autobús que la llevaría hasta el aeropuerto. Después de revisar una y mil veces que su billete estaba en su mochila, y tras asegurarse de la hora exacta de despegue, recogió del suelo una especie de amuleto colgante que acababa de caérsele de las manos. Fue tal la prisa y nerviosismo que optó por ponerlo en el interior de uno de esos bolsillos laterales poco antes de salir por la puerta de su apartamento.

Ya en el interior de ese gran avión y después de abrocharse el cinturón, mientras se daba golpecitos en el pecho para hacer circular unas pequeñas palpitaciones, recordó su colgante. Justo cuando lo tuvo en sus manos se percató de que se había desprendido de él una de las preciosas piedras que lo adornaban.  «No… Tuvo que pasarme ahora…». Y ahí hizo su aparición la indignación de sentir que siempre tiene que salirle algo mal. Ya era demasiado tarde para volver a casa. Por un momento notó el impulso de levantarse y bajar por las escalinatas, mandando al traste ese viaje tan esperado por ella pues tal era la influencia del valor sentimental que poseía aquel amuleto.

De por sí el riesgo de ir a un lugar así se vio incrementado por este imprevisto y a ello se sumó un esperadísimo ataque de pánico. Sus credenciales, seguridades y deseos se sintieron tambaleados.

«Después de tan buena terapia, me veo en la obligación de dejar un resquicio para mis miedos», pensaba triste y angustiada.

A sus veintiséis años siempre vio en el fondo de su ser algo mal puesto. A menudo tenía por estampa que su desarraigo emocional no era ni normal, ni positivo; hasta que se entregó en cuerpo y alma a una terapia profunda, como no, llevada a cabo por ella, con el valiente propósito de mirar cara a cara  ciertas sombras que hacía tiempo bloqueaban su capacidad de ser.

Y ahora, esta inesperada situación la estaba poniendo a prueba. Una profunda desesperanza y esas tremendas ganas de volver a casa, que trató de calmar como pudo, fueron sus compañeras durante todo el vuelo: «No me queda otra; aunque desprotegida, me llevo a mí misma».



No sin ciertos percances, que la terminaron de desproteger aún más, tomó tierra en Jaipur. Ya eran pasadas las diez de la mañana y a sus espaldas más de doce horas de vuelo con una escala en Ámsterdam y otra en Nueva Delhi. Ella junto a una gran mochila, una estera cuidadosamente enrollada y Pase de Vida, de Charles Cressi en la mano, se vio en la inmensidad de lo desconocido y percibió que jamás olvidaría ese retrato de sí misma. Por delante, no se sabe lo que sucedería.

Después de esa rápida pero intensa visión, pudo descifrar entre el devenir de la gente su nombre en un trozo de cartón, «Maya Kaine – Mich». Y lo más curioso: su portador no era nativo o, por lo menos, a ella no se lo pareció. No tenía los ojos rasgados, ni la piel de color aceituna tostada. Más bien le pareció un corre mundos tropical con pinta de maestro espiritual algo forzado, incluso desterrado.

En ese instante se preguntó por qué tuvo que imaginar que, en la otra cara del mundo, creería olvidar las secuelas sentimentales en las que derivó su afán de comprensión y el egocentrismo de Eric, su ex novio. Y lo sorprendente es que fueron sus arranques de tristeza y pesimismo los que ahora la conducían por tierras hindúes, un bloqueo bastante particular.

«Bueno; me espera Kalím», e inventándose el nombre dejó escapar un suspiro.

— Señorita, Kaine, ¿no es cierto? —Su apellido me ofreció una imagen de usted cuando los señores de la agencia me facilitaron sus datos. No me equivoqué: frágil y asustadiza, aunque no lo aparente.

Menudo recibimiento, pensó Maya.

— ¿Cuál es su nombre?

— Rick. Rick Renstron.

— ¿Es usted guitarrista? —ese era el nombre de un buen guitarrista y se atrevió a preguntárselo.

— No, ya no. Ahora toco el sitâr.

— Dígame, ¿de qué parte en concreto es usted?

— Vengo de Europa, de Gales.

— ¿Y su nombre? ¿A qué se debe su nombre?

— Mi deseo es que me lleve al campamento, por favor; o primero, ¿es obligatorio responder a todo un examen de mi personalidad? ¿Le pagan para ello? En realidad, ¿a qué se dedica usted?

— Lo siento señorita Kaine; mi labor es conocer a mis discípulos. Soy uno de los  monitores del campamento.

Y ahí estaba ella, sintiendo que nunca la iba a abandonar la sensación de que a veces no le gusta lo que dice. Y cómo el frío volvía a hacer el mismo recorrido por su espalda.



Cuando le seguía hasta su, se podría definir como vehículo, no podía reprimir un llanto interior que la aproximaba de forma ilusa y oscura a Eric. Nunca le gustó la crecida espiritualidad de Maya. Pero ella se vio acotada por dos de sus bloqueos: sus miedos y la hermeticidad de éste. Nada le hacía más daño que su división interior fuera expandiéndose por su necesidad de él. Un vacío que cada vez era más incomprensible para ella. Hasta que tomó la decisión de enfrentar su persona en soledad.

Pero en ese preciso momento se preguntó hasta qué punto estaba preparada para enfrentarse sola a ese propio ser. Miles de cosas se le pasaron por la cabeza en medio del trayecto hasta el campamento. Qué tendría que contemplar, qué cosas atisbarían de ella. ¿Sería capaz de sobrevivir a sí misma? Una cosa tenía clara y es que de las amarguras que le tocaron sentir y las que tendría que soportar, sólo ella sería responsable de crearlas. Contaba con la posibilidad de que esto ocurriera, de que se cuestionara sus decisiones aún cuando se sintiera inmersa en el entusiasmo de creer que esta vez despegaría de sus decadencias para sentirse fuerte e inquebrantable consigo misma. Y ahora lo notaba, lo estaba viendo. ¿Por qué siempre es así? ¿Por qué cuando no podía evitar perder la seguridad que le da el entusiasmo, sus creencias, su ser se tambaleaba? Volvía a tener miedo pero se esforzaba en no dejarse abatir por este. Ponía todo su empeño en reservar una mínima cantidad de confianza en que todo saldría bien.

Una vez en su tienda y terminando de acomodar su escaso equipaje, miró un claro en el oeste que no dudó en visitar. En medio de ese llano, flanqueado por raros árboles, una gran mole de piedra se alzaba sinuosa y en lo alto, a unos tres metros del suelo, una parte plana la coronaba. Dudó de si alguien la vigilaba, pero aún así decidió encaramarse. Apenas se apreciaba el campamento y el viento traía sonidos dispares.

Inmersa en el ambiente y en todo el manantial emocional que brotaba de ella, recordó de nuevo a Eric con nostalgia. «Quizás no tendría que haberle dejado; quien sabe si su frialdad me hubiese ayudado a crecer. Pero, ¿y resignarme al vacío de ambos corazones? Tal vez yo fui el motivo de su desapego hacia mí misma. De mi tan exquisita personalidad, ¿qué puede agradarle? ¿Qué puede agradar de mí?», se preguntaba con los ojos llorosos. Estaba cansada, agotada por el trajín aeroportuario y de sus sentimientos siempre sombríos.



El campamento no era muy extenso; lo conformaba cinco grupos de cuatro personas más el monitor. Era un campamento programado con la particularidad de que sus integrantes provenían de diferentes lugares y con edades y ocupaciones muy relativas.

Al anochecer y tras la toma de contacto con el lugar, cada grupo se encontraba situado en torno al fuego. El monitor – guía era el que presidía la pequeña reunión. Indiscutiblemente, el de su grupo era Rick. Los monitores se veían personas con potentes peculiaridades, patrones personales únicos, especiales, con gran carisma, de los cuales emanaba esa energía, casi luz, que proporcionaba pistas para, de alguna manera, pensar en la posibilidad de poder ser como ellos, siendo cada cual.

En torno al fuego, esa noche conversaron de muchas cosas; una amena conversación dirigida por Rick. Eran personas de culturas y modos de contrastes notables pero con objetivos similares: propiciar en sí mismos una sana expresión espiritual.

— ¿Qué te ha movido a hacer tamaño viaje hasta aquí, Ian? —preguntó el guía a uno de ellos.

Ian era un hombre de unos treinta años que provenía de Amberes, aunque sus raíces estaban en Turquía. Extravagante y algo desaliñado, con mirada soñadora y semblante meditabundo. Su respuesta fue larga pero muy poco aclaratoria. Hablaba de un mensaje guardado desde su otra vida y hacía especial hincapié en una luz, una luz espesa y hermosa que contemplaba con ojos cerrados en esta encarnación.

Maya muy confusa, no dejaba de preguntarse reiteradamente qué diantres hacía entre esa gente ignota. Las palabras de su compañero le sonaban a escarmentado aunque insatisfecho miembro de alguna secta.

Jaimee fue la siguiente en hablar; una mujer neocelandesa aparentemente emprendedora, ex propietaria de un rancho herencia de su padre que compartía con su hermano, para más tarde relegar las responsabilidades de éste enteramente a él. Terminó trasladándose a vivir al mismo centro de Hamilton, con su marido cuando estos se casaron, y radicalmente cambió su dedicación, aprovechando su tirón personal, y dejó de criar ganado para estudiar antropología. Su aspecto físico era, cuando menos, muy peculiar. Obviamente, de su papá australiano y su madre de origen maorí heredó una mezcla que la hacía una mujer bellísima. Ojos claros, tez morena y una voz recia aunque bien educada relató el motivo de su venida a Jaipur.

Maya, tímida, miraba al fuego presintiendo que la siguiente en explicarse sería ella,

— Y bien, señorita Kaine Mich… ¿cómo prefiere que se la llame?

— Maya está bien.

— De acuerdo Maya. ¿Qué inquietud te hizo pensar que tal vez venir aquí fuera a suponerte algo positivo?

Antes de responder hizo un breve silencio en medio de la expectante espera de los demás. El nerviosismo encendía su pecho y casi le costaban salir con naturalidad las palabras. De alguna manera pensaba que en aquella breve y personal descripción de sus motivaciones, esa noche se crearían juicios momentáneos o no de cada uno. Y sobretodo de ella porque así lo había creído siempre.

Intentó relajar la respiración y cuidar al máximo su forma de expresarse en aquel instante. Sintió algo muy curioso y es que le parecía que aquella mínima definición de ella misma no le pegaba ahora, en aquel lugar, con toda esa gente extraña. Es más, en ese momento no se sentía siquiera; estaba tan recluida en sí que lo único que podía ser era una especie de fortaleza cerrada a cal y canto, alejada y protegida de todo lo que proviniese del exterior. Pero algo tendría que contar y no iban a ser precisamente sus debilidades. Se dio cuenta que uno es solamente la libertad de ser; de menos, no se es nada. Maya era la más joven del grupo, y la más sentimental y soñadora, pero no por ello la más ingenua. Supo salir con vida de aquel primer difícil trago y, a diferencia de los demás, fue concisa y dejó a un lado sus relatos personales.

— Trato de mantener mi equilibrio interior pero a veces flaquean mis fuerzas porque se ven inmersas, en determinados momentos, en un juego de cuestionamientos sin aparente motivo. Quizás esta experiencia me ayude a ganar estabilidad en mi oscilante confianza

Ahí concluyó, dejando escapar un discreto suspiro de alivio.Una vez terminada la charla cada uno fue desintegrando el corro. Había unos más dicharacheros que otros y con escasa dificultad hicieron buenas migas desde el principio. Parecía como si se conociesen de toda la vida y aquella era la primera vez que se veían. Maya, tratando de suavizar a ojos de los demás su introversión, miraba y sonreía forzadamente a su alrededor. Por último el guía se acercó a su grupo y les dio las buenas noches pero añadiendo un breve mensaje.

— Deseo enormemente que utilicéis vuestro tiempo aquí de la manera que más os enriquezca y no olvidéis que sólo podréis aprender si permitís a vuestro ser aprender a su manera.

Terminó diciendo esto dirigiendo su mirada a Maya. «¿Podrá leer los pensamientos?», musitó su estremecido corazón.



Estiró una lona de color anaranjado y encima de esta su estera de rafia. En el interior de la tienda que le asignaron había dos mantas de lana. Pero no la desagradable, esa que pica cuando roza la piel. Eran unas mantas de lana fina y espesa, de color claro y una pequeña almohada de plumas. La noche estaba muy fresca pero aún así decidió arroparse del todo y dejar desplegada la pequeña escotilla de la parte lateral. Se desprendió cuidadosamente el colgante del cuello y lo colocó en el interior del mismo bolsillo de la mochila. Boca arriba y bien abrigada, con una mano reposando sobre su vientre y la otra a manera de almohada, dejaba fugar su mirada por el recuadro de tela, dando casualmente al carrito de estrellas que más de una noche velaban por ella mientras se fumaba el cigarrillo del hasta mañana. «Qué milagro. Al otro lado del mundo y contemplando el mismo cielo…».

Sabía que esa noche no podría dormir. Y también que no lo lograría en algunas más. Recordaba lo hablado aunque muy vagamente. Tan sólo de lo más llamativo para ella. Qué vidas serían la de aquellos, sus compañeros de grupo; qué vivencias habrían contemplado sus retinas y sentido sus corazones… Todos ellos se centraban en primar sus cosas. Unos alegremente, otros como si de una dramática película se tratara.                                

Pero ninguno ahondó más allá de sus apariencias. «Es como si todos transportásemos bloqueos sólo que ellos están estancados en la superficie de sus vidas y yo un poco más hondo», pensó Maya.

¿Por qué sentía que su vida no la acompañaba cuando se alejaba de lo que le era conocido? ¿Por qué no podía? La caída del Sol, y más estando lejos de lo suyo, siempre habían encogido la vitalidad vespertina que la caracterizaba; es como si el declinar diurno que se convierte en el ocaso fuera comprimiendo su lucecita interior hasta terminar de extinguirla. Al principio no investigaba qué contenía esa melancolía, ni a qué se debía, ni qué podría hacer para suavizarla. Tan sólo la sentía y se limitaba a seguirle la corriente. Pero Maya, al irse haciendo mayor, tomó por costumbre indagar en esos sutiles aspectos que siempre aparecían pero muy fugazmente se percataba de ellos, y ahora más que en otros periodos de su existencia se preguntaba y escudriñaba toda la información contenida en su ser. Era sumamente importante darle aliento a los trabes que a menudo permanecieron anquilosados en su alma y en su mente.

La mayoría de las veces recordaba algo que aprendió en sus primeras terapias: «si justificas tus limitaciones ciertamente las tendrás». Y ya no deseaba aprisionarse en ellas. Ese mecanismo de supervivencia se le había quedado obsoleto. Sin embargo, se fue tomando muy en serio levantar y salvar su personalidad, lo que la condujo a una exigencia agotadora consigo misma y, por ende, con los demás.

Su labor mental no se detuvo en toda la noche. 



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