Este texto es un fragmento de

La justicia del mendigo

Antonio Vidal

Martes, 6 de mayo de 2014



No estaba resultando una buena mañana. Llevaba sentado desde las once y en la cesta apenas había un euro dividido en monedas de cinco y diez céntimos, pero el buen tiempo actuaba de antidepresivo natural y en su esquina Ángel disfrutaba de otro magnífico día. Las condiciones climatológicas eran similares a las del día anterior. El Astro Rey pegaba con fuerza y una temperatura suave y agradable envolvía la ciudad. A medida que pasaba la mañana, un viento seco y racheado comenzaba a coger fuerza en las calles, por lo que tuvo que colocar una piedra dentro de la cesta para evitar que se la llevara el aire.



Tenía la esperanza de que su nueva amiga apareciera con otro delicioso bocadillo, sin embargo se acercaba la una y la simpática señora no hacía acto de presencia. Cuando todo indicaba que la jornada iba a transcurrir sin incidentes, aparecieron sus indeseados amigos. Desde la distancia se podían adivinar sus intenciones. Un paso rápido y unos rostros serios provocaban que tuviese ganas de levantarse y salir corriendo. Pero eso era algo que, de momento, estaba fuera de sus planes.



―Bueno, bueno, bueno… ―dijo el Gitano, esbozando una desagradable sonrisa. Lo recorría de arriba abajo con su penetrante mirada de ojos negros.

―¿Has visto a quién tenemos aquí? ―preguntó el rubio. Llevaba puesta la misma ropa del día anterior y sobre la cabeza una gorra negra con las siglas NYC.

―Parece que a nuestro amigo le va la marcha ―añadió el compañero.

Se detuvieron frente a Ángel.

El Alemán dejó en manos de su colega la mochila que portaba al hombro y se puso en cuclillas.

―¿Se puede saber qué cojones haces aún aquí?

Ángel no respondía. Lo miraba con la boca cerrada y mostrando un rostro serio con el que pretendía no mostrar debilidad.

El rubio carraspeó y, tras lanzar un escupitajo, prosiguió:

―Chico, me da la impresión de que no nos tomas en serio. Quizá no has captado lo que te quise decir ayer con la comparación que hice referente a las normas de tu casa. Lo enfocaré desde otro ángulo ―Se ajustó la visera de la gorra―. ¿Eres católico?

―A ratos ―respondió Ángel con frialdad.

―Entonces sabrás que en tu religión hay unos mandamientos, ¿verdad? En la calle sucede de la misma manera. Hay unas reglas y no me gustaría pensar que te las estás pasando por los cojones ―Hizo una pausa―. Entender esas normas puede marcar la diferencia entre vivir o morir.

―Hazme caso, amigo, te conviene desaparecer ―agregó el Gitano.

Pero el joven no tenía intención de ceder y lo dejó claro con las siguientes palabras:

―No me pienso marchar, ayer os transmití mi posición. No quiero problemas, soy como vosotros.

―¿Cómo nosotros? ―preguntó Karl, sonriendo.

El Gitano se contagió de la risa de su colega.

―No estoy en la calle por decisión propia. Simplemente intento sobrevivir ―indicó

Ángel entre sus risas.

A los pocos segundos dejaron de reír.

―En eso estamos de acuerdo ―prosiguió el Alemán―, y por ese motivo ayer te pedimos amablemente que no volvieras a aparecer por aquí. Por ese mismo motivo te lo estamos pidiendo hoy de nuevo.

―Te repito que no me voy a ir de aquí, así que si queréis este sitio, lo que tenéis que hacer es venir antes ―elevó el tono de voz con la intención de dejar bien claras sus intenciones.

―Veo que te esfuerzas mucho por mantenerte en esta esquina, pero te recomiendo que no malgastes tus energías en empezar una batalla que no puedes ganar. Levántate de aquí ahora mismo y márchate ―ordenó el Alemán.

La sonrisa del Gitano desaparecía y su rostro se tornaba serio. La situación estaba tomando un feo cariz.

―No ―dijo Ángel, contundentemente.

El Alemán cerró los ojos y comenzó a pasar los dedos por su poblada perilla. Su respiración era pausada, intentaba mantener la calma. Tras unos segundos sin articular palabra, lanzó un resoplido y retomó la conversación.

―Rafael, ¿te acuerdas de lo que pasó cuando me dijiste que no me dabas estas botas militares? ―Agachó la cabeza para mirarse los pies.

El Gitano alzó sus manos y se las mostró al joven.

―¿Sabes contar? ―preguntó, esbozando una sonrisa adornada con algunas piezas dentales de oro. En la mano izquierda le faltaba el dedo corazón―. De un bocado me lo arrancó.

―Bien, ¿piensas marcharte ahora? ―volvió a preguntar el Alemán.

―Te he dicho que no.

Los colegas se desesperaban ante la tenacidad del joven.

―Está bien ―dijo el Alemán. Reflexionó y prosiguió―. Creo que ya es hora de que te enseñe algo ―Se desabrochó los botones de los puños de la chaqueta vaquera y comenzó a remangarse tranquilamente con sus rudas y resecas manos. En su antebrazo izquierdo, lleno de cicatrices de lo que parecían ser cortes de navaja, pinchazos de agujas y alguna que otra quemadura, descubría el tatuaje de una cruz gamada.

«Perfecto. Un puto nazi», pensó Ángel.

Con la mano derecha, Karl se acarició el descolorido tatuaje. Miró al joven clavándole su intensa mirada de ojos azules.

―Maravilloso, ¿no crees? ―preguntó, mostrándole el antebrazo. Parecía orgulloso de su marca.

Ángel se tomaba su tiempo antes de responder. Era más que evidente que el tatuaje había provocado un cambio de actitud en él. Tragó saliva y respondió:

―Horrible.

―Por tu reacción diría que aterrador. Huelo el miedo, chico, y lo estás emanando a borbotones ―Con la misma tranquilidad con la que se remangó, comenzó a extender las mangas de la chaqueta para ocultar el tatuaje.

―¿Miedo? No me asusta un garabato que representa a una empresa de enfermos mentales asesinos ―contestó Ángel en un intento por esconder algo que era innegable: estaba asustado.

El rostro del Alemán no podía disimular la ofensa por las palabras del chico.

―En ese caso, creo que deberías echarle un vistazo a mi amiga.

El rubio desabrochó los botones de la chaqueta vaquera para introducir su mano en el interior. Con los dedos tiraba de algo que tenía guardado. La hoja de una navaja, que parecía tener restos resecos de sangre, se asomaba. Su amigo el Gitano se reía del rostro de pánico que mostraba el joven.

―Mira que cara ha puesto ―dijo el rubio, sonriendo―. Me parece que ya va entendiendo de qué va el asunto.

El Gitano reía a carcajadas.

Ángel, difícilmente podría contener su pánico. «Esto sí es un buen motivo para preocuparse», pensó al ver la hoja de la navaja cuyos bordes presentaban irregularidades. Era más que evidente que no se trataba de una simple maniobra de intimidación, puesto que se apreciaba que estaba muy usada. El miedo que le invadía era incontrolable y sus ojos le delataban. No sabía a dónde mirar.

El Gitano puso la mano sobre el hombro de su amigo para alertarle de la llegada de un coche patrulla de la Policía Nacional.

El Alemán percibió el aviso y se ponía de pie con normalidad.

«Parece ser que siempre pasan por aquí a la misma hora», pensó Ángel al ver el monovolumen Citroën acercarse.

Karl decidió que había llegado el momento de marcharse, aunque no sin antes lanzarle un ultimátum:

―Se acabaron las oportunidades. He tenido demasiada paciencia y lo único que me queda es decirte una cosa: encontraré tu guarida y acabaré contigo. Es una ciudad demasiado pequeña y no te podrás esconder de mí. Tengo ojos en todas partes.

Ángel captó la amenaza pero optó por no responder, ya que no ganaría nada provocando a sus peligrosos instigadores.



El coche patrulla se iba acercando y el agente que conducía, al percatarse de que algo estaba sucediendo, aminoró la marcha al pasar por el lado de los hombres. El policía escondía su mirada tras las gafas de sol, pero no podía disimular que les estaba vigilando. El Alemán levantó la mano en señal de saludo y el agente se lo devolvió sin gesticular ni un músculo de la cara.



La pareja de indigentes se alejaba de la esquina ante la atenta mirada de los agentes. Ángel permanecía sentado y la presencia de la autoridad le permitió al joven darse un respiro.



El policía detuvo el coche patrulla en la esquina del colegio con el motor en marcha. Cuando el Alemán y el Gitano desaparecieron de la calle, el vehículo reanudó la marcha y realizó un cambio de sentido para detenerse en la acera del parque donde Ángel estaba. El joven agente que conducía se apeó. Tenía una estatura media, rozaría el uno setenta y cinco, y por la silueta que dibujaba el uniforme parecía tener una complexión atlética. Dio unos pasos para situarse justo en frente del joven mendigo.

―Buenas tardes, señor ―saludó el agente de pelo corto moreno y peinado moderno. Se mostraba serio y su rostro de tipo duro enfatizaba ese gesto.

―Buenas tardes, agente ―correspondió Ángel.

―Inspector Adrián Villalobos ―matizó―. ¿Me permite su identificación?

―Por supuesto ―«¿Inspector? No creo que llegue a los treinta», pensó Ángel cuando el agente le informó de su rango. Cogió de su lado la mochila y del bolsillo pequeño extrajo su documento de identidad. Se puso de pie y se situó frente al agente. Tenían prácticamente la misma estatura. Le cedió el documento al inspector y éste a su vez se lo entregó por la ventanilla a su compañero.

―He visto que es usted nuevo por aquí ―señaló el inspector.

―Sí, señor.

―No debería decírselo, pero le conviene saber que en la calle hay unas normas.

―Sí, ya he oído algo al respecto.

―Entonces le aconsejo que las tengas muy en cuenta si no quiere tener problemas.

―Gracias por la recomendación, inspector.

―No hay de qué ―Lo escrutó con la mirada―. Necesitaré examinar sus objetos personales.

―No hay ningún problema ―Puso en las manos del policía la mochila.

El agente, tras ojear el interior, comprobó que no contenía nada fuera de lo normal: algo de ropa sucia, restos de comida, una botella de agua por la mitad, un bolígrafo, unas hojas sueltas, y una pequeña navaja multiusos de apenas siete centímetros. En el fondo quedaban algunos objetos que parecían no tener gran relevancia.

―¿Para qué usa esto? ―preguntó el policía mientras giraba la herramienta multiusos.

―Para abrir botellas, cortar cartones, recortarme la barba…

―No sé por qué casi todos lleváis una de estas ―La volvió a guardar dentro de la mochila.

«No hay nada de alcohol, qué raro», pensó el inspector. Posteriormente, le pidió al compañero que le diese un par de guantes de látex para registrar al joven mendigo. Después de un breve y superficial cacheo concluyó que no había nada que objetar.

―Inspector. Está limpio, no tiene nada pendiente ―dijo el compañero que se encontraba en el interior del vehículo.

El inspector volvió a guardar todos los objetos que extrajo en el interior de la mochila y le devolvió el documento de identidad. Volvió a dirigirse al mendigo:

―Sé que Carlitos le está reclamando su sitio.

―¿Carlitos?

―El Alemán. Su nombre es Karl, Karl Hartmann, pero por aquí lo conocemos como Carlitos.

―La verdad es que no le conozco, no sé quién es, pero por algún motivo se ha empeñado en molestarme ―dijo Ángel mientras guardaba la documentación y cerraba la mochila.

―Se lo he dicho hace unos minutos: en la calle hay unas normas no escritas. Veo que es usted nuevo en este mundo y le voy a informar de cómo funcionan las cosas por aquí. En primer lugar le voy a decir el motivo por el cual no le cae bien: ha ocupado su esquina.

―¿Ocupado?

―Le recomiendo que se busque otro lugar. Hay miles de esquinas en la ciudad y no le conviene tener problemas con él.

―Lo siento, inspector. Me gusta esta esquina. Es una zona tranquila y la gente es muy amable conmigo. Usted sabe lo dura que es la calle, y si en este lugar estoy a gusto haré todo lo posible por mantenerlo.

―¿Incluso poner en peligro su vida?

El mendigo mostró rostro pensativo. No respondió.

El inspector continuaba con la advertencia.

―No sabe dónde se está metiendo.

―No molesto a nadie, simplemente intento salir adelante. Se equivoca si piensa que estoy en la calle por placer.

―Desconozco los motivos que le han llevado a acabar así ―Hizo una pausa y miró alrededor―. Déjeme que le cuente una historia.

―Le escucho, inspector.

―Antes de que el Alemán llegara a la ciudad, aquí solía ponerse otro indigente, un señor muy amable y conocido en la ciudad: Antonio Malia, empresario de unos sesenta años. Era el dueño de los bares y restaurantes más prestigiosos de la ciudad.

―No había oído su nombre hasta ayer. Una agradable señora me contó algo acerca de él.

―Debería conocerle, por lo que he visto en su DNI es usted natural de Cádiz, nació en el 78. ¿Cierto?

―Cierto, pero desde hace unos años he tenido cosas más importantes de las que preocuparme.

―Pues como le decía, muy pocos saben cómo acabó. La cuestión es que debido a la crisis, y a una serie de inversiones poco afortunadas, entró en una delicada situación económica. Veía como sus beneficios decrecían y no tenía más remedio que compensar las pérdidas ejecutando despidos. Todos estos problemas, unidos a un desgraciado accidente de tráfico que le arrebató a su hija de veinte años, hicieron que el hombre se escondiera en la bebida. Su adicción al alcohol crecía de manera exponencial y perdió el control de su vida. Acabó en la calle.

―¿Y qué tiene que ver él en todo esto?

―Ahora mismo lo sabrá. La cuestión es que Antonio Malia solía ponerse aquí, justo donde está usted ahora ―Miró al suelo con rostro reflexivo―. Pero las cosas se le complicaron más cuando apareció Karl Hartmann. Tuvimos que intervenir en varias ocasiones por trifulcas entre ambos.

―Parece ser que no soy el único que tiene problemas con el Alemán.

―Eso no es todo. Un día, Antonio dejó de venir, mejor dicho desapareció. Desde entonces era Karl quien ocupaba este lugar.

―Entiendo.

―Unos días después, si no recuerdo mal a finales de mayo del año pasado, recibimos el aviso de una persona que estaba pescando en la bahía. En la llamada de emergencia nos alertaba de que desde su bote veía un bulto sospechoso en la orilla. Al acudir a la zona encontramos el cuerpo de Antonio Malia varado.

―Eso es horrible.

―Tras la autopsia los forenses decretaron una muerte por asfixia. Encontraron un trozo de tela obstruyéndole el esófago.

Ángel tragó saliva.

El agente miró al cielo. Lanzó un suspiro y bajó la mirada.

―No tengo gratos recuerdos de aquel día. Cádiz solía ser una ciudad tranquila pero las cosas cambian, todo cambia.

―No puedo estar más de acuerdo con usted, inspector. Mi situación actual es un fiel reflejo de esa afirmación.

―Karl Hartmann es un sujeto muy peligroso. No le conviene enfrentarse a ese individuo, porque si descubre donde pernocta tendrá un grave problema ―dijo en claro tono de advertencia.

―Y si es tan peligroso, y sospechoso de asesinato, ¿qué hace en la calle?

―En ningún momento he dicho que sea sospechoso de asesinato. De cualquier forma, hace falta algo más que una teoría para meter a una persona en la cárcel ―respondió el policía.

―Inspector, tenemos un aviso ―dijo el veterano compañero desde el interior del coche interrumpiendo la conversación.

―Gracias por sus consejos, meditaré sobre ello ―señaló Ángel.

―Usted sabrá lo que hace ―le dijo el inspector mientras se dirigía al interior del vehículo.



El coche patrulla encendió las luces prioritarias y se alejó de la esquina a gran velocidad.

Ángel volvió a sentarse. Las palabras del joven inspector le dejaron inmerso en un profundo estado de preocupación. Recordaba las palabras que su amiga le dijo sobre el Alemán, los consejos del amable hombre que estaba sentado en el parque el día anterior, y ahora una clara advertencia por parte de un inspector de la Policía Nacional. «Parece que el nazi no se anda con chiquitas», pensó. Estaba claro que Karl Hartmann era un tipo verdaderamente peligroso, y tendría que vigilar cuidadosamente sus pasos si no quería acabar mal.




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