Introducción
-Tienes que ir a verla, te vas a sentir muy identificado.
Supongo que casi todos los que tenemos cierta edad y una relación más o menos intensa con la música recibimos algún mensaje de este estilo cuando se estrenó la película “Alta Fidelidad”, en 2000. Basada en la novela homónima de Nick Hornby, en ella se narra la cómica vida de Rob Gordon, el propietario de una tienda de discos obsesionado con la cultura pop y aquejado de un grave problema de inmadurez, pese a contemplar ya la cuarentena desde sus 35 años. Deambula entre el romanticismo del fan mitómano, el cinismo sentimental y lo puramente grotesco. Acompañado de otros dos inadaptados sociales, dotados del mismo amplio y absorbente conocimiento de la música, ve cómo el mundo avanza a su vera. Mientras él sigue viviendo en círculos, como la espiral de un disco de vinilo que no va a ninguna parte.
En un momento del filme Rob critica a sus padres, porque le dicen que prefieren ver una película en casa que en el cine. Supongo que afilaría el verbo conmigo si supiera que esperé a su salida en dvd para darle el zarpazo a su historia. Y lo hice, además, sin la lectura previa del libro, algo que se supone que un fan comprometido con la causa debería haber hecho con anterioridad. La verdad es que la peli me gustó muchísimo y sí, me vi muy reflejado en muchos momentos. Era algo «muy de melómano», ya sabes. No es que resultase imprescindible, pero lo entendías todo mucho mejor con el respaldo de una amplia colección de discos, poniéndole banda sonora a tu vida. Vamos, que Rob era uno de los nuestros.
En el piso que compartía entonces con tres compañeros que rondábamos los 25 se convirtió en mítica. La vimos un montón de veces. Nos partíamos de risa. Conocíamos a tipos exactamente iguales que los que salen en la película. Desde el arrogante e inaguantable Barry, que agredía al mundo con sus conocimientos musicales, al tímido patológico Dick, que hablaba para los botones del cuello de su camisa. También conocíamos a mujeres como Charlie, infinitamente más guapa que los chicos “interesantes” con los que se enrollaba y eclipsaba totalmente. Y como Laura, esa novia sensata de paciencia infinita que nadie sabe muy bien qué hacía con un tipo así de infantil. Al final, terminaba por irse con otro o lo empujaba definitivamente a la madurez. Quizá ambas cosas.
Supongo que, en el fondo, nos sentíamos un poco como Rob, tíos girando en el surco cerrado del elepé de la postadolescencia sin una dirección muy clara, pero sintiéndonos a ratos especiales. Porque escuchábamos a Primal Scream, descubríamos nuevos grupos como The Beta Band que casi nadie conocía y creíamos que teníamos la llave de un conocimiento supremo que nos otorgaba un poder especial. Sentíamos la música de un modo más intenso que aquellos amigos de tu novia, anodinos y previsibles, que te invitaban a cenar como a Rob. En el mejor de los casos, tenían recopilatorios de Supertramp y el “Alchemy” de Dire Straits. Los mirábamos a veces con ridícula condescendencia. Cuando en realidad tenía que haber sido al revés. Y seguramente lo fue.
Recientemente, me tropecé con el filme en el canal TCM y un contexto radicalmente diferente al de entonces: en mi casa familiar, con cuarenta y tantos años. Su visionado me impactó mucho, haciéndome pensar. Especialmente, en lo poco identificado que ahora me siento con ella y con ese Rob que aparecía en la pantalla: un hombre taciturno con problemas de sociabilización, acomplejado con el mundo que lo rodea y con un pavor atroz al compromiso. Clasifica novias como discos, adora vinilos como si se tratasen de sus hijos y es capaz de cosas tan macabras como fantasear en el funeral de su suegro con las canciones que desearía que sonasen en el suyo. Una auténtica caricatura.
Cuesta encontrar el enganche con todo ello en la actualidad y me sorprende haberlo encontrado tan claramente entonces. Quizá se deba a que éramos un poco así, fans enfermizos que pensamos que la música era lo más importante de todo y que se podía vivir eternamente en ese mundo de ediciones limitadas, rupturas sentimentales maceradas en temas de Springsteen y cintas recopilatorias con lujuriosas intenciones encartadas entre baladas de terciopelo. Entonces, cuando alguien me decía que había pensando en mí viendo el filme, me sentía secretamente halagado. Hoy, horrorizado, seguramente preguntaría: ¿de verdad que soy así? Y, ojo, que nadie saque conclusiones equivocadas: la música sigue ahí, sonando maravillosa. Pero de otra manera. Creo que bastante mejor. Me apuesto a que Rob, de seguir el camino que parecía marcar al final de la película, incluso pensaría lo mismo hoy en día.
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Finales de marzo de 2020. Nos encontramos en pleno confinamiento por la crisis sanitaria del coronavirus, sin saber muy bien qué ocurrirá cuando todo termine, si es que termina algún día. Como todos, creo, intercalo estados de aparente normalidad con episodios de miedo, mientras la incertidumbre se ha convertido en el pegamento de este vaivén emocional recluido en el hogar. Pienso en las situaciones dramáticas de los mayores de mi familia, sin poder siquiera visitarlos. Pienso en mi futuro y el de mi mujer, en la mitad de nuestra vida con mucho por hacer y bastante por deber. Pienso, por supuesto, en mi hija y mi hijo, los que mejor lo están llevando para sorpresa de todos. Supongo que lo mismo que la gran mayoría.
Pero, una vez más, me tropiezo en las redes sociales con un comportamiento común a todas las otras crisis que he vivido. Veo que ha asomado la cabeza, entre mis contactos ligados a la música, uno de esos grandes problemas que solo existen ahí, en el submundo de los melómanos. Muchos lamentan que el “Resistiré” del Dúo Dinámico se haya convertido en el himno del encierro. Se quejan de la «pésima banda sonora» que va a quedar de esta crisis. En la mayoría de los casos chorreando ironía, la que supuestamente certifica una mayor agudeza en quien la repudia que en los que entregan su corazón a la canción. Algunos incluso lo extienden más allá, comparando el poso cultural de otras tragedias con lo que supuestamente quedará de esta en el futuro. Pienso para mí, un poco avergonzado, que nos queda mucho para tocar fondo, si estamos con estas historias en un momento como este.
Ayer, en el supermercado, estuve hablando con Rosa, una de las empleadas. Me contaba cómo está viviendo todo esto. Yo le expuse mis miserias particulares. Ella las suyas. «Hay que ir tirando, no queda otra», me decía. Como siempre, apelé a una fórmula que me suele dar resultado en tiempos de crisis: «Los que estuvieron antes lo pasaron bastante peor y espero que los que vengan vivan mejor que nosotros». Me contó que su padre había ido al mar con once años. El mío estaba en una mina con 15. Quejarse por estar encerrado en una casa con calefacción, Netflix y comida suficiente en la nevera nos parecía una frivolidad. Ya no digo nada si el problema es la canción que espontáneamente se convirtió en el símbolo sonoro de esta locura en la que estamos metidos.
Pero llegas a casa, pones el Facebook y te encuentras el gran debate en plena ebullición. De lo vergonzoso que va a ser pasar a la historia con el Dúo Dinámico de sintonía oficial. De que, a lo mejor, había que usar “Victoria” de los Kinks, “Autosuficiencia” de Parálisis Permanente o, cómo no, el “I Will Survive” de Gloria Gaynor. Algo «de más calidad», en definitiva. Algo digno del autoproclamado «buen gusto», por resumir. Aparte de lo absurdo que resulta pretender convertir un tema en inglés en una canción emblema para un tema que nos afecta a todos (a mi hijo y a mi padre, separados por más de 80 años), el hecho de estar discutiendo por esas cosas pide que alguien abra la mano y nos dé un bofetón a todos. Pero grande. A mí también, que al final, pese a intentar resistirme, he participado en el debate dando mi “valioso” punto de vista.
No lo voy a decir ahora. Podría provocar un incendio en las redes sociales y hace mucho que he tomado la posición de bombero al respecto. Lo guardo para cuando se publiquen estas líneas, si es que se llegan a publicar. Estará todo más calmado y esto será una pequeña anécdota perdida en el olvido. Seguramente hayamos aprendido unas cuantas lecciones de vida y nos hayamos convertido en mejores personas. O no, puede que nos encontremos varios pasos adelante en nuestra carrera a la meta de la idiotez total.
Mientras, la música habrá sonado y sonado. Aunque no se trate de lo más importante, siempre estará ahí, envolviéndolo todo. Incluso el absurdo. Y qué bueno que así sea.