Este texto es un fragmento de
La niña que llegó con un futuro bajo el brazo y otros relatos seudomaternales
Marta Pérez Arellano
COSAS DE CASA
I.
Los días posteriores al parto me resultaron especialmente duros debido a la falta de sueño.
Hubo noches en que el cansancio era tan extremo que me aquejó una especie de sonambulismo verbal que me hacía hablar dormida con los ojos abiertos. Así, por ejemplo, una vez confundí a Gianni con una enfermera, y en varias ocasiones afirmé rotundamente tener a mi hija encima... a pesar de que ella dormía a pierna suelta a medio metro de mí.
A tal punto llegó la cosa que la siesta se convirtió en nuestra casa en asunto de estado.
Los días posteriores al parto me resultaron especialmente duros debido a la falta de sueño.
Hubo noches en que el cansancio era tan extremo que me aquejó una especie de sonambulismo verbal que me hacía hablar dormida con los ojos abiertos. Así, por ejemplo, una vez confundí a Gianni con una enfermera, y en varias ocasiones afirmé rotundamente tener a mi hija encima... a pesar de que ella dormía a pierna suelta a medio metro de mí.
A tal punto llegó la cosa que la siesta se convirtió en nuestra casa en asunto de estado.
II.
Estoy en casa preparando la comida, un ojo en el cazo y otro puesto en mi hija, que juega sobre una esterilla junto a la puerta, cuando suena el timbre.
Estoy en casa preparando la comida, un ojo en el cazo y otro puesto en mi hija, que juega sobre una esterilla junto a la puerta, cuando suena el timbre.
Es un operario que viene a revisar la lectura del contador del agua. Saluda sonriente y, de camino a su destino, se detiene a observar a Nahia. «¡Ya verás cuándo empiece a dar guerra!», me advierte, haciendo referencia a cuando comience a andar.
«Gracias», «gracias», nos despedimos cordialmente y yo me quedo allí preguntándome qué significa eso de que una niña dé guerra, y si en verdad es algo malo, o más bien un síntoma de salud.
«Gracias», «gracias», nos despedimos cordialmente y yo me quedo allí preguntándome qué significa eso de que una niña dé guerra, y si en verdad es algo malo, o más bien un síntoma de salud.
III.
Por las noches, cuando mi hija finalmente se duerme, recojo la mesa, que tras la cena asemeja un campo de batalla; el baño, que ha quedado empantanado, y los juguetes desperdigados por el suelo.
Mientras ordeno, me digo que nuestra hija es como un tifón de vida, cuyo caos hubiera que ordenar cada noche, antes de dormir.
IV.
Es curioso: desde que Nahia nació, no hago ni caso a las plantas. Si no fuera por mi compañero, ya habrían fallecido todas de inanición, porque en todos estos meses no las he regado ni una sola vez.
Supongo que mi inconsciente considera que ya tengo demasiadas vidas a mi cargo.
Es curioso: desde que Nahia nació, no hago ni caso a las plantas. Si no fuera por mi compañero, ya habrían fallecido todas de inanición, porque en todos estos meses no las he regado ni una sola vez.
Supongo que mi inconsciente considera que ya tengo demasiadas vidas a mi cargo.
V.
Para conciliar el sueño, mi hija ejecuta complejos rituales que solo ella domina.
A veces gira sobre sí misma, cambiando repetidamente la posición de la cabeza por la de los pies. Otras, agita con furia algún objeto, o araña las sábanas a conciencia mientras observa sin pestañear un punto fijo. En ocasiones, se balancea rítmicamente mientras frunce jocosamente la nariz.
Para conciliar el sueño, mi hija ejecuta complejos rituales que solo ella domina.
A veces gira sobre sí misma, cambiando repetidamente la posición de la cabeza por la de los pies. Otras, agita con furia algún objeto, o araña las sábanas a conciencia mientras observa sin pestañear un punto fijo. En ocasiones, se balancea rítmicamente mientras frunce jocosamente la nariz.
Algunas noches llora a pleno pulmón durante un rato, deshaciendo, imagino, los nudos que se le han ido aferrando durante el día.
En un momento que invariablemente me pilla por sorpresa, se queda dormida en la postura más inverosímil, como solo puede hacerlo quien no tiene ninguna cuenta pendiente.
En un momento que invariablemente me pilla por sorpresa, se queda dormida en la postura más inverosímil, como solo puede hacerlo quien no tiene ninguna cuenta pendiente.
VI.
Escucho el segundero del relojito de la estantería con su lento golpeteo (tic tac, tic tac) y un perro que ladra allá en la plaza, tras la ventana.
El sol se ha marchado hace rato.
Mi hija duerme la siesta y un silencio melancólico recorre la casa.
El libro que tengo entre manos está durando siglos.
Otra tarde de domingo que se deja desfallecer.
El sol se ha marchado hace rato.
Mi hija duerme la siesta y un silencio melancólico recorre la casa.
El libro que tengo entre manos está durando siglos.
Otra tarde de domingo que se deja desfallecer.
VII.
La sombra de un pie se recorta, repentina, contra la oscuridad de la noche. Un pie que se agita. Una mano que lo coge. De pronto ambos pies se mueven con determinación y ambas manos les siguen el ritmo. Suena un bostezo, balbuceos,... y un in crescendo de risitas y sonidos varios.
Serán las dos, las tres, quizá las seis de la mañana.
La sombra de un pie se recorta, repentina, contra la oscuridad de la noche. Un pie que se agita. Una mano que lo coge. De pronto ambos pies se mueven con determinación y ambas manos les siguen el ritmo. Suena un bostezo, balbuceos,... y un in crescendo de risitas y sonidos varios.
Serán las dos, las tres, quizá las seis de la mañana.
Pienso que sería bonito no tener tanto sueño ni el despertador acechante en la mesilla para disfrutar con mi hija de su intempestiva celebración.
VIII.
Las ventanas de nuestro salón dan a una plazoleta anodina rodeada por un montón de edificios altos de ladrillo que se asemejan, vagamente, a los muros de una penitenciaría. En el centro, algunos árboles raquíticos y unos cuantos columpios deslucidos saludan tristes al sol y a la lluvia.
Cuando comencé con la lactancia, compramos un sillón con reposabrazos. Tras varias pruebas, quedó estratégicamente colocado de cara a la ventana, en un punto a suficiente distancia como para que cuando levanto la vista solo se vean los tejados, la colina arbolada que sobresale al fondo y el cielo surcado de nubes.
Y es que, muy a menudo, el quid de las cosas está en la perspectiva.
Las ventanas de nuestro salón dan a una plazoleta anodina rodeada por un montón de edificios altos de ladrillo que se asemejan, vagamente, a los muros de una penitenciaría. En el centro, algunos árboles raquíticos y unos cuantos columpios deslucidos saludan tristes al sol y a la lluvia.
Cuando comencé con la lactancia, compramos un sillón con reposabrazos. Tras varias pruebas, quedó estratégicamente colocado de cara a la ventana, en un punto a suficiente distancia como para que cuando levanto la vista solo se vean los tejados, la colina arbolada que sobresale al fondo y el cielo surcado de nubes.
Y es que, muy a menudo, el quid de las cosas está en la perspectiva.
IX.
Le leo a mi hija un cuento.
Ella, que nada sabe aún sobre el fetichismo del libro -objeto de culto que los mortales no debemos osar estropear- se lanza sin decoro a internar mordisquearlo.
Tan joven, y ya saborea la lectura...