Este texto es un fragmento de

La perla se convirtió en muro

Kike Gómez

Introducción

—No es la voz de su conciencia, ni tampoco un angelito…

La voz del Capitán me sacó de mi primer sueño en el vuelo AMX 022 que me llevaba a Ciudad de México donde enlazaría con otro que me transportaría a Tuxla Gutiérrez. En la capital de Chiapas cogería un autobús que me acercase hasta San Cristóbal de las Casas para ya, desde allí, por fin alcanzar mi destino final: Tapachula.

Si me preguntasen por esta ciudad unos meses antes no sabría si me estaban tomando el pelo. Y si me aseguraban que no, que me estaban hablando de un lugar real, ni siquiera sabría por qué página abrir el atlas para situarla. Jamás había oído hablar de ella. Tapachula era un lugar completamente desconocido para mí, con un nombre que al oírlo pronunciar me evocaba más la trama de una estrambótica telenovela, que algo parecido a la realidad que después me encontré allí.  

Me di cuenta en cuanto bajé del autobús, ya en la estación con el letrero de Tapachula pintado en blanco sobre la cubierta de las dársenas, después de un golpe de humedad tropical del atardecer. Lo percibí al salir de la cochera y al dar mis primeros pasos por las calles que la circundaban. Esta ciudad del sur de México es una de esas ciudades por las que transita la historia de una manera tan clara que da vértigo. Es uno de esos lugares cuyo nombre apenas aparece en los medios de comunicación, y que con el tiempo ni siquiera asomará en los libros de historia, pero que, sin embargo, será el arquetipo perfecto para ilustrar un período tan importantísimo de nuestra época. Será el ejemplo fehaciente, para generaciones posteriores, con el que explicar el flujo migratorio que está marcando el comienzo del siglo XXI.

En Tapachula está la Estación Migratoria más grande de todo México y de toda Latinoamérica. Es un lugar de paso obligatorio para las cientos, miles, ¿millones? de personas que cada año quieren llegar hasta los EEUU no solo de Centroamérica. Es el punto donde colombianos, venezolanos, congoleños, angoleños, mauritanos, hindúes, cubanos, haitianos... tienen que detenerse hasta aclarar los motivos por los que han cruzado la frontera sur de México sin papeles Si consiguen que no les deporten saldrán a la calle y quedarán allí varados durante semanas o meses hasta que la burocracia legalice su situación, de modo que puedan continuar su marcha al norte.

Las historias que relatan sobre las condiciones en el interior de esa prisión camuflada son estremecedoras, pero una vez fuera la vida no es mucho mejor.

Bajo ese panorama, las estampas que me encuentro en Tapachula me remiten a otras imágenes que atesoro en mi memoria gracias a películas, libros o fotografías: el bullicio de las calles de Shanghái o de Hong Kong en los años 30 y 40 del siglo pasado; los alrededores del puerto de Nueva York en los años fuertes de la migración americana a finales del XIX y comienzos del XX; las ciudades mineras durante la fiebre del oro en el Oeste americano... Miles de personas con el color de piel de diferentes tonalidades, acentos e idiomas diferentes, ropas diferentes, cortes de pelo diferentes… paseando solos o en grupos por las calles de acá para allá o sentados en el parque o a la puerta de un humilde puesto de comida con la mirada perdida, reflejando la concentración, la obsesión que coloniza su mente y por la que solo pasa un objetivo muy claro, una meta. La población local los mira con recelo e incluso miedo, mientras que nuevos comercios abren al albor de la nueva clientela, rompiendo con la monotonía acostumbrada.  

Tapachula es un baúl escondido entre el polvo de un desván desvencijado que oculta decenas, cientos de vidas, silenciosas y discretas, que están escribiendo la historia de nuestro tiempo. Solo hay que tener un poco de curiosidad que anime a alzar la tapa para escucharlas con paciencia y así descifrar todo lo que tienen que decir.

Aunque temo que pronto ya no habrá libros ni películas de aventuras protagonizados por niños y niñas que suban al desván de sus abuelos para desempolvar un baúl o un armario lleno de reliquias y de historias antiguas que den inicio a una fascinante historia de crecimiento, yo no pude resistirme a hacerlo.

Últimamente hay una tendencia a denostar la memoria como si fuese una anciana que chochea y que no sabe lo que dice; que miente y que por eso fuese lo peor: el mal. El pasado se vende como algo aburrido, lento, mentiroso y poco estimulante en comparación con la excitación de un futuro frenético e intrigante donde todo lo que se vislumbra es la única verdad verdadera.

Es un cliché, pero creo que por ello no deja de ser cierto: si no conocemos la historia, estamos condenados a repetirla. Muchos se empeñan en no ver paralelismos entre nuestro presente y lo acontecido unos siglos o décadas más atrás; en creer que nuestra generación es única y exclusiva, salvaguardada de cualquier condena pasada, llena de polvo. Que nuestro presente tecnológico hace imposible volver atrás y cometer los errores en los que incurrieron personas en blanco y negro.

Muchos compran ese discurso.

Desde su fundación, la arquitectura de Tapachula estaba basada en casas con muros de adobe, que hoy se asocian a la pobreza. Por eso ahora, Tapachula se caracteriza por no tener un centro histórico, pues todos los edificios originales fueron demolidos para construir otros nuevos de ladrillo encima; como si quisieran derruir su pasado y solo mirar al futuro y al presente inmediato.

Hay decenas de obras en marcha en las que se echan abajo edificios clásicos para construir otros nuevos a toda prisa, con la necesidad de abrirlos cuanto antes para albergar a la nueva oleada de habitantes que llegan diariamente procedentes de todas las partes del mundo, o comercios con los que hacer negocio. Son edificios poco preparados para perdurar en el tiempo y la inestabilidad sísmica de la zona acaba deteriorándolos con facilidad.

En Tapachula también permanece un sistema clasista familiar y tradicional. Todo está dominado por un puñado de familias que apostaron en sus inicios por los negocios cafetaleros que empezaban a ser importantes en la economía de la zona del Soconusco. Esas familias, de ascendencia migrante, se enriquecieron mucho y colorearon los montes que abrazan los alrededores de Tapachula con el color verde uniforme de los cafetales.

Los apellidos alemanes, libios, chinos y japoneses están camuflados por castellanizaciones. Así los legaron a las generaciones posteriores. Las costumbres de esas familias, desde hace décadas asentadas e integradas en la ciudad, también permanecen latentes. 

Ahí comienza la fascinación por Tapachula, en el momento en el que uno se da cuenta de que esta es una ciudad elevada por una primera oleada de migrantes que arribó en el siglo XIX; habitada por los hijos de esas primeras generaciones de migrantes ya integradas y expuesta a la llegada diaria de cientos de migrantes más, en una nueva ola de la que, probablemente, dentro de unos años, surja una Tapachula diferente.

Como muestra un ejemplo: según la Wikipedia, y para orgullo de sus habitantes, la comida típica de Tapachula, hoy, es la comida China.

Cuando Dickens escribió Historia de dos ciudades hablaba de Londres y París como ejemplos de paz y tranquilidad, la primera, y de caos e inseguridad, la segunda. En Tapachula también se refleja perfectamente la historia de dos ciudades: la que fue, y la que es ahora; la de la prosperidad que trajeron los primeros migrantes y la del miedo y el temor por esos nuevos que llegan ahora.

Con gusto me he manchado las manos de polvo, al permitirme levantar ligeramente la tapa del baúl donde estaban ocultas decenas de esas increíbles historias de migración pasadas y también las duras y estremecedoras historias de migración presentes que se suceden en esta asombrosa ciudad, perla del Soconusco.

Estas son algunas de las personas que protagonizan el pasado, presente y futuro de Tapachula.




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