Este texto es un fragmento de

La tododería de Silverius Klamp

Irene Cortés J.

1 Una luz violeta y una suave musiquilla

Observando a Edda Mott, de pie, con la mirada perdida frente al semáforo, nadie lo habría sospechado. 

Ni siquiera ella. 

Era bajita, le sobraban un par de kilos y estaba rodeada de un extraño halo de despiste. Tenía un rostro bonito, que no llamaba demasiado la atención, una insulsa melena castaña que le llegaba hasta los hombros y destacaba única y exclusivamente por tener una mirada bicolor, con un ojo verde y otro marrón. Pero, por lo demás, no se diferenciaba de cualquier otra chiquilla de once años que acabara de salir del colegio y llevara sus libros en la mochila. 

Sin embargo, no había duda. 

Aquella niña de aspecto corriente era Edda Mott Marchant. La persona que decidiría el futuro de la humanidad años después. 

Y de pie, esperando para cruzar la calle, su vida estaba a punto de cambiar. 

Aunque, por supuesto, ella no podía ni imaginarlo. 
 
Aquella fría tarde de mediados de febrero unas nubes oscuras cubrían los cielos de la ciudad. El viento golpeaba las ventanas y movía el agua de los charcos que poblaban la avenida comercial, desierta salvo en los escasos momentos en los que dejaba de llover. En esas ocasiones, realmente breves, decenas de compradores pasaban de una tienda a otra, mezclándose con los alumnos de un colegio cercano que regresaban a sus casas gritando y corriendo como una manada desbocada. 

Cualquier otro día Edda hubiera sido uno de esos alumnos. Pero, en aquella ocasión, en aquel preciso miércoles en que empezó esta historia, cuando Edda estaba a punto de llegar a su casa, recordó que había olvidado unos apuntes en la escuela y no tuvo más remedio que regresar a buscarlos.  

Como consecuencia, mejor dicho, gracias a ello, sus horarios cambiaron. Y aquel lluvioso día de invierno, cuando Edda Mott salió del colegio por segunda vez y atravesó tres calles, cruzó la alameda, corrió frente a los escaparates de la vía comercial y se detuvo junto al semáforo del final del callejón, lo hizo una media hora más tarde de lo habitual. 

Por suerte, había dejado de llover un par de minutos atrás. El viento aún soplaba con fuerza y alborotaba el pelo de Edda, que saltaba de un pie a otro intentando entrar en calor. Preocupada, miró el enorme reloj del escaparate de una joyería cercana y comprobó angustiada que ya tendría que haber llegado a casa. Si no hubiera olvidado aquellos estúpidos apuntes de inglés, ya estaría cómodamente sentada en el sofá del salón, pensaba una y otra vez. 

En las últimas semanas había estado mucho más despistada de lo normal y, a pesar de ser consciente de ello, no lograba evitarlo. Era evidente que no lo hacía a propósito pero, de cualquier modo, los descuidos y sus consecuencias seguían siendo los mismos, y sus padres y profesores comenzaban a perder la paciencia. 
Enfadada consigo misma, bufó y clavó su mirada en el semáforo que parecía tardar demasiado en cambiar de color. 

Resignada a esperar, recordó los deberes del día. No eran demasiados. Un par de ejercicios de matemáticas, una redacción de inglés y repasar geografía. Con suerte podría acabarlos en menos de una hora y tendría tiempo para ver la tele o jugar a la consola. 

De repente volvió a llover con fuerza y Edda se planteó desandar parte del camino y protegerse bajo los soportales que rodeaban la alameda. Pero eso supondría perder aún más tiempo y ella no podía ni quería permitírselo. Además, estaba convencida de que pronto podría cruzar, y permaneció de pie, sin moverse, mientras el inesperado chaparrón la empapaba de la cabeza a los pies. 

Por suerte, a los pocos segundos, tal y como ella esperaba, la luz del semáforo cambió. 

En el mismo y preciso instante en que dejó llover. 

Aliviada, suspiró y se dispuso a cruzar. 

Pero entonces, cuando levantó la vista y miró a su alrededor, algo la detuvo. 

La luz se había vuelto verde, sin duda. Pero algo extraño le había pasado a las rayas del paso de cebra que tenía enfrente. 

De manera increíble todas ellas emitían una extraña luz violácea que parpadeaba al compás de una canción de organillo que parecía proceder de todas partes. Y eso no era lo más extraño. Lo más extraño era que un hombre caminaba sobre ellas, siguiendo el ritmo de la música con los pies, sin que nada de aquello pareciera sorprenderle. 

Edda, pasmada y sin pestañear, observó cómo el desconocido se acercaba con paso decidido y, en el preciso momento en que pisaba la acera, las rayas recuperaban su blanco habitual y la música dejaba de sonar. 
Impresionada, contuvo la respiración y no se movió mientras el hombre pasaba a su lado, envolviéndola en un suave perfume de lavanda.  

—¡Mucho gusto! —dijo de repente, deteniéndose junto a ella mientras, a modo de saludo, se quitaba el elegante sombrero fedora que coronaba su cabeza—. No pretendo asustarte, pero debes saber que tienes un olvido descomunal —añadió con la vista fija en la cabeza de la niña. 
—¿Un qué? —preguntó nerviosa, removiendo instintivamente su melena con las manos.
—Un olvido —repitió con amabilidad, sin dejar de sonreír. 

Edda le miró con incredulidad, sin decir nada, y por unos segundos pensó que se trataba de algún tipo de broma. Luego, tras comprobar que no se reía y que no había nadie más por los alrededores, llegó a la conclusión de que no podía ser más que un pobre loco con extrañas teorías. 



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