Al poco tiempo de llegar a Tailandia en 2008 como periodista de la Agencia Efe, tuve una de esas experiencias en las que vislumbré lo que hay más allá del decorado político y cultural tailandés. Me encontraba cerca del antiguo Parlamento, en plena turbulencia política en el antiguo reino siamés. Un sedán de color negro atravesó unas barricadas de neumáticos vigiladas por los camisas amarillas, un movimiento social de ideario conservador que pretendía tumbar al Gobierno de Somchai Wongsawat, aliado y cuñado del ex primer ministro exiliado Thaksin Shinawatra.
Yo anhelaba que ocurriera cualquier incidente que me sacara del tedio bajo aquel tórrido calor tropical. Una marabunta de manifestantes se arremolinó en torno al vehículo de gama alta; el conductor se bajó y sacó una misteriosa bolsa negra del maletero. Empezó a repartir unas bolsitas con un contenido blanco que, en mi imaginación exacerbada, parecía algún tipo de estupefaciente dispensado para galvanizar a los atrincherados y, en caso necesario, defenderse de una eventual carga policial. Cuando me acerqué a preguntar, nadie hablaba el inglés suficiente para explicarme el misterio de las bolsitas. Alguien me puso una en la mano y me la cerró como queriendo acentuar la importancia del contenido. La abrí y vi un pequeño amuleto de escayola blanca con una imagen tallada en él. Algo defraudado, estudié más atentamente el amuleto. Se trataba de la imagen de un afable Buda de sonrisa esbozada. Los manifestantes, en su mayoría hombres, recibían estas imágenes mágicas como si recibieran un chaleco antibalas, pues de hecho ponían sus esperanzas en que los protegiera en caso de peligro, como un disparo efectuado por un grupo rival o la policía.
Observé aquella escena con la condescendencia de cualquier occidental ávido de experiencias exóticas. Me recordó a un breve periodo de mi adolescencia, cuando por puro fetichismo portaba un crucifijo dorado en el bolsillo como si fuera un talismán. Aquellos manifestantes debían sentirse tan aliviados y seguros como yo con mi cruz bizantina, que ahora reposa en alguna estantería de la casa donde crecí en el sur de España.
A pesar de todo mi escepticismo, aquella escena de los amuletos me pareció la señal definitiva de que aquella noche pasaría algo, una carga policial, balas de goma, porras, piedras y cócteles molotov; rebelión ciudadana y represión policial. Pero nada ocurrió. Ningún hecho histórico y dramático. Esperé hasta altas horas de la madrugada entre neumáticos y grupos que charlaban sentados en el suelo como si estuvieran de picnic bajo las titilantes estrellas.
Los amuletos son una manifestación de la superstición y espiritualidad que envuelve a todos los estratos de la sociedad tailandesa. En este país no hay budistas puros, o al menos no son los budistas que imaginamos los occidentales. Un tailandés corriente reza a Buda, pero también venera a los dioses hindúes, a sus antepasados y a los espíritus que habitan en los árboles, los campos de arroz y sus casas. Vive con la certeza de que para tener una vida próspera hay que evitar molestar a los espíritus y fantasmas que pululan por el mundo.
No solo las parejas consultan con un astrólogo la fecha idónea para casarse, sino que los números y los colores tienen una importancia de magnitud oficial para el Gobierno o la Casa Real. Los manifestantes no protestan en un día cualquiera, la fecha debe ser auspiciada por un astrólogo o vidente. Por regla general, los tailandeses profesan un budismo sincrético, que incorpora elementos del hinduismo y el animismo. O quizás al contrario, pues la adoración de los espíritus y el brahmanismo ya existían en estos lares cuando llegaron los primeros monjes vestidos con las túnicas azafrán o naranjas del budismo.
Desde finales del siglo XIX, han surgido en Tailandia grupos y sectas que vindican un budismo más ortodoxo, cercano a la raíz de las enseñanzas de Buda recogidas en el Tipitaka ('Tres Cestas', en el idioma pali), los libros originales que guardan las enseñanzas del Iluminado. Una religión sin los ropajes folclóricos de los amuletos, los conjuros mágicos y la veneración de los espíritus. Pese a sus esfuerzos, la gran mayoría de la sociedad continúa profesando una religiosidad caleidoscópica. Un tailandés puede colocar ofrendas en el altar de los espíritus de la casa, escuchar los sermones del monje budista y solicitar el amparo de Brahma para que le ayude en el negocio. No hay motivo de escándalo ni herejía.