Cayo Clamio desató a su caballo, lo llevó de la brida una corta distancia y volvió
con su destacamento donde se reunió con Lupo y Papio.
–Algo no cuadra –dijo una vez desmontado y quitándose unas gotas de lluvia de la
nariz.
–¿Qué es lo que no cuadra? –preguntó el decurión.
–Se están disponiendo a acampar en una granja cercana, son unos treinta jinetes y
otros tantos infantes, hispanos todos.
–¿Y cual es el problema? –preguntó el veterano velite.
–Que estoy seguro de que el grupo era más numeroso, al menos cien hombres,
quizá más –dijo Clamio testarudo.
–Puede que te equivocaras... – insitió Papio.
–Si Clamio dice que eran cien, es que eran cien, así que nos faltan cuarenta, y
cuarenta pueden ser muchos –dijo Lupo seriamente mientras jugueteaba con una rama.
Los tres estaban pensando en lo mismo, ¿porqué no nos damos la vuelta y aquí no
ha pasado nada? Pero ninguno lo dijo y se impuso la profesionalidad.
–Esto es lo que vamos a hacer...
El decurión se agachó sobre el barro y empezó a dibujar un croquis con la rama mientras los otros atendían seriamente.
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Cayo Papio y sus casi cien velites se acercaron al casar agachados entres los
arbustos a unos sesenta pasos. Los caballos estaban en un cercado de la granja vigilados
por un par de hombres, Papio notó que seguían con las bridas y las mantas sobre las que
se montaba aún puestas. En otras circunstancias quizá no se habría fijado, pero la
insistencia de Clamio en que había gato encerrado le había puesto la mosca detrás de la
oreja y empezó a pensar que el pequeño jinete podía tener razón. Los hispanos estaban
dispersos, varios habían hecho una hoguera al refugio de lo que parecía un establo, otros
estaban tranquilamente en el pórtico de la casa y en el interior de la cual se veía también
algo de movimiento. Estaba todo tan tranquilo que ponía los pelos de punta. Pero tenía
que hacer su parte. Agarró firmemente el escudo y las jabalinas con la mano izquierda,
sopesó una en la derecha y sin decir nada echó a correr entre la lluvia hacia los
celtíberos.
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Lupo, desplegado con la mitad de los jinetes, un poco por detrás de los velites y a
su derecha, esperó su momento. La idea era que la infantería ligera disparase la trampa,
fuera cual fuera esta y, antes de que cayera sobre ellos, abortarla con la caballería. Para
ello, Lupo se había desplegado a la derecha con treinta de los soldados a caballo. Clamio
con los otros treinta había hecho lo propio por el otro flanco. Se había quitado la paenula y
notaba como el agua helada de la lluvia empezaba a colarse por el cogote, helándolo de
frío. Apretó los dientes y esperó. Los velites ya corrían hacia la granja.
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Papio corría con pasos rápidos y no muy largos, tratando de no hundirse
demasiado ni resbalarse en el fango al correr. Los hispanos, para haber sido pillados por
sorpresa, reaccionaron con extraordinaria rapidez, cogieron sus escudos y les salieron al
encuentro. Aún así, a unos treinta pasos lanzaron sus jabalinas e hirieron a varios,
comenzaron a retroceder tras un segundo lanzamiento y esperaron a que los celtíberos se
les echaran encima para lanzar a quemarropa y correr otra vez. Tras los infantes hispanos
se veía ya a los jinetes montando, y de esos no podrían escapar si no lo hacían ya. A
unos diez metros lanzaron contra los hispanos derribando a varios más, deberían quedar
unos veinte, no demasiados, pero aún así las órdenes eran claras, se dividieron en dos
grupos y echaron a correr a izquierda y a derecha.
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El grupo de velites que se replegó hacia la derecha fue el perseguido por los
jinetes. Si Lupo no intervenía, la carga los haría pedazos, así que sin necesidad de dar
órdenes clavó los talones en las ijadas de Impasible, que saltó hacia delante y sus
hombres le siguieron al encuentro de los hispanos.
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Cayo Clamio maldijo su suerte, ya se escuchaba el ruido del combate amortiguado
por la lluvia, pero en su aproximación por el flanco se habían topado con una pequeña
rambla imposible de cruzar a caballo y habían tenido que dar un rodeo. Ya se acercaban
desde un poco más hacia la izquierda de lo previsto, entre la espesura. Se detuvo para
dejar que el resto se reagruparan y entonces, a unos cincuenta pasos más adelante, vio
unas figuras que se alzaban, se despojaban de las capas con que se cubrían y echaban a
correr en silencio hacia la refriega.
–Como me jode tener razón... –gruñó.
Miró a su alrededor y vio que veinte de sus hombres ya se habían alineado con él,
tendrían que se ser suficientes. Con una señal les indicó que le siguieran y puso su
caballo al trote en pos de los recién aparecidos, temeroso de que se tropezase y se
rompiera las patas o de que una rama baja lo derribara a él.
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Cayo Papio corría por su vida, si la caballería no aparecía a tiempo, confiaba en
llegar a la espesura y que, una vez allí, la mayor movilidad de los velites y su número
equilibrase el enfrentamiento con los guerreros celtíberos. Le quedaban dos jabalinas,
agarró una y se volvió hacia su derecha, justo en ese momento escuchó algo zumbar
junto a su oreja y agachó la cabeza. Un soldado a su lado fue derribado y quedó sentado
en el barro, intentó tocarse la mandíbula, pero ya no tenía. La lengua le colgaba entre
jirones de carne y sangre, intentó chillar pero solo le salió un gorgoteo mientras miraba a
Papio con los ojos desorbitados y se tocaba torpemente el amasijo de carne donde había
estado su boca. Algo impactó en su escudo, lo agujereó y casi lo derriba. Se volvió de
nuevo hacia el bosque y los vio, dos docenas de hombres con túnicas rayadas que
acribillaban a sus hombres con sus hondas. Puesto en la tesitura decidió que los
guerreros celtíberos eran una amenaza menor, lanzó la jabalina contra el más cercano,
que la paró con el escudo. Iba a lanzar la segunda cuando notó que algo le agarraba del
pie, el desgraciado al que le habían arrancado media cara le sujetaba con una mano,
suplicándole ayuda. No podía hacer nada por él así que se desasió, lanzó su última
jabalina al bulto hacia los guerreros que ya casi estaban encima suya, sacó su espada y
fue contra ellos.